Por Miguel Angel Masson
“…Domingo 10 de Noviembre de 1985, el
terraplén se ha-
bía roto. Las defensas
habían cedido. Epecuén se esta-
ba inundando. La
tragedia había llegado” , Laspiur,
Roberto Hugo, “La
inundación de Epecuén”, pag 21.
1.-
Miguel Ángel Masson |
Más de veinte años después, Catalina, ya viuda,
regresa. Sube a un bote y navega por encima
de lo que fue su casa y el galpón.
Bajo el agua se ven las paredes, la fosa, el baño y los dormitorios de la casa.
Pide que se detengan un poco encima de su terreno. Distingue la cama matrimonial que quedó
encerrada en las paredes del dormitorio, los artefactos del baño y la mesada de
granito de la cocina.
Las aguas siguen bajando y los nietos la convencen
de llevarla a la villa.
-Ya se fue el agua abuela, no te va a hacer mal.
No lo puede creer cuando sus pies caminan
rompiendo la sal acumulada del patio de su casa. Al llegar a lo que fue la
entrada del galpón, algo llama su atención en el piso. Le pide al nieto que
escarbe y saca un candado lleno de salitre. Está entero. Lo frota y vuelve a
salir el brillo por sus ganchos de acero.
Domingo de fiesta. Carhué. Inauguran el nuevo piso
del taller “Los nietos”. A los postres, Catalina pide la cartera. A su lado el cura que vino a dar su
bendición. Todos en silencio miran esos ojos azules que buscan y encuentran
algo. Saca una virgencita de Luján y un candado, como nuevo, reluciente.
-Que la virgencita los proteja y que este candado
que fue todo lo que quedó de nuestros sueños en Epecuén, aseguren siempre el amor,
la salud y el trabajo.
2.-
Seis brazos levantando la mitad del portón,
tratando de calzar las bisagras en los ganchos amurados a la pared. Catalina
sostenía con sus manos, dando las
coordenadas.
-Un poco mas arriba, atrás, abajo, ahí, justo ahí,
ya está.
Con un chirriar de metales, las hojas de chapa con
fierro ángulo, soldadas y cruzadas
transversalmente por un tensor, comenzaron a bambolearse en sus ejes.
-Ahora la otra, que andamos bien -repetía
Catalina.
Y así el galponcito que con tanto esfuerzo habían
construido, lucía un par de portones bien seguros.
-Esto hay que festejarlo como corresponde –dijo
Luis, el menor de los seis hermanos.
José, el mayor,
por la mañana había carneado el cordero que quedó colgado del aguaribay para orearse y estar justo para
la noche.
En el taller que trabajaban con su padre Adán, se
cobraban los trabajos, pero eran muchas las gauchadas que sus generosos
clientes, pagaban con un lechón o cordero.
Taparon la fosa, armaron con unas tablas la mesa,
sacaron los naipes y entre chorizos secos y damajuana acompañaron con sus
gritos el crepitar de las llamas dorando el cordero crucificado.
José arrancó la hojita del almanaque de taco de la
cooperativa.
-Che estamos atrasados un día -rió, quedando a la
vista: 13 de Octubre de 1985.
Hacía ya más de diez años que habían llegado de la Colonia. Con lo que
vendieron, compraron un terreno grande
con una casita atrás que fueron acomodando. Recién ahora se daban el gusto de
terminar el galpón con luz y agua. No eran de bañarse en el lago, pero Epecuén
prometía mucho trabajo y salud. Con eso sobraba. A los hombres de la casa les
costó decidirse. Fue Catalina la que vió
la posibilidad, de que la familia tuviera mas futuro en esa villa que crecía y
crecía. Y no se equivocó. Adán, su marido había sido peón rural, pero siempre
se preocupó por las herramientas del campo. Esto lo hizo conocedor de fierros y
soldaduras. Al tiempo era mecánico. Dos de sus hijos, José y Luis se quedaron
con él en el taller. Le venían muy bien, su cintura y rodillas ya mostraban el
paso del tiempo, los excesos y la brutalidad del trabajo. Graciela, la menor, no se despegaba de su madre, los
otros dos varones se fueron con el ferrocarril. Pedrito, que vivió sólo ocho
horas, el primerizo, estaba enterrado en la colonia, con cruz, porque pudieron
bautizarlo.
Catalina y Graciela trabajaron a la par de los
hombres, pasando ladrillos, alcanzando los baldes y con la pala.
Tenían su quinta, algunas gallinas y al fondo
todos los años engordaban una chancha para la carneada que invariablemente se
hacía con la primera helada de mayo. Con eso se aseguraban una parte importante
de su dieta alimentaria. Todavía entre ellos hablaban en alemán precario, que
trajeron sus abuelos de las llanuras del Volga.
En la villa todo era un hervidero. Se preparaban
para recibir a miles de turistas. Los dos hijos colaboraban con las cuadrillas
de pobladores que taponaban, cuando había alguna filtración, el inmenso terraplén que se había construido
para contener el agua que venía de otras lagunas. Parecía un pueblo
amurallado. Siempre alguno decía que podía pasar algo, pero prevalecía
la alegría por el taller recién terminado y la buena temporada que se iniciaba.
Una mañana Luis encontró la fosa inundada.
-Las napas están muy altas -dijeron. Sacaron el
agua con baldes, pusieron tablones de madera y siguieron trabajando.
Catalina, una tarde, se cayó. El piso estaba
desnivelado. Había cedido un rincón del galpón.
-Son los cimientos -dijeron. Rellenaron el pozo
con escombros y ni se notaba.
El dìa tan esperado de la inauguración llegó. El tío Anselmo trajo a la abuela para que
conozca el nuevo taller. Ella se había quedado en la colonia y le mezquinaba a
viajar y moverse fuera de su casa. Pero les había prometido ir y allí estaba.
La llevaron de recorrido por la villa, hizo algunas preguntas con cierta
inquietud al ver el terraplén.
-Todavía no vino el párraco che, a bendecir –dijo
la abuela arrastrando las erres y pronunciando alguna “ a” por una ” o”.
Todos fijaron su atención en esos ojos azules, mientras sus manos
sacaban de una bolsa dos envoltorios bien prolijos.
-Les traje dos regalos, -dijo desenvolviendo y
mostrando bien alto un crucifijo.
-Esta cruz ayudó al difunto abuelo a no morir de
cólera ni de tifus en el barco. La trajo de Rusia. Pueden ponerla en el galpón, a la
entrada, -dijo la abuela sin dar lugar a comentarios.
El silencio rodeaba toda la cocina. Solo el tío
Anselmo que había comido y bebido mucho, apenas pudo sujetar una contracción
espasmódica de su diafragma, aspirando
casi todo el aire del lugar.
Graciela recibió el crucifijo con devoción. Con
besos en ambas mejillas agradecieron a la abuela.
-Pero no es todo -dijo la abuela mientras seguía
revolviendo la bolsa.
Lo desenvolvió y todos se sorprendieron. El fuerte
candado lucía brillante, con sus ganchos dobles de acero inoxidable y el
cerrojo de doble paleta con tapa.
-Para que lo pongan adelante, para cerrar los
portones.
Ellos, en familia, nunca aplaudían, pero, esta vez,
otra cosa no les salió y todos se levantaron a besar en ambas mejillas a la
abuela.
Hasta el tío Anselmo se despertó definitivamente
de su siesta junto a la mesa.
Esa noche durmieron con candado en los portones y
el crucifijo puesto encima del tablero de las herramientas.
Se anunciaban lluvias intermitentes para toda la
semana.
Carhué, 7 de Abril de 2015
Texto escrito surgido de la vista de una foto en
la presentación de “Habitadas”, en las ruinas de la Villa Epecuén.
Miguel Angel Masson
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