El
inmigrante va por caminos inexplorados, hacia el horizonte, hacia el mañana,
donde brilla el sol y el futuro es un sueño hecho realidad. Los zapatos
gastados de tanto andar. Polvo en el cuerpo y sudor en el alma. Pero no deja de
caminar. Su fe es indestructible. Lleva en una mano la pala y en la otra la
cruz. Con la una abre surcos y con la otra se entrega a Dios. Nada lo detiene.
Ni los infortunios. Ni las sequías. Ni la soledad. Ni la profunda nostalgia que
lleva clavada en el corazón como un puñal. Esa nostalgia que siempre será una
herida abierta, una añoranza que no cicatrizará jamás. Ni aun en la noche más
feliz. Ni aun en la mesa familiar. Ni aun en las largas jornadas de su vejez, rodeado
de bienestar, hijos, nietos y bisnietos.
Siempre
habrá un lugar para las lágrimas no lloradas en la juventud. Para las lágrimas
no vertidas en las tumbas de sus padres que permanecen en la aldea natal,
esperando su regreso.
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