“Todo proyecto de vida de dos personas que se aman transcurre en un
tiempo y lugar determinados. Un tiempo y lugar en los que coinciden los
protagonistas para desarrollar su historia; a veces, fragmentada y otras,
completa, fusionada a lo largo de toda la existencia terrenal. Pero sin un
tiempo y un lugar no hay historia. Como tampoco la hay si los protagonistas no
se apropian de la oportunidad que les está predestinada. Oportunidad que
siempre es una sola: esa circunstancia frágil en la que ambas existencias se
encuentran y deben decidir si unen o no sus destinos”, reflexionaaba el sacristán camino de la
iglesia.
Vestido de pulcro traje negro, lucía semblante severo y una mirada fija
en el vacío, en la abstracción más absoluta y reconcentrada.
Abrió la puerta de dos hojas de la iglesia de par en par. Era domingo,
hora de llamar a misa. Agitó con fuerza el badajo de la campana que, desde la
torre, emitió el primer llamado a los feligreses.
Ingresó a la sacristía.
“El tiempo y el lugar”, continuó rumiando. “El que vivo en estos
momentos...”. Dudó. Detuvo su andar, perplejo. “¿Mi lugar -prosiguió pensando en alta voz- es este? Mi
lugar en la sociedad y en la vida... ¿es este? –Se interrogó observando en
detalle el interior de la sacristía-. ¿La sociedad y la vida son la misma cosa?
¿Importa lo que los demás piensan de mi? –se preguntó recordando frases tales
como “¿qué es lo que va a decir la gente de vos si hacés eso?,” que blandían
como un cuchillo afilado su madre, padre y hasta el mismo sacerdote para hacerlo
cambiar de actitud cuando sus decisiones personales no coincidían con la
“ética” social y cristiana que todos en el pueblo profesaban.
El hilo conductor que lo guiaba en el filosofar comenzaba a
enmarañarse. Las palabras se trastocaban en imágenes. Comprendió que el inconsciente
liberaba todo su potencial destructivo, todo lo que la razón tenía reprimido en
esa cloaca mental. El rostro de una mujer prohibida, una silueta esbelta, un
busto... y voces de personajes “aristocráticos” de la comunidad recordándole lo
que murmuraban a espaldas de la mujer.
“Mi tiempo es también este. Por supuesto. El hoy en el que vivo, en el
que existo, en el que soy. En el ahora en que amo”, concluyó no sin angustia.
“Amo”, repitió en un murmullo tembloroso. Tenía miedo. Miedo a... ¿qué? ¿Al
castigo por amar a una mujer condenada por la sociedad y la iglesia? ¿Miedo al
castigo divino? ¿Miedo al castigo social? “¿Y cuáles eran estos castigos?”, se
preguntó sabiendo que iba demasiado lejos en el análisis. El castigo divino lo desconocía. El social era harto elocuente: la
discriminación, la segregación, el dejar de pertenecer a un núcleo privilegiado
de personas que ostentaban el orgullo de ser la crema y nata de la localidad.
“¡Pero yo la amo!”, gimió mirando el rostro de Jesús crucificado que colgaba de
una cruz de oro en la pared. “¡La amo!”, clamó otra vez mirando los ojos
sufrientes del cristo muerto y sepultado por los pecados del mundo.
La amaba pero tenía miedo. Pánico. Terror. ¿A quién? ¿A Dios? ¿A la
sociedad? ¿A lo que pudieran llegar a decir las personas honorables de la
localidad si se casaba con una madre soltera y, según opinión de las “señoras
decentes” del pueblo, frecuentada por varios hombres? ¿A quién? No tenía la
respuesta. No deseaba encontrarla. “¿Para qué arriesgarlo todo?”, preguntó un
amigo horas después cuando le contó sobre las cavilaciones que lo atormentaban.
“Esperá y dejá transcurrir el tiempo”, le aconsejó. Profetizando que “el tiempo
cura las heridas y traerá otro amor”.
Se dejó convencer. Los meses pasaron. La mujer se marchó del pueblo. El
sacristán esperó que el tiempo curara la herida y trajera otro amor. La herida
no sólo no cicatrizó sino que tampoco llegó otro amor para reemplazar al que se
había ido.
Falleció soltero, a los 82 años. Murió solo, en un hogar de ancianos.
La iglesia a la que sirvió durante casi cuarenta años y la sociedad a la que
tanto temió, modificaron los preceptos y las reglas. Lo que antes fue pecado
ahora no lo era. Pero era tarde para
reproches. Además... ¿A quién iba a reprocharle nada? Porque ninguna persona
estuvo a su lado cuando murió como tampoco ningún ser humano estuvo a su lado
cuando lo sepultaron. Ni el amigo que lo aconsejó, ni ningún representante de
la iglesia y de la sociedad que manipularon su vida, condenando su destino a la
soledad y el olvido.
"Elegir es renunciar" cita una frase. Y así es. Muchas personas por distintos miedos no elijen jugarse por un sentimiento. Y la elección es propia. Y la vida no espera. Y el tiempo pasa inexorablemete. A veces se deja ir lo bueno soñando algo mejor que jamás va a llegar. Lo importante es saber qué se quiere en la vida y actuar en consecuencia. Y hacerse cargo del resultado sin buscar culpables.
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"Lo importante es saber qué se quiere en la vida y actuar en consecuencia. Y hacerse cargo del resultado sin buscar culpables" -muy acertada tu reflexión, Mariposa. Coincido plenamente contigo.
ResponderEliminarJulio César Melchior
Hilando Recuerdos
Este sacerdote como muchos otros sufrio su soledad, porque en el año 400 una persona se le antojo dictaminar que los sacerdotes debian ser célibes.
ResponderEliminarYo preguntaría a muchos ¿no les parece que es anti-natura?
En que lugar de la Biblia dice que no deben casarse ?