Rescata

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domingo, 3 de febrero de 2013

Columnas de amor

Por Luisa Braganza


 Soy Luisa Braganza, una trabajadora de las letras. Vivo en Coronel Suárez. Un día supe del misterio escondido en las pinturas de las columnas de la Iglesia “San José Obrero” ubicada en Pueblo San José.
Esta es una comunidad de descendientes de alemanes del Volga radicada en el distrito de Coronel Suárez.
Inspirada en el conmovedor hecho real, puse algo –no mucho- de mi fantasía y escribí esto para que todos recordemos que, a pesar de las contrariedades, el Amor siempre tiene una pirueta escondida para sobrevivir.
Esta es una historia de patatín y patatán y de esas cosas de la vida… Y los pasaron. Y pasaron los años…

La cola para entrar al templo era larguísima. Más o menos unas sesenta parejitas de jóvenes enamorados.
Se hacían arrumacos, se miraban a los ojos y se besaban sin que les importara ser vistos.
¡Cómo han cambiado los tiempos! Nosotros a esa edad nos tratábamos de usted! ¡Ay, si Rodolfo pudiera verlo! Me dijo, aunque… a lo mejor… ¿quién sabe? En una de esas está al lado de nosotras ¿no?.
Sólo sonreí. La vi con ganas de seguir hablando. Y yo quería escucharla.
Él tenía veintidós y yo dieciséis. Vino a fines de 1935 a pintar la iglesia y en enero de 1936 empezaron con los trabajos. ¡Todavía lo veo allá sobre los andamios con José y Julio, sus hermanos. Y bueno, los días pasaban, y así, que va, que viene, llegó la fiesta de San Pedro y San Pablo y el baile de la cultural Germano-Argentina en la carpa, en aquel patio y mi hermano Nicodemo diciendo las palabras mágicas:
“Muchachos, si están aburridos, vengan a casa a la noche a charlar y a comer torta… cenamos temprano”.

Y patatín va… y patatín vienen…

Esas cosas que pasan en la vida, empezaron a venir y entre una cosa y otra, pasó lo que pasa, ¿no? Todavía escucho a mamá cuando se dio cuenta: “Me parece que ese viene en doble sentido”.
Mientras José tocaba la verdulera, Rodolfo y yo bailábamos en la cocina. ¡Cómo le gustaba bailar!
Aquí, Imelda se quedó callada. Creo que su corazón estaba dando alegres giros y saltos apoyado en aquel otro joven corazón. Respeté su silencio, luego agregó:
El pintaba todo el día, pero, a la siesta, se cruzaba y nos veíamos dos minutos. ¡Si habré barrido el corredor de la abuela para esperarlo! Nadie se enteraba porque ella no podía caminar.
¡Qué difícil era entrar en confianza… nada que ver con hoy… Y no era sólo costumbre de nosotros los ruso-alemanes todos cuidaban a las hijas como si fueran algo extraordinario.
Ahora te voy a decir que en aquella época yo era para mis padres la mocosa de mierda. ¿Qué vas a hacer con ése? Vos aquello… vos lo otro… y bueno, no querían saber nada.
Y se lo dije, se lo dije a Rodolfo: “No le diga nada a mi mamá y a mi papá porque me van a sacar de raje”. Pero él insistió: “El asunto es serio, yo quisiera que sus padre sepan.
“No, no, decía yo, porque después me van a tener… no… no”.
Y me tuvieron nomás. “Andá a saber quién es ese tipo” y patatín y patatán…
La cuestión es que tuvimos que escribirnos, no mucho, para disimular porque había que ir a buscar el correo.
Y llegó la Navidad. Un año estuvo él acá. Y se fue. Cuando volvió a terminar algunos laterales del templo me contó que mi nombre había quedado en la ilglesia. Lo había escrito sobre una columna. Yo no lo sabía hasta entonces. Si lo hizo para que no lo olvidara, en realidad no hacía falta. El primer amor nunca se olvida y menos si una está nueve años pupila y después aparece así… así.
Después se fue a pintar a Córdoba y a Catamarca. Lo esperé hasta que regresó. Vino sólo a verme. Y mi papá lo echó: “No, no quiero saber nada” dijo, y no sé cuánto más. Y así quedó todo.
Y bueno… yo no quería otro novio pero después, a los veintitrés años me casé y tuve cuatro hijos. Antes quemé las cartas y le conté todo a mi esposo.
¡Qué va a hacer…!

Y los años pasaron… y pasaron los años…

Cuarenta y cinco años después de aquello, cuando yo ya era viuda me fui a descansar a La Falda. Allí, por casualidad me encontré con José, el hermano de Rodolfo.
Al reconocerlo casi me muero, no me desintegré por milagro. Cuando le dije mi nombre vi su sorpresa y emoción. Me hizo algunas preguntas. Yo no me animaba a hablar. “Lo dejamos para mañana”, le dije.
No, insistió, hablemos ahora. Y hablamos.
Supe que su otro hermano Julio había muerto. ¿Y Rodolfo? Rodolfo también.
¡Cuántas cosas suyas supe después! Vi las fotografías de todas las estatuas que había hecho. Una locura todo lo que había trabajado. Todas religiosas. ¡Era tan católico! Supe que para el Congreso Eucarístico, en la Misa Pontificia, había sido abanderado con su bandera, la tirolesa.
Supe que había viajado a su querida Austria, al pueblito donde había vivido.
Y supe que me había amado hasta su muerte y nunca se había casado porque –según había dicho- no había encontrado otra mujer como yo.
A esta altura de la narración sólo cabía el silencio. Y lo dejamos entrar. Cuando Imelda quiso siguió:
Y aquí estoy, recordando. Muchas veces dejo que mis ojos se escapen a las pinturas y me miran los ángeles, los Papas, los santos que pintó Rodolfo. Pero el que más me conmueve es el rostro de Jesús en la columna, que a medida que pasan los años, se vuelve más comprensivo.
Cuando miro las terminaciones de las columnas oigo sus explicaciones: “Mezclo oro en polvo con clara de huevo para que pierda el color” y “la imitación del mármol la hago con un polvo mezclado con cerveza”.
¡Ay, Rodolfo… yo no sabía que habías escrito mi nombre en la columna…!
Tampoco sé quien inventó la leyenda de que las parejitas que la toquen y recen juntos se amarán hasta la muerte. Por eso estos jóvenes que estamos viendo hacen esta larga cola.
Y aquí Imelda calló.
Frente a ella se me ocurrió pensar que su nombre era digno de estar en la iglesia y también lo era esta leyenda. La certeza la encontré en el rostro comprensivo de Jesús y en sus tantas palabras de invitación al amor.
Sabiendo que este templo –y todos- se levantan sobre cimientos de amor ¿qué tiene de malo que también éste tenga columnas de amor?
Me acerqué a Imelda y la tomé de las manos.
Esto le dije:
Así se escriben las historias… con I de Imelda y de Iglesia, con R de Rodolfo y Renunciamiento; pero con F de Fe y con E de Eternidad en la que, algún día, todos volveremos a encontrarnos.

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