Por Jesús Carpio
Recuerdo aquellas
navidades, sin arbolito ni grandes comilonas a las 12 de la noche. Mis hermanos
y yo, nunca esperábamos regalos ostentosos, solo algún que otro juque, que nos
iluminara los ojos, pero sobre todo el alma.
Era todo lo que la
economía de papá podía comprar. Más, a cambio de aquellos regalos que asombran la
inocencia de los niños de hoy, los niños de ayer, o por lo menos los niños de
aquel ayer, nos contentábamos realmente con poco.
Una bengala encendida
antes de las 12, un emocionado: "¡Ya nació el niño Dios!", la alegría en los ojos
de mamá...
¿Era necesario pedir
más?
Nosotros los niños,
nunca esperábamos las 12 de la noche despiertos, la tradición de todos en casa
era que nos fuéramos a dormir mucho antes, con la promesa: "mañana al
despertar verán lo que el niño les ha traído".
Así, prestos nos
íbamos a dormir, pensando en maravillas, preciosas maravillas de las que sólo
pueden imaginar los niños en Nochebuena.
Al amanecer, ni bien
nos revolvíamos en nuestras camas con los primeros albores del nuevo día... ¡Oh
sorpresa! ¡Si! ¡Era verdad! ¡El niño ha llegado hasta nosotros y nos ha dejado
sobre la cama... hermosos regalos!
¡Cómo no recordar
esas emociones! ¡Cómo olvidar aquel sonido mágico del juguete dentro de aquel
papel multicolor!
Recuerdo las
navidades de mi infancia, algo lejanas en el tiempo, pero sin duda alguna, nada
lejanas para el corazón.
Seguro que tampoco lo
son para tu corazón...