Don Eulogio
Zepeda llegó a la colonia junto con el siglo veinte. Compró una casa. Tiro
paredes internas, unió habitaciones para formar un salón con salida directa a
la calle. Lo llenó de estanterías de madera construidas rudimentariamente con
su escaso conocimiento de carpintería. Estampó un almanaque en la pared y un cartel al frente: Almacén y bar.
La comunidad lo
miró hacer con recelo. Don Eulogio Zepeda era morocho, con bigotes a lo macho;
rastra con monedas de plata en la cintura y facón en la espalda. De pocas
palabras y mirada y gestos severos. Corpulento. Fuerte. Capaz de volver un toro
sin más ayuda que su sus manos y su fuerza.
Cuando hubo
terminado, se sentó a la puerta del negocio a esperar clientes.
El tiempo comenzó
a transcurrir. Lento pero inexorable. Los días pasaban, y el morocho aguardaba
inmutable. Pero nadie lo miraba siquiera. Nadie lo saludaba. Nadie le dirigía
la palabra. Fuera porque no sabían hablar castellano o porque les provocaba
recelo, la cuestión es que lo aislaron en la soledad de una espera inútil.
Porfiado, redobló
la apuesta. Bajó lo precios. Ofreció bebidas gratis. Organizó torneos de truco,
taba, chichón, bochas… Pero nada. El Almacén y bar continuó vacío de cliente,
llenándose de polvo. Los bichos se hacían un festín con los fideos y los
ratones con la yerba. El capital invertido se le escurría delante de los ojos.
-¡Y todo por
estos rusos porfiados! –reflexionó un día en que tuvo que tirar varios paquetes
de mercadería a la basura.
Pasaron los
meses. Con ellos el verano, otoño, invierno, primavera…
Don Eulogio
Zepeda mudó de carácter. Se volvió un hombre serio, parco, triste. Con los ojos
inyectados en sangre. Bullía de furia. Casi un año y medio transcurrido y nadie
había ingresado al negocio.
-¡Tiré a la basura el capital que heredé de mi
vieja!
Cansado, vencido
y envejecido, por fin decidió cerrar el Almacén y bar. Acto seguido puso en
venta la casa.
Los meses
volvieron a pasar y con ellos las estaciones y nada. Cada vez bajaba más el
precio de la casa y aun así nadie se interesaba en ella. Parecía maldita. Todos
sus males habían comenzado el día que la compró y decidió mudarse a la colonia
para hacerse rico entre esos rusos ignorantes –como él los llamaba en secreto.
Pero a pesar de
que bajara el precio; no logro venderla.
Casi dos años sin
hablar más que con unos pocos conocidos que llegaban de paso hacia la estación
de tren de Coronel Suárez , Don Eulogio Zepeda lanzó un insulto que estremeció
la colonia, montó en su caballo y se fue para siempre.
La casa empezó a
envejecer y caerse a pedazos. Ladrillo a ladrillo. Transformándose en polvo. En
olvido. Como la historia de Don Eulogio Zepeda que ya nadie recuerda.
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