Rescata

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martes, 25 de junio de 2013

El escritor Julio César Melchior fue invitado a participar de un evento cultural en La Plata

El escritor Julio César Melchior fue invitado por el Instituto Cultural de la Municipalidad de Coronel Suárez, a participar de un evento cultural a llevarse a cabo el jueves a las 16 hs., en la ciudad de La Plata, en la Biblioteca Ernesto Sábato, en calle 47 nº510.

Un acontecimiento de suma trascendencia para el escritor, por lo que Julio César Melchior agradece a todos aquellos que creen en él y valoran su actividad cultural y los invita a participar, agradeciendo también todo el afecto que le tributan diariamente sus lectores y amig@s.

lunes, 24 de junio de 2013

“Hay que conservar lo que aún tenemos y rescatar lo que ya perdimos”

Bajaron del barco. Viajaron en tren. Llegaron a Sauce Corto. Levantaron sus ca
sas de adobe. Sencillas y humildes. Ladrillo sobre ladrillo. Esfuerzo sobre esfuerzo. Araron la tierra. La sembraron. Cosecharon. Y la volvieron a arar, sembrar y cosechar. Hicieron todo eso y mucho más. Lo hicieron sin conocer una sola palabra de español.  Hablaban, cantaban y rezaban en alemán. Y la nueva patria y Dios los entendieron y comprendieron. La Argentina los cobijó dándoles la oportunidad de un destino de prosperidad y Dios los protegió llenándoles las almas de gracia y las manos de abundancia.
Con el transcurso de los meses nacieron los hijos. Con los hijos surgió un hogar. Con el hogar una comunidad. Con la comunidad una colonia. Y con la colonia una iglesia, una escuela, almacenes de ramos generales…
Y llegaron más familias. Y la colonia creció. Se levantaron casas de ladrillo, grandes, hermosas, con jardines. Se embriagaron de lujo. Nació el deseo de tener dinero. De poseer cosas materiales. Floreció el ansia de poder. Se formaron clases sociales. Ricos muy ricos y pobres muy pobres. Unos pocos pudieron estudiar. Muchos tuvieron que comenzar a trabajar desde niños. Se acrecentó la desigualdad. Se perdieron tradiciones, costumbres…  Se olvidó el origen. Empezó a desaparecer el idioma. La identidad tambaleó.
Hasta que un día unos pocos comprendieron lo que estaba sucediendo: las raíces culturales morían. Había que hacer algo. Y esos pocos hicieron.  Y todavía están haciendo. “Hay que conservar lo que aún tenemos y rescatar lo que ya perdimos”, decidieron. Eran pocos, es cierto. Pero su trabajo está dando frutos. La identidad se está recuperando. Están volviendo a ser lo que nunca debieron dejar de ser: alemanes del Volga. Descendientes de inmigrantes de alemanes de una aldea del Volga, con sus costumbres, tradiciones, cultura e historia. En suma: ¡con su identidad! ¡Nuestra identidad!

El amor del abuelo

Es el atardecer
del estío aquel,
entre aromas de néctar
y colmenas de miel.

Cuando en la mies,
el pobre abuelo,
se vistió de negro,
se cubrió de duelo.

Y lloró su alma,
y enterró su amor,
en la tumba aquella,
junto a un sauce en flor.

Nuestro amor

“Nuestro amor no le importó
 a la muerte ni al destino”.
La quise y ella me quiso. La amé y ella me amó. Hasta el final. Hasta el último momento. Hasta el último beso. Hasta el último adiós. Ella en la cama, muriendo, y yo sentado a su lado viéndola morir.
Nuestras manos quedaron enlazadas hasta el instante del último suspiro. La de ella, cada vez más fría, dura, inútil. La mía, caliente, viva; pero, sin ella, igual de fría, dura e inútil.
Nuestro amor no le importó a la muerte ni al destino. No tuvieron piedad. Lo destrozaron con una enfermedad terminal que  a ella la enterró bajo una tumba de mármol y a mí me dejó arrojado sobre ella, llorando desconsolado.
Desde entonces no hubo ni después ni mañana. Ni aceptación. Solamente llanto y dolor y más dolor.

Doña Bárbara… Sin permiso para ser feliz

¡Quince hijos! ¡Imagínense ustedes! Nueve varones y seis mujeres. Todos de la misma madre. Se pasó la vida pariendo. De aquí para allá arrastrando embarazo tras embarazo. Primavera. Verano. Otoño. Invierno. Siempre embarazada. Amantando. Cambiando pañales. Lavando caca. Y cuando no estaba pariendo estaba debajo del marido soportando que le hiciera más hijos, asqueada de sexo y agotada de parir.

Así se le pasó la vida hasta la menopausia: momento de dejar descansar el vientre. Pero no el cuerpo. Había que continuar criando los hijos que aún eran pequeños. Siempre la misma rutina. Pañales. Llantos. Rebeldías. Cuidando enfermos. Sin permiso para pensar en sí misma. Sin permiso para revelarse. Sin permiso para ser feliz.



“Vivió su vida sin permiso para pensar en sí misma, sin permiso para revelarse y sin permiso para ser feliz”.

Historia insólita de un almacén y bar

Don Eulogio Zepeda llegó a la colonia junto con el siglo veinte. Compró una casa. Tiró paredes internas, unió habitaciones para formar un salón con salida directa a la calle. Lo llenó de estanterías de madera construidas rudimentariamente con su escaso conocimiento de carpintería. Estampó un almanaque en la pared  y un cartel al frente: Almacén y bar.
La comunidad lo miró hacer con recelo. Don Eulogio Zepeda era morocho, con bigotes a lo macho; rastra con monedas de plata en la cintura y facón en la espalda. De pocas palabras y mirada y gestos severos. Corpulento. Fuerte. Capaz de volver un toro sin más ayuda que su sus manos y su fuerza.
Cuando hubo terminado, se sentó a la puerta del negocio a esperar clientes.
El tiempo comenzó a transcurrir. Lento pero inexorable. Los días pasaban, y el morocho aguardaba inmutable. Pero nadie lo miraba siquiera. Nadie lo saludaba. Nadie le dirigía la palabra. Fuera porque no sabían hablar castellano o porque les provocaba recelo, la cuestión es que lo aislaron en la soledad de una espera inútil.
Porfiado, redobló la apuesta. Bajó lo precios. Ofreció bebidas gratis. Organizó torneos de truco, taba, chichón, bochas… Pero nada. El Almacén y bar continuó vacío de cliente, llenándose de polvo. Los bichos se hacían un festín con los fideos y los ratones con la yerba. El capital invertido se le escurría delante de los ojos.
-¡Y todo por estos rusos porfiados! –reflexionó un día en que tuvo que tirar varios paquetes de mercadería a la basura.
Pasaron los meses. Con ellos el verano, otoño, invierno, primavera…
Don Eulogio Zepeda mudó de carácter. Se volvió un hombre serio, parco, triste. Con los ojos inyectados en sangre. Bullía de furia. Casi un año y medio transcurrido y nadie había ingresado al negocio.
 -¡Tiré a la basura el capital que heredé de mi vieja!
Cansado, vencido y envejecido, por fin decidió cerrar el Almacén y bar. Acto seguido puso en venta la casa.
Los meses volvieron a pasar y con ellos las estaciones y nada. Cada vez bajaba más el precio de la casa y aun así nadie se interesaba en ella. Parecía maldita. Todos sus males habían comenzado el día que la compró y decidió mudarse a la colonia para hacerse rico entre esos rusos ignorantes –como él los llamaba en secreto.
Pero a pesar de que bajara el precio; no logro venderla.
Casi dos años sin hablar más que con unos pocos conocidos que llegaban de paso hacia la estación de tren de Coronel Suárez , Don Eulogio Zepeda lanzó un insulto que estremeció la colonia, montó en su caballo y se fue para siempre.
La casa empezó a envejecer y caerse a pedazos. Ladrillo a ladrillo. Transformándose en polvo. En olvido. Como la historia de Don Eulogio Zepeda que ya nadie recuerda.

Volver a ser feliz

Partir  y no poder regresar.
Dejar la aldea en el ayer.
Guardar en el recuerdo
rostros de seres queridos.

Navegar el mar desolado.
Llegar a puerto sin esperanzas.
Llevar en los baúles
tristeza y orfandad.

Comenzar de nuevo.
Forjar una aldea en la nada.
Levantar una iglesia,
Construir un sueño.

Volver a empezar.
Volver a soñar.
Volver a creer.
Y volver a ser feliz.

Autor: Julio César Melchior

sábado, 22 de junio de 2013

María Streitemberger, 94 años y sigue viviendo en su Pueblo Santa María natal



Buena mujer, muy trabajadora y agradecida a la vida por toda su familia. Tuvo 11 hijos, 3 fallecidos, 25 nietos y más de 50 bisnietos; es más aclara que dejó de contar el número de bisnietos cuando pasaron los 50. Para festejar sus 95 años prefiere reunirse para compartir una cena y baile con orquesta, en familia, celebrando la vida.

El próximo 5 de julio estará cumpliendo 95 años María Streitemberger, quien reside en Pueblo Santa María, donde ella nació, también sus padres y abuelos. 
Es que rememorando hacia atrás, recuerda en su historia familiar que los que llegaron de Rusia fueron sus bisabuelos. 
Fue, como sus hermanos, a la Escuela Parroquial, en los años en que las hermanas de la congregación tenían a cargo la conducción del establecimiento. Allí aprendió a rezar mucho, costumbre que mantiene hasta el día de hoy cuando inicia las mañanas rezando el Santo Rosario completo, al calor de la estufa a leña, en los días de invierno, y permitiendo que el aire de la mañana entre por las ventanas, en los días de calor.
Habla un poco en castellano, hay palabras que no las reconoce porque no las tiene incorporadas, es que sus padres le hablaban en alemán, tal como ella le habla a sus hijos. 
Tuvo 11 hijos, 3 fallecidos, 25 nietos y más de 50 bisnietos; es más aclara que dejó de contar el número de bisnietos cuando pasaron los 50. 
Jugó de niña con sus hermanas, con muñecas de trapo que le hacían su mamá y su abuela y que después ellas aprendieron a hacer también.
Le gustaba –y le gusta- bailar. Iba a los bailes de El Progreso, con su papá que estaba a cargo de controlar la entrada, porque pertenecía a la comisión directiva. Eran los tiempos en que los jóvenes, cerca de sus familias, parados alrededor de la pista esperaban el convite para la danza de los muchachos de la época.
Anduvo 5 años de novio, pero no son tantos, si se toma en cuenta que entonces, las visitas del enamorado se producían solamente los sábados y domingos.
Se casó a los 21 años, y a los 41 años, con la muerte de su marido, quedó viuda para hacerse cargo de sus hijos.
Entonces siguió haciendo lo que ya venía realizando con su marido: levantándose todos los días a las 4 de la mañana para ordeñar las vacas en el tambo de Goñi.
Llevaba a todos los hijos para que ayudaran en la tarea. Con el frío de las heladas que no habían terminado de caer, todos colaboraban para ordeñar las 80 ó 90 vacas, que producían alrededor de 800 litros. 
En cuatro o cinco horas estaba terminado el trabajo, y de regreso a la casa para cocinar, limpiar, lavar la ropa a mano, en la tabla, y si quedaba tiempo, remendar las prendas que necesitaban arreglo o coser alguna bombacha de campo para todos los chicos.

Está próxima a cumplir 95 años, y María ha pedido a la familia lo que desde hace unos años: reunirse todos, para compartir una cena y baile con orquesta, en familia, celebrando la vida.

domingo, 16 de junio de 2013

El día que mamá lloró

Mamá lloró. Las lágrimas rodaron por sus mejillas. Éramos tan pobres y el alimento que nos podía ofrecer tan humilde… que lloró, lloró desconsoladamente. Cubriendo el rostro con las manos. 
Sentada en un rincón de la cocina, no soportó ver cenar a sus hijos café con leche con pan casero untado con grasa. Lo que para nosotros, inocentes niños de seis, ocho, diez, doce y trece años nos parecía un manjar, para ella, sin embargo, no era así. Seguramente hubiese querido servirnos carne, papas… pero no podíamos pagar semejante exquisitez. Lo que papá ganaba en el campo no alcanzaba para darnos ese lujo.
La miramos llorar. ¡Pobre mamá! ¡La vimos tan sola, tan desamparada y sufrida! Su cuerpo temblaba al ritmo del sollozo. Parecía tan frágil. ¡Cuánto la amamos en ese instante! ¡Cuánto hubiésemos dado para calmar su tristeza! Pero aún éramos demasiado niños para comprender el dolor de las personas mayores y las injusticias del mundo que no permiten a las madres alimentar a sus hijos como desean.

Autor: Julio César Melchior

sábado, 15 de junio de 2013

La casa de mamá

La casa de mamá tenía un cielo de estrellas y una luna de ensueño donde uno podía pedir cualquier deseo y éste irremediablemente se volvía realidad. En casa de mamá, cuando éramos niños, “veíamos” a Melchor, Gaspar y Baltasar recorriendo el patio montados en sus camellos luego de dejarnos los regalos de reyes; al conejito de Pascua dejando en los niditos que armábamos con cajas de zapatos y papel recortado, una infinidad increíble de huevitos de chocolate y golosinas; al Pelznickel  entrando en la cocina arrastrando cadenas mientras nos asustaba gritando “¿Dónde están los niños malos?” y al Christkindie llenándonos las manos de sorpresas y bendiciones...
La casa de mamá olía a pan casero, a café con leche, a sabrosas comidas tradicionales, a chucrut, a pepinos en conserva y mil olores más que al recordarlos nos llenan el alma de ternura y el corazón de nostalgia y añoranza. Porque unidos a ellos está la imagen de mamá cocinando, lavando la ropa, cociendo, tejiendo, bordando, enseñándonos a escribir, compartiendo un secreto, ayudándonos a crecer... y está también la imagen de papá, tan serio y tan formal, pero en el fondo tan bueno y tan dulce, trabajando el campo, arando, sembrando, tejiendo sueños para el futuro de sus hijos... y los interminables atardeceres de invierno, en los días de lluvia, sentados alrededor de la mesa comiendo Kreppel, haciendo la tarea escolar, esperando que el tiempo pase y poder volar y poder crecer y poder ser grandes como mamá y papá.
Evocar la casa de mamá es recordar nuestra casa de la niñez, su enorme corredor donde jugábamos durante las siestas de verano, el patio inmenso, donde conquistamos los primeros sueños y concretamos nuestras primeras aventuras imitando los ídolos infantiles... y también es recordar la angustia del momento que dijimos adiós para marchamos y hacer nuestra vida, las lágrimas de mamá y el abrazo fuerte muy fuerte y silencioso de papá al despedimos y desearnos la mejor suerte del mundo... y el inesperado regreso a la casa cuando hubo que decirle adiós para siempre a nuestros queridos padres.
La casa de mamá en la colonia está poblada de recuerdos, llena de afectos inolvidables; pero está vacía, porque ya no están mamá ni papá ni nuestros hermanos. Está dolorosamente vacía.

Autor: Julio César Melchior

viernes, 14 de junio de 2013

Historia de inmigrantes

Un relato estremecedor. El devenir cotidiano de varias generaciones de habitantes de las colonias, comenzando por los primeros inmigrantes que las fundaron. Sus miedos, angustias y decepciones. Su fuerza de voluntad, convicción y deseos de progresar en la vida, que les permitió salir adelante frente a todas las adversidades que el destino les fue colocando en el camino.

-Mi abuelo me contó que nació en Kamenka y que vino a la Argentina cuando tenía quince años. Junto a sus padres y seis hermanos. Llegaron en barco a Buenos Aires. Allí los esperaba un amigo que ya estaba afincado aquí hacía diez años. Él también había venido del Volga con su esposa y sus hijos. Todos tomaron el tren y se vinieron a las colonias. Era el año 1905 –evoca don Federico.
-Cuando llegaron a la colonia mi bisabuela comenzó a llorar desesperadamente. El lugar la decepcionó mucho. Aquí no había más que un montón de casitas pobres en el medio de la inmensidad de la pampa. Nunca se repuso de esa primera impresión y nunca se adaptó ni olvidó su aldea natal, donde quedaron para siempre sus padres y hermanos. Mi abuelo empezó a trabajar en el campo. No tuvo tiempo para pensar ni para poner triste. Hizo de todo. Me contó que aró, sembró, cosechó… Fue albañil… Ayudante de panadero, de carnicero y de cuanto patrón le pagara un sueldo. Con el correr de los años y la solidaridad de los colonos logró juntar cierta fortuna. Tuvo casa propia y un poco de campo. El suficiente para vivir bien. Eran años prósperos en los que con cuarenta hectáreas se podía mantener a una familia y llevar una vida de rico –asevera don Federico agregando enseguida que- Pero había que trabajar duro, muy duro. Mi abuelo trabajaba desde las cuatro de la mañana hasta las altas horas de la noche. Criaba vacas, ovejas, cerdos, gallinas, pavos y lo hacía todo él con la esposa y la ayuda de los hijos.
-Mi abuelo murió en 1955, a los 65 años. Tuvo dieciséis hijos: diez varones y seis mujeres. Ni bien murió mi abuelo, los mayores vendieron el campo y se repartieron la plata. Mi abuela se tuvo que ir a vivir a la casa del hijo más grande, que en aquel entonces tenía nueve hijos. Los demás se dispersaron. Algunos se fueron a buscar trabajo a Punta Alta, Bahía Blanca, Río Negro; otros, como mi padre, marcharon a Buenos Aires. Mi padre nunca se adaptó a la vida en la Capital. Yo fui el único de sus cinco hijos que nació en la colonia.  A mí me gustaba la colonia. Acá tenía a mis amigos. Acá la vida era diferente. Había más libertad. La gente es más honesta, más solidaria. ¡Era otro mundo! –afirma con un dejo de nostalgia en la voz.
-En Buenos Aires mi padre trabajó en una fábrica. Pasó toda su vida metido ahí. Tuvo siete hijos: cuatro varones y tres mujeres. Al principio veníamos todos los años a la colonia, hasta que murieron mis abuelos. Después cada vez menos. Mis padres se hicieron grandes, algunos familiares de acá fallecieron. Y lentamente la unión se fue cortando. Y la distancia y el tiempo hicieron el resto –reconoce don Federico Schwab sin ocultar su mirada que es una mezcla de tristeza y resignación.

-Mi padre murió a los ochenta años y mi madre a los ochenta y cinco. Los sepultamos allá, en Buenos Aires. Mis hermanos que nacieron en la Capital se opusieron para que los traiga y los sepulte en la colonia. Los entiendo, porque para ellos, Buenos Aires es su hogar. Ellos nunca llegar a amar a la colonia como yo, que vengo cada vez que puedo. Claro que cada vez es más difícil. Los años pasan para todos. Casi no me quedan amigos con vida de aquellos años de infancia. La mayoría murieron y otros, al igual que yo, partieron junto a sus padres a otros lugares. A muchos de mis primos ni los conozco. Así que, quizás, esta sea una de las últimas visitas que hago. Además la colonia está tan diferente. Está hermosa, más hermosa que nunca. ¡Ojalá mis padres pudieran verla! Se sentirían muy orgullosos de su pueblo y de su gente. Pero creció tanto que ya no la reconozco. Existen otras cosas, otras caras, otra gente, es otra la colonia. Es igual pero distinta. ¡Todo cambió tanto pero tanto! 

Albino Lang, con la música en el alma



Los bailes familiares con grandes orquestas. El sentir popular de los alemanes del Volga.


Dicen que el que toca nunca baila, y debe ser verdad. Así lo ratifica por lo menos Albino Lang, quien con su pinta de alemán de ojos celestes, alto, recto, debe haber estado muy buen mozo en su traje de música en cada ocasión en las que se presentó con la orquesta de los hermanos Gangone, con Juvencia o con otros conjuntos con los que tocó en salones de toda la zona. 
Es que a pesar de todos los suspiros que debe haber arrancado a las chicas de entonces, no tenía permiso más que para dar apenas una vueltitas por la pista y enseguida tenía que volver al piano o al bandoneón.
Recuerda que la primera vez que tocó tenía 14 años y entonces no dio lugar para mucha conquista, porque sus pantalones cortos (recién se podía usar pantalones largos a partir de los 15 años) denunciaban que era un chico todavía. 
En aquellos años todos los salones tenían piano para las orquestas: Independiente de San José, el Club Germano, Blanco y Negro, el Club de Colina y tantos otros lugares por lo que la orquesta típica de Salvador y Pedro andaba llevando su música.
En esos tiempos, al primer rasguido de la guitarra, cuando el fuelle del bandoneón comenzaba a soltar los primeros aires, la pista se llenaba de gente sin contemplaciones.
Eran épocas en que los jóvenes iban al baile con sus padres y era ahí donde se divisaba a las chicas solteras, allí es donde se ubicaban a unos metros los varones solteros. 
Ojitos va, ojitos viene, hasta que las miradas coincidían, oportunidad en la que el varón hacía una cabeceada invitando a ir a la pista. 
Si la chica movía la cabeza asintiendo, entonces, rápido el varón se dirigía a buscar a la dama a la mesa en la que estaba con sus padres. 
La cosa se complicaba si había dos chicas cerca que habían interpretado como propia la invitación y entonces el hombre debía escoger a alguna de las dos, prometiéndole alguna pieza en la siguiente entrada a la que se quedaba sentada.

Albino Lang tiene en su memoria miles de anécdotas de esta época de oro de las grandes orquestas de Coronel Suárez; y cada vez que puede las trae al presente para permitirnos disfrutar con los momentos más lindos, de otros tiempos ya pasados.

Marcelo Fhur recuerda las carneadas entre familiares y vecinos que se hacían hace muchos años


Era una fiesta que duraba entre dos y tres días.

Es un querido vecino de Coronel Suárez y de los Pueblos Alemanes. Se le conoce su acción institucional a través del Rotary Club Las Colonias y desde hace unos años es uno de los más entusiastas organizadores de la Fiesta del Acordeón, que ya se viene ahora en una nueva edición en el próximo mes de septiembre. 
Cada vez que puede además despunta el vicio de una de sus pasiones: tocar el bandoneón; y tiene consigo una catarata de buenos recuerdos en torno a la vida de antes en los Pueblos Alemanes o de las costumbres que los descendientes de alemanes llevaron hacia los lugares que escogieron para vivir.
Por eso fuimos en su búsqueda para que nos cuente de una práctica que hace unos cuantos años atrás era muy común en todos los hogares: la de la carneada.
Relata que se vivía como una fiesta entre familiares y amigos que se predisponían a ayudar, con el compromiso que después se retribuyera ese apoyo. 
Generalmente el o los cerdos (a veces eran dos ejemplares grandes y una vaca lo que se faenaba para hacer las facturas de cerdo) se criaban en los campos o en las chacras, en la parte de atrás de las viviendas que contaban con enormes terrenos disponibles. 
Recuerda que la mañana comenzaba con la faena, seguía con la tarea de pelar los chanchos (que se hacía pasándolos por agua caliente en su punto justo en enormes bateas) y luego continuaba con el desposte de los animales.
Mientras las mujeres, que se libraban de las tareas más pesadas, pero esto no quiere decir que laboraban menos, ya iban preparando todo lo necesario, como por caso la salmuera en la cual se dejaban por unos 20 días o 1 mes los huesitos de cerdo que luego se hervían y se comían con chucrut.
Marcelo Fhur aclara: los alemanes tenemos la costumbre de conservar los huesitos y también los jamones en salmuera, cubiertos hasta arriba, guardados primero en cajones de madera y luego, cuando hubo el material, en tambores de plástico, que daban mejor resultado. En cambio los criollos lo que hacían era ponerlos en baúles de madera todo cubiertos con sal gruesa.
Era una fiesta que duraba entre dos y tres días en la que participaban familias completas, con muchos momentos de trabajo y también de disfrute: cuando se comían los costillares asados, cuando se probaba la morcilla blanca o negra y cuando se hacía a las brazas el primer chorizo que salía de la máquina para probar si estaba bien de condimentos.
La carneada, una tradición que todavía se practica en algunos hogares de la ciudad y de los Pueblos Alemanes, pero que antes era una práctica común en casi todos los hogares.

jueves, 13 de junio de 2013

El verdadero valor de las cosas

El verdadero valor de las cosas está en lo cotidiano, en los hechos simples de
la vida diaria. En los gestos que se tributan a los hijos, la ternura que se entrega a los padres; en el brillo de una mirada arrullando nuestra tristeza; la sonrisa de un alma compartiendo nuestra alegría; y tantas pero tantas vivencias sencillas que de tan sencillas y cotidianas olvidamos que son lo más importante de la existencia y que serán lo único harán que trascender nuestra vida. Porque cuando ya no estemos en este universo caótico nadie recordará el grosor de nuestra billetera como tampoco recordará las posesiones materiales que pudimos llegar haber poseído alguna vez; pero sí, todos, absolutamente todos a los que amamos, tendrán presente eternamente el amor que habremos sido capaces de entregar sin pedir ni exigir nada a cambio. Ese amor puro, franco, que se da con el corazón, sin palabras ni ostentación, nada más que con una entrega silenciosa y solidaria, con una profunda convicción y sentimientos desinteresados.
Sólo el amor, sólo la familia, nos mantendrán vivos. Y sólo así sabremos que hemos vivido plenamente. Tan plenamente como nuestros ancestros, nuestros abuelos, nuestros padres... que siempre, minuto a minuto, cotidianamente, nos demostraron con el ejemplo lo que significa ser mujeres y hombres de bien. Respetables y honestos.
Sigamos su ejemplo de vida y llegaremos, al igual que ellos lo hicieron, a la felicidad suprema de saber que no hemos vivido en vano.

miércoles, 12 de junio de 2013

Invertir en la familia es asegurar el mejor desarrollo de la sociedad

Enseñar a ser responsables

 Por Luis Fuertes
  

Últimamente, y cada día que pasa con mayor frecuencia, oímos a muchos matrimonios quejarse de que sus hijos no les obedecen y que están en casa como si fuera en un hotel de cinco estrellas. Dicen los padres que es por las influencias externas, por la mala educación de los amigos, por los cambios que ha experimentado la sociedad, por el exceso de información que hay en el ambiente... pero se olvidan de enumerar la causa más importante: la falta de responsabilidad con la que hoy educamos a nuestros hijos. Desde una sociedad basada en el consumismo más feroz, se ha sustituido la familia por una especie de “fábrica de seres egoístas” que sólo piensan en sus derechos.
Y es que, ya desde pequeñitos, estamos acostumbrando a nuestros hijos a que no les falte nada, a que cualquier capricho que tengan lo consigan sin esfuerzo, a que no padezcan el más mínimo sufrimiento, a sobreprotegerles ante cualquier adversidad que se les presente y a que, en definitiva, abominen de todo aquello que tenga que ver con sus responsabilidades. Y son esas responsabilidades las que debemos fomentar en el ámbito familiar, ya que al fin y al cabo, nuestros hijos forman parte de la unidad familiar y deben colaborar en el buen funcionamiento de la misma. Así, debemos enseñarles a cooperar en los trabajos ordinarios que se dan en el funcionamiento diario de cada familia mediante la asignación de encargos adecuados a su edad. Con ello estaremos ayudando a nuestros hijos en el desarrollo de su personalidad, fomentando su sociabilidad, estimulando el aprendizaje del trabajo en equipo, potenciando la importancia del esfuerzo, y, sobre todo, enseñando a nuestros hijos a ser responsables siendo generosos y agradecidos mientras piensan en los demás.

¿Te acuerdas del delantal de la abuela?







Gentilmente enviado por 
Graciela Hernández

             La principal función del delantal de la abuela era proteger el vestido que estaba debajo, pero además servía de agarradera para retirar la sartén más que caliente del fuego.
Era una maravilla secando las lágrimas de los niños, y en ciertas ocasiones, limpiando sus caritas sucias. 
El delantal servía para transportar desde el gallinero los huevos, los pollitos que necesitaban terapia intensiva, y a veces los huevos golpeados que terminaban en la hornalla.
Cuando llegaban visitas, el delantal de la abuela servía de refugio a los niños tímidos, y cuando hacía frío, la abuela se envolvía los brazos en él. 
Aquel viejo delantal, agitado sobre el fuego, oficiaba de fuelle. Y él era el que cargaba con las papas y la leña hasta la cocina. 
Servía también de canasto para llevar las verduras desde la huerta. Después de usarse en la cosecha de las arvejas, le tocaba el turno con los repollos.
Con él se recogían los frutos que caían de los árboles al terminar el verano. 
Cuando alguien llegaba inesperadamente, era sorprendente la rapidez con que el viejo delantal podía sacar el polvo de los muebles. 
Cuando se acercaba la hora de comer, la abuela salía a la puerta y agitaba el delantal, y entonces los hombres que estaban en los campos comprendían de inmediato que el almuerzo estaba listo.
La abuela también lo usaba para colocar en la ventana la torta recién sacada del horno, para que se enfriara.
Actualmente, por el contrario, la nieta coloca la torta en el mismo lugar, pero para que se descongele. 
Pasarán largos años antes de que alguien invente un objeto que pueda reemplazar aquel viejo delantal que tantas funciones cumplía…

domingo, 9 de junio de 2013

La cocina de la casa de mi infancia

Sobre la cocina a leña hervía el agua con los Kleis. Al lado, en una sartén, se doraban las cebollas con trocitos de pan duro. En el horno se asaba la carne. Todo a la vez y en perfecta armonía. Un conjunto de aromas y sabores que mamá sabía amalgamar correctamente y que después degustaba toda la familia sentada alrededor de la enorme mesa de madera, en la cocina, que quedaba chica.
Papá se sentaba en la punta: presidía la mesa siempre. Rezaba una oración agradeciendo a Dios el plato de comida.  Solamente mamá y él tenían permiso para conversar, los hijos debíamos permanecer callados y responder únicamente si se nos consultaba. Y ojo con discutir o pelear durante la comida. Si por descuido u olvido hacíamos eso, papá nos cerraba la boca con la mirada. Ni siquiera mis hermanos mayores tenían autoridad para contradecirlo. Había que bajar la cabeza y obedecer –confiesa.
¡Éramos felices! ¡Qué rica era la comida que preparaba mamá! Los Kleis con la cebolla y los trocitos de pan dorados bañados en mucha crema de leche eran una delicia! ¡Un manjar! La fuente siempre quedaba vacía. Nunca sobraba nada. Mamá se ponía contenta por eso. Cocinar para su marido y sus hijos era su máximo placer.
Después de comer las mujeres ayudaban a mamá a limpiar la mesa y lavar los platos mientras los varones nos íbamos al campo a trabajar con papá.

sábado, 8 de junio de 2013

50 años de la creación del Jardín Parroquial San José

La institución nació para alfabetizar en el idioma español a los hijos de alemanes del Volga. El recuerdo imborrable de las primeras Hermanas, concurrentes y egresados, en un marco pleno de reconocimientos y emociones. Susana Christiani, Olga Grunewald, Carlos Kaiser, Miguel Dietrich, la Inspectora Susana Bergnes y el Intendente Moccero fueron los principales oradores.

El Jardín del Colegio Parroquial San José cumplió el miércoles 50 años de su creación y en consecuencia se llevó a cabo un acto protocolar en el Salón Parroquial de la localidad que estuvo imbuido de emociones y reconocimientos frente a toda la comunidad educativa que se reunió con motivo de este importante acontecimiento.
En diálogo previo con Susana Christiani, la Directora de este nivel en esa institución educativa dijo que este es un año especial, porque serán varios los momentos de festejo de estas Bodas de Oro. 
Ya se produjo un adelanto en el marco de la Kerb de San José, cuando se mostraron las fotos históricas de los primeros momentos de la inauguración del Jardín y los diferentes grupos de egresados, fotos que acercaron los ex alumnos de la institución, quienes ahora son padres y abuelos en algunos casos, que llevan a sus hijos y nietos para la continuidad educativa en la institución que conocen y quieren.
Indicó que el Jardín surgió ante la preocupación de los padres que entendían como necesaria una alfabetización más temprana en el idioma español, para que después sus hijos no tuvieran inconvenientes a la hora de ingresar a la escuela primaria. 
Es que la mayoría provenía de familias donde el idioma alemán era habitual y tenían muy poca práctica en español. Eso se los dio el Jardín de Infantes a través de las actividades diarias de aprendizajes, rodeados de mucho juego y entretenimiento.
En la formación del nivel inicial estuvieron los padres que bregaban por contar con este nivel educativo, las autoridades del momento y también la Hermana Joela, que hizo lo suyo para que pueda inaugurarse el Jardín.
Por supuesto que en el recuerdo de las primeras generaciones de egresados se encuentra la Hermana Rosa, Rosa Felice y Clara Celia, entre otras. 
Hoy la institución cuenta con cuatro salas, instalaciones modernizadas y acordes a los requerimientos actuales, con un cuerpo de docentes y profesores que están a disposición para los aprendizajes de los pequeños.

En la parte final del acto hubo instituciones que se adhirieron con la entrega de presentes recordatorios como es el caso de Rotary Club Las Colonias, Escuela Parroquial Santa María, Cooperativa Eléctrica del Pueblo San José y Consejo Escolar, entre otros organismos representativos de la comunidad.

Bodas de Oro del Jardín de Infantes de la Escuela Parroquial de Pueblo San José

 Elocuentes mensajes de las autoridades, el reencuentro de los egresados, reconocimientos y el recuerdo permanente a las Hermanas Religiosas. Cálido acto protocolar con masiva asistencia de autoridades y público en general, con una comunidad educativa comprometida absolutamente.

El acto protocolar se cumplió en las instalaciones del Salón Parroquial del Pueblo San José, que se encontraba colmado a partir de 50 años de historia y que se inició el lunes pasado con la santa misa en acción de gracias, ahora la ceremonia y a fin de mes, el sábado 29, será la gran cena del reencuentro para una entidad con una rica historia que ha quedado documentada en un libro editado especialmente para este gran acontecimiento.
Estuvieron presentes el Intendente Municipal Ricardo Moccero, altas autoridades educativas, Inspectores y funcionarios del área, autoridades municipales y vecinos en general que se han visto comprometidos para estar junto al querido establecimiento.
Un acto lindo, calido, con el rigor de las palabras alusivas, pero no faltaron los especiales reconocimientos para el primer grupo de alumnos, los primeros egresados, sus docentes, familiares, todos los cuales conformaron un panorama emotivo de gran significación.
Tras el inicio con el ingreso de las Banderas de Ceremonias de la entidad anfitriona, las escuelas hermanas que se asociaron al festejo y la interpretación del Himno Nacional Argentino, se descubrieron las placas alegóricas recordando la imagen siempre protectora de la inolvidable Hermana Joela, otra de los ex alumnos y ex directivos, del actual personal y otra placa simbólica de la Unión Padres de Familia de la Escuela Parroquial del Pueblo San José.
Pronunciaron los mensajes formales la Directora Susana Christiani, la ex Directora de la Escuela Parroquial y siempre recordada por diferentes generaciones Olga Grunewald y finalmente el ex alumno Carlos Kaiser, para posteriormente los alumnos actuales del Jardín ofrecieran un numero sobre la “Ronda Grande”, que provocó la alegría y emoción de todos los presentes que colmaron el Salón Parroquial del Pueblo San José.
Se entregaron presentes recordatorios al primer grupo perteneciente a la promoción que cumple 25 años de egresados, a ex docentes y colaboradores de la entidad, mientras en la parte final del acto hablaron Miguel Dietrich, el Representante Legal del establecimiento, el Intendente Municipal Ricardo Moccero y la Inspectora Susana Bergnes, quienes dejaron en claro la trascendencia que ha tenido en el Pueblo San José la formación desde el servicio de inicial del Jardín donde las Hermanas, con su empuje característico, han sido las verdaderas artífices y hoy, a 50 años de aquel desafío, se ha tenido muy presente la misión evangelizadora y educativa.
No faltó el “Feliz cumpleaños” para el cierre, ante la emoción de los asistentes, todos integrantes de la comunidad educativa, quienes después del lindo acto que se preparó con gran amor y dedicación se preparan para la gran cena del reencuentro del sábado 29 de junio.
A continuación brindamos un detalle del primer grupo de inicial, los egresados en 1987 que cumplen 25 años, como así también docentes y Hermanas Misioneras Siervas del Espíritu Santo. 
Primer grupo de nivel inicial, según datos recopilados por los archivos formarían parte del mismo Beilman Juan Carlos, Beilman Rubén, Globertanz Juan, Kaiser Juan Carlos, Meier Roberto Daniel, Páez Héctor, Roth Carlos Raúl, Roth Luis Daniel, Schmidt Pedro Andrés, Schell Roberto Horacio, Schoh Horacio, Schwab Adalberto, Schwab Cesar, Schwab Hugo, Schwab Raúl, Wagner Juan Carlos, Beilman Carmen, Bineder Laura Inés, Bohn Olga, Fogel Susana, Hoffmann Maria Susana, Fuhr Elsa, Globertanz Ester, Roth Nelida, Sanferreiter Nelida, Saetz Olga, Schwab Maria Graciela, Schwab Maria Inés, Schwindt Susana.
Egresados 1987 - 25 años: Beilman Rodrigo, Franco Nazareno, Frank Gonzalo, Frank Hernán, Fuhr Diego, Gotfriedt José, Hernández Roberto, Krotter Juan, Martel Mariano, Pisoli Mauro, Rogel Andrés, Rolhaiser Lucas, Rolhaiser Mariano, Ruiz Ignacio, Schamberger Mariano, Schifelbain Guillermo, Schwab Mauro, Walter Alfredo, Weinbender Gonzalo, Wesner Lucas, Desch Luciana, Dome Jacqueline, Duckart Mariana, Franke Juliana, Globertanz Betiana, Kette Eugenia, Popp Sofía, Sieben Lorena, Streitenberger Carolina y Zabalegui Soledad.
Docentes y Hermanas Misioneras: Hermanas Joela, Benita, Rosa, Clara Celia, Rosa y Rosa Felice.
Docentes Laicas: Eva Gunther, Olga Grunewald, Maria Susana Hoffmann, Nelly Biagioli, Analía Salotti, Marisa Ferrari, Nora Bertoni, Nora Hornos, Alcira Gunther, Miriam Natale, Adriana Haack y Maria Luisa Marsch.

viernes, 7 de junio de 2013

EXTRAORDINARIAS FOTOGRAFÍAS DE LA CELEBRACIÓN DE CORPUS CHRISTI TRADICIONAL EN PUEBLO SANTA MARÍA

Gentileza de María Luján Streitenberger
Directora Escuela Parroquial Santa María

Desde el equipo directivo de la Escuela Parroquial Santa María, queremos felicitar por este medio a todos los niños que  con su presencia y participación en la Fiesta de Corpus Christi, demostraron  cuánto quieren  a Jesús, nuestro amigo!
Agradecemos de manera especial a las docentes que prepararon como cada año el Kapelle, tradición recuperada hace varios años por nuestra Institución… También agradecemos a las docentes que acompañaron de manera comprometida a los niños en este día tan especial!!Muchas gracias desde ya, a los padres y familiares que, cumpliendo con lo que Cristo nos pide, y siguiendo con una tradición religiosa tan importante para nuestro pueblo, participaron también de la Santa Misa y Procesión, inculcando en nuestros menores el amor a Cristo Jesús, desde el ejemplo, y no sólo con la palabra…

Sigamos creciendo como cristianos en este Año de la Fe!!!!



   


miércoles, 5 de junio de 2013

Soy el octavo de catorce hijos... (Historia de vida)

Nací en la colonia. Soy el octavo de catorce hijos. A los diez años sufrí el desarraigo que me marcó para toda la vida: mis padres dejaron mi pueblo natal para mudarse a La Pampa.  Fue devastador, difícil y duro. Me sentí muy solo e incomprendido. Nadie me escuchaba ni tenía en cuenta mis opiniones ni las de mis hermanas. Mis padres tomaron la decisión y allá fuimos. A la inmensidad de La Pampa, a vivir en una casa en el medio de la nada, a trabajar suelo virgen, algo que con los meses se transformó en un suplicio para todos. Porque mi padre arrendó unas hectáreas de campo imposibles de roturar, donde apenas llovía, y el arado no lograba hundir sus rejas. Y donde uno salía de la casa, nuestro humilde ranchito de adobe, enclavado en la mayor intemperie imaginable, para ver un horizonte vacío y soledad por doquiera.
Así trabajamos el campo, que es una manera de decir. Produciendo poco, casi nada. Contando las chirolas que ganábamos. Comiendo los alimentos más económicos. A veces, la misma comida durante la cena y almuerzo semanas enteras. Y como si la mala tierra no fuera suficiente, llegaban las langostas, que se devoran la quinta de verduras que mi madre, a puro sacrificio, lograba hacer producir, y las heladas, que lo quemaban todo, absolutamente todo. Ni jardín teníamos.
La cruel realidad nos hizo desistir de todo intento de hacer floreciente aquel páramo. El viento soplaba día y noche. La tierra nos envolvía con su polvillo de suciedad. Deambulábamos como alienados esperando un milagro que jamás se produjo.
Cansado, abrumado, derrotado, mi padre tomó la decisión de retornar a la colonia más pobres que cuando nos fuimos. Y cinco años más viejos. Cinco años que parecían veinte por todo lo que habíamos padecido y maldecido. Sin casa donde vivir. Sin hogar donde sentarse junto a una cocina de leña y soñar con mañana mejor.

Nos cobijo abuelo, el padre de mamá. Nos dio donde vivir y qué comer. Papá estaba desahuciado.  Nunca volvió a ser el mismo. La frustración y la derrota lo fue consumiendo, y si bien consiguió trabajo a los pocos meses, murió seis años después, sintiéndose un fracasado.