Rescata

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lunes, 29 de abril de 2013

Proverbios alemanes


Los proverbios son sentencias breves, sacadas de la experiencia y especulación de la población alemana. Muchas son observaciones acuñadas por la experiencia colectiva a lo largo del tiempo, con temas variados. Constituyen el bagaje cultural del pueblo alemán en tiempos en los que la tradición oral pasaba la sabiduría popular de una generación a otra.

Aller Anfang ist schwer.
(Todos los comienzos son difíciles).

Wo ein Wille ist, ist auch ein Weg.
(Cuando hay voluntad también hay un camino).

Besser spät als nie.
(Más vale tarde que nunca).

Morgen, Morgen nur nicht heute sagen alle faulen Leute.
(Mañana, Mañana, y no hoy dice toda la gente perezosa).

Hunde die bellen beissen nicht.
(Perros que ladran no muerden)

Mi madre nos llenaba el alma de alegría


Recuerdo a mi madre, sentada junto a la ventana, con su rodete blanco, su vestido negro, sus dedos sobre el regazo, entrelazadas por el rosario, crucifijo en mano, murmurando interminables oraciones, en las no menos interminables horas de verano. Viejecita y arrugada. Tierna y dulce. La mirada perdida. Los ojos vueltos hacia el alma. La mente en el recuerdo. Viendo pasar los minutos eternos subida a un lento tren rumbo a la estación terminal de la muerte.
Hablaba poco. Lo necesario. Siempre estaba triste. Los ojos llorosos. El alma melancólica. El cuerpo sufrido. Muy anciana. Rezaba y rezaba. Por los hijos, los nietos, los bisnietos… por los que habían nacido, por los que todavía no habían venido al mundo. Por el pasado, por el presente, por el futuro. Pedía por todos. Generaciones enteras fueron  bendecidas por sus oraciones. ¿Será por eso que fuimos tan felices con tan poco? Teníamos lo indispensable para vivir pero nunca nos faltaron la risa ni los momentos felices.
Sus murmullos eran el cantar del tiempo que transcurría. Las horas que pasaban. La voz que adormecía. La canción que apaciguaba los ánimos. La comunicación con alguien superior. Alguien que nos cuidaba porque ella se lo pedía.

Mis abuelos jamás sufrieron de depresión

Autor: Roberto Méndez Paul

Estoy en una etapa de mi vida en que me encuentro sumergido en un profundo bajón anímico. Las causas, según los psicólogos, pueden ser miles. Pero a mí se me ocurrió recordar a mis abuelos y preguntarme… ¿Por qué no se bajoneaban o estresaban nunca? ¿Será un mal de este tiempo preocuparse por todo? ¿Será que estamos prisioneros de una vida consumista y materialista? ¿Será que nos hacemos mala sangre por pavadas como dicen mis tías de ochenta años?

Recuerdo a mis queridos abuelos trabajando todos los días de la semana, incluyendo sábados, domingos (los feriados no existían). Sin quejarse. Sin protestar. Sin blasfemar. Siempre con una sonrisa en los labios disfrutando de la tarea. ¿Será que solamente trabajaban en lo que les agradaba? ¿Será que no veían el trabajo como un sacrifico sino como una bendición? ¿Será que estaban más en contacto con la naturaleza?
A pesar de que trabajaron toda la vida jamás les sobró un centavo para invertir. Vivían en una casa pequeña que nunca pudieron ampliar pese a los sueños que tenían de hacerlo. Sueños que forjaron en la juventud y llevaron consigo hasta la tumba. Murieron en la vieja casa donde vivieron toda su existencia. Y no les importó. En realidad no les interesaban las cosas materiales. No pensaban en cambiar los muebles, arrancar ventanas antiguas para colocar modernas, en comprar una cocina a leña nueva. ¿Para qué? Si funciona de manera perfecta decía el abuelo. Lo que sirve no se tira.
Afrontaron situaciones muy difíciles. Criaron catorce hijos. Dos fallecieron. Sepultaron a sus padres. Algunos de sus hermanos. Sobrinos. Y lo soportaron todo. Jamás se bajonearon. Jamás sufrieron de depresión. Lloraron es cierto. Pero con el correr de los meses les volvía la esperanza y volvían a creer en la vida, en Dios. En ese Dios que para ellos lo era todo.
A mí se me hace que fue ese Dios en el cual creían ciegamente el que los mantuvo fuertes aun en las peores tempestades. Ese Dios en el cual nosotros dejamos de creer, reemplazándolo por cosas materiales: una casa nueva, un automóvil último modelo, una moto, unas vacaciones lo más lejos posible… Se me hace que vaciamos nuestras almas de Dios para llenarlas de cosas materiales. Nos arrancamos la fe en Él del corazón para dejar en su lugar el vacío. Un vacío que no puede consolarnos cuando flaqueamos, sufrimos o estamos tristes.

La viejecita


Autor: Julio César Melchior
El péndulo del reloj de pared,
va y viene, va y viene:
las agujas giran
y los minutos pasan
lentos pero inexorables.

Tic-Tac Tic-tac Tic-tac

El atardecer con su mortaja
de sombras envuelve
a la viejecita que ora
en las horas muertas
de su soledad.

Le reza al recuerdo.
Le llora al olvido.
Le teme a la muerte.
Se apaga en la oscuridad.

Llueve en el atardecer de la colonia rubia...


Autor: Julio César Melchior
Llueve en el atardecer
de la colonia rubia,
en la que dos ojos celestes
lloran mirando el cielo.

Tras el vidrio de la ventana
un corazón se desangra:
lluvia y lágrimas,
tormenta y llanto.

En las manos un rosario,
en los labios una plegaria.
En el alma un nombre
y la voz de un hombre.

sábado, 27 de abril de 2013

Testimonios de nietos que admiran y honran la memoria de sus abuelas


“Mi abuela, era una mujer bonachona, con unos ojos celestes preciosos. Recuerdo el olor a tierra húmeda, el pan recién horneado por la mañana temprano, su voz alegre cantando canciones lejanas. Toda su ropa y la de su familia olían siempre a limpio. Y ese amor inmenso que le profesaba a su marido, mi abuelo, a través de gestos que siempre tenían que ver con el trabajo y el sacrificio”.

Laura Denk

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“Mi abuela era una persona de armas tomar, tenía mucho temperamento, tuvo 7 hijos, y en su casa se respiraba orden como en un regimiento. Todo debía estar en su lugar. Ella sola sacó adelante a sus hijos pequeños cuando mi abuelo murió a los 35 años de tuberculosis”.

Sonia Gottfriedt

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“Mi abuela era una mujer pequeñita pero de gran corazón, que se pasaba el día inmersa en sus recuerdos. Contaba los años que había pasado criando quince hijos, viviendo en el campo, ordeñando vacas, haciendo quinta, ayudando al marido a arar, sembrar, cosechar, en una época en que todo se hacía con caballos. Por eso sus manos estaban llenas de arrugas y eran ásperas. Sin embargo nos regalaba tanta ternura y amor”.

Celeste Bauer

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              “Mi abuela sigue en la casa donde vivió siempre, pese a que murió hace varios años. Todavía sobrevive su voz, que ronda las habitaciones, canturreando una canción en alemán. Cuando la visitó, pues allí viven mis tíos, parece que todavía la veo, lava que te lava la ropa. Cocinando, planchando, cociendo pan en el horno de barro…”.

Juan Strevensky

jueves, 25 de abril de 2013

¡Mi hija, mi pobre hija!


Miró hacia la calle. La oscuridad de la noche apenas le permitió distinguir la bomba de agua que se erguía enhiesta frente al corredor de la casa. Nada parecía moverse. El perro dormía en un rincón, acurrucado sobre el cuero de oveja.
Apartó la vista de la ventana y la mirada tropezó con la imagen de la anciana, que murmuraba una plegaria mientras entre las manos temblorosas sostenía un rosario. Más allá, su hijo menor dormía recostado en dos sillas agrupadas junto a la pared una al lado de la otra.
La cocina estaba iluminada por la luz mortecina de una lámpara a kerosén que pendía del techo. La mesa puesta, los platos servidos con guiso de arroz... Las sillas desparramadas como al descuido, como si una trágica novedad hubiera alborotado a la familia que hasta hace apenas unos momentos cenaba.
Lentamente colocó cada silla en su lugar. Reunió los platos en una pila, vaciando el contenido en la fuente que estaba en el centro de la mesa; juntó los cubierto. Despacio. Como pensando cada gesto. Ni un suspiro, ni una palabra, ni un ruido: sólo el breve rumor de los cubiertos dejaba oír su eco como una agonía en el abismo del silencio nocturno y sepulcral.
La anciana comenzó a sollozar quedamente. Dejó de rezar, se cubrió el rostro y murmuró “mi hija, mi pobre hija”.
El hombre, abatido, se derrumbó sobre una silla. Sus pupilas brillaron. Una lágrima rodó por la mejilla. Suspiró hondo.
El reloj de pared señaló las diez. Cada eco retumbó en la sala como el golpe de un martillazo hundiendo los clavos de la tapa de un féretro.
Se levantó de la silla. Caminó hacia el cuarto; abrió la puerta y... no pudo contener el llanto que emergió de su alma como un torrente.
Sobre la cama matrimonial, su mujer, con la mirada desorbitada, presa de una histeria próxima a la locura, los pechos desnudos, intentaba porfiadamente, darle de mamar a un niño envuelto en sangre, que hacía casi una hora había nacido muerto.

Planchas que usaban las abuelas alemanas del Volga

Plancha a carbón: para planchar se debía colocar 
carbón encendido en el interior del artefacto.
 Las amas de casa debían agitarlas para mantener las brasas encendidas.

Las abuelas alemanas del Volga usaban distintos tipos de planchas que en la actualidad se han transformado en emblemas típicos de su historia cotidiana en el hogar: la plancha de hierro, a carbón, a nafta... Variados modelos de diferentes periodos históricos; pero la misma esencia: utensilios de trabajo con que las abuelas planchaban la ropa de toda la familia, poniendo en ello toda su ternura y afecto. Por eso, cada modelo antiguo de plancha representa mucho más que un objeto de museo.

Plancha de hierro: Las primeras planchas estaban realizadas en hierro y se calentaban  sobre la cocina a leña. Esta tarea debía repetirse una infinidad de veces, sobre todo si la ropa a planchar era mucha.
Este tipo de plancha también fue muy popular en tiempos idos.

viernes, 19 de abril de 2013

Recuerdos de escuela primaria


Para los que están, para los que se fueron, para los que regresaron, para los que se fueron y ya no pudieron regresar; para los que murieron antes de concretar sus sueños, para los que lo logaron, para los que lo intentaron y no pudieron; para los que son felices, para lo que lo fueron y ya no lo son, para los que esperan serlo; para los niños, los jóvenes, los adultos, los ancianos; para los que llevan grabados en el alma (y los recuerdan con cariño) sus años de estudio en las escuelas de las colonias, para los que los olvidaron y los desean recordar. Para todos ellos está página.
Las puertas están abiertas de par en par, sólo es cuestión de animarse e ingresar y leer. Las manos están tendidas y el corazón abierto.  Sean bienvenidos para recordar a las Hermanas religiosas, docentes, ex docentes, alumnos, ex alumnos, colaboradores, padres, amigos…

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Ángeles de guardapolvo blanco

Uno crece. Los años transcurren. La vida nos golpea, nos enseña. Se da cuenta que todo pasa por algo. Va acumulando experiencias. Tal vez forma pareja, tiene hijos… Logra concretar sueños, objetivos… A veces se siente triste; otras plenamente feliz. Y sin embargo, nunca olvida lo que vivió en su niñez y en sus años de escuela primaria. Más aún, con el paso del tiempo, estos recuerdos parecen reforzar su legado: por las enseñanzas que nos dejaron esos años, por las maestras que nos enseñaron no solamente a sumar y restar y dividir y escribir, sino también porque nos enseñaron lo que está bien y lo que está mal. Esas maestras que educaron con el ejemplo. Y forjaron nuestro espíritu. Nos hicieron comprender que ser mujeres y hombres de bien era lo que debía ser. Y se hicieron nuestras amigas, nuestras compinches… porque nos comprendían, nos entendían… porque sabían cómo pensábamos, cómo sentíamos… porque sabían de nuestra idiosincrasia particular de ser de las colonias alemanas… porque eran madres antes que nada… y porque eran ángeles de guardapolvo blanco.

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Los libros de lectura

No sé por qué uno olvida los títulos de ciertos libros de lectura que usa en la escuela y por qué a otros los recuerda con tanto afecto y ternura. Pero esta mañana me dio cierta añoranza al rememorar mis libros de lectura. Esos libros que antaño pasaban de hermano en hermano y luego continuaban acompañando a los primos, amigos, etc. Eran libros eternos. Los cuidábamos porque tenían que perdurar varios años.
El que más recuerdo, diría que puedo repetir de memoria todas las páginas, incluyendo las imágenes, es “Flores y espigas”, el libro que utilicé en cuarto grado. No tenía una sola fotografía, como los libros de ahora, pero tenía unos dibujos que transmitían, al menos a mí, cierta dosis de melancolía, con sus trazos y sus colores apagados, entre mezcla de nostalgia de un mundo perdido y un mañana todavía lejano.
Lo llevé durante muchos años conmigo hasta que en una de las tantas mudanzas se perdió en el ayer de mi niñez.
¡Cuánto daría por volver a ojear uno y ver surgir ante mis ojos los recuerdos de un tiempo que ya no regresará como no regresarán los sueños que soñaba mientras lo leía sentado en mi pupitre del aula de cuarto grado!

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Mi primer amor

Risas y llantos. Alegrías y tristezas. Arrullos del alma que acunan el recuerdo de mis años de estudiante. Un pupitre de tercer grado y dos iniciales grabadas: el primer amor. El primer suspiro, la primera lágrima y una espera interminable de algo que todavía no sabemos qué es.
Los años pasaron. Transcurrió la vida. Soñamos. Trabajamos. Concretamos proyectos. Vivimos. Y hoy recordamos. No importan las distancias en tiempo, no importan los otros amores que llegaron después, quizás más importante y trascendentes, las dos iniciales en el pupitre seguramente perduran en algún lugar como en mi memoria, de manera perenne y sagrado.
Y ella, hoy mujer, nunca sabrá que un día la amé como sólo puede amar un niño de 8 años.

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Las docentes

En cada ex alumno sobrevive la imagen de una docente que nos guía en la vida y un cúmulo de remembranzas que nos dejó nuestro paso por la escuela. La docente nos ilumina el alma, y en momentos difíciles, todavía nos aconseja, con aquellos ejemplos y consejos que nos dio cuando éramos sus alumnos. Y las remembranzas brillan en nuestra memoria como un tesoro que nunca dejaremos en el olvido, porque forman parte de lo más importante que vivimos en nuestra humilde niñez de niños de la colonia. Porque la escuela fue nuestro hogar, nos instruyó pero también nos educó y nos formó como seres humanos. Nunca olvidemos esto. Y nunca olvidemos todo lo que le debemos a las docentes que tuvimos durante nuestro paso por la Escuela Parroquial.

Intensa e importante actividad cultural está desarrollando el escritor Julio César Melchior en Buenos Aires


Publicado en
La Nueva Radio Suárez


Desde hace varios días el escritor Julio César Melchior está llevando a cabo una prolífica actividad cultural en la Capital Federal. La misma está compuesta por presentaciones literarias, firma de libros de su autoría e invitaciones a participar de eventos de suma trascendencia, como la visita a museos y lugares que son íconos en la cultura nacional y germana.



El escritor se encuentra en la Capital Federal desde hace más de una semana, participando de invitaciones que le permiten interactuar con destacadas figuras de la cultura nacional y acceder a un prestigioso ámbito que lo coloca como referente no solamente en cuanto a historiador de los alemanes del Volga sino también como referente literario de la provincia de Buenos Aires. Porque participó, especialmente invitado, a la presentación de sus obras y firma de ejemplares, en diferentes puntos estratégicos de Buenos Aires: dialogó con lectores y firmó autógrafos, también fue invitado por los organizadores a visitar museos y espacios culturales públicos. Una intensa actividad cultural que continúa, porque el escritor todavía se encuentra en la ciudad de Buenos Aires, con una extensa agenda cultural por delante, en la que se destaca el encuentro con escritores, invitación a eventos artísticos, presentación y entrega de sus obras a figuras de relieve nacional. Por lo que su estadía se prolongará por una semana más.






lunes, 15 de abril de 2013

Las recetas tradicionales de la abuela

Tapa del libro 
“La gastronomía de los alemanes del Volga”, 
del escritor Julio César Melchior, 
publicado en su novena edición, 
que rescata más 150 recetas tradicionales. 

Arde el fuego en la cocina a leña. La sopa exhala su vaho de vapor. El ambiente huele a caldo. Abuela cocina. Su casa es un hogar donde se comen las comidas más ricas. Ella sabe recetas que heredó de su madre y ésta, a su vez, de la suya, generación tras generación, durante centurias. Las llevaron de Alemania al Volga y del Volga las trajeron a la Argentina. ¿Dónde? En la memoria. Jamás estuvieron escritas en papel alguno. Simplemente las legaban.  Las transmitían demostrando cómo se hacían. Así sobrevivieron. Y así continuarán sobreviviendo, sostiene abuela.
¡Y tiene razón!


(Ahora esas recetas milenarias están plasmadas en una obra del escritor e investigador Julio César Melchior, para perpetuar el legado de las abuelas alemanas del Volga)




Periódico Cultural Hilando Recuerdos
Director: Julio César Melchior
Producción publicitaria: María Claudia Melchior

“Hay que conservar lo que aún tenemos y rescatar lo que ya perdimos”


Bajaron del barco. Viajaron en tren. Llegaron a Sauce Corto. Levantaron sus casas de adobe. Sencillas y humildes. Ladrillo sobre ladrillo. Esfuerzo sobre esfuerzo. Araron la tierra. La sembraron. Cosecharon. Y la volvieron a arar, sembrar y cosechar. Hicieron todo eso y mucho más. Lo hicieron sin conocer una sola palabra de español.  Hablaban, cantaban y rezaban en alemán. Y la nueva patria y Dios los entendieron y comprendieron. La Argentina los cobijó dándoles la oportunidad de un destino de prosperidad y Dios los protegió llenándoles las almas de gracia y las manos de abundancia.
Con el transcurso de los meses nacieron los hijos. Con los hijos surgió un hogar. Con el hogar una comunidad. Con la comunidad una colonia. Y con la colonia una iglesia, una escuela, almacenes de ramos generales…
Y llegaron más familias. Y la colonia creció. Se levantaron casas de ladrillo, grandes, hermosas, con jardines. Se embriagaron de lujo. Nació el deseo de tener dinero. De poseer cosas materiales. Floreció el ansia de poder. Se formaron clases sociales. Ricos muy ricos y pobres muy pobres. Unos pocos pudieron estudiar. Muchos tuvieron que comenzar a trabajar desde niños. Se acrecentó la desigualdad. Se perdieron tradiciones, costumbres…  Se olvidó el origen. Empezó a desaparecer el idioma. La identidad tambaleó.
Hasta que un día unos pocos comprendieron lo que estaba sucediendo: las raíces culturales morían. Había que hacer algo. Y esos pocos hicieron.  Y todavía están haciendo. “Hay que conservar lo que aún tenemos y rescatar lo que ya perdimos”, decidieron. Eran pocos, es cierto. Pero su trabajo está dando frutos. La identidad se está recuperando. Están volviendo a ser lo que nunca debieron dejar de ser: alemanes del Volga. Descendientes de inmigrantes de alemanes de una aldea del Volga, con sus costumbres, tradiciones, cultura e historia. En suma: ¡con su identidad! ¡Nuestra identidad!


Periódico Cultural Hilando Recuerdos
Director: Julio César Melchior
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El almacén y bar de don Eulogio Zepeda


Don Eulogio Zepeda llegó a la colonia junto con el siglo veinte. Compró una casa. Tiro paredes internas, unió habitaciones para formar un salón con salida directa a la calle. Lo llenó de estanterías de madera construidas rudimentariamente con su escaso conocimiento de carpintería. Estampó un almanaque en la pared  y un cartel al frente: Almacén y bar.
La comunidad lo miró hacer con recelo. Don Eulogio Zepeda era morocho, con bigotes a lo macho; rastra con monedas de plata en la cintura y facón en la espalda. De pocas palabras y mirada y gestos severos. Corpulento. Fuerte. Capaz de volver un toro sin más ayuda que su sus manos y su fuerza.
Cuando hubo terminado, se sentó a la puerta del negocio a esperar clientes.
El tiempo comenzó a transcurrir. Lento pero inexorable. Los días pasaban, y el morocho aguardaba inmutable. Pero nadie lo miraba siquiera. Nadie lo saludaba. Nadie le dirigía la palabra. Fuera porque no sabían hablar castellano o porque les provocaba recelo, la cuestión es que lo aislaron en la soledad de una espera inútil.
Porfiado, redobló la apuesta. Bajó lo precios. Ofreció bebidas gratis. Organizó torneos de truco, taba, chichón, bochas… Pero nada. El Almacén y bar continuó vacío de cliente, llenándose de polvo. Los bichos se hacían un festín con los fideos y los ratones con la yerba. El capital invertido se le escurría delante de los ojos.
-¡Y todo por estos rusos porfiados! –reflexionó un día en que tuvo que tirar varios paquetes de mercadería a la basura.
Pasaron los meses. Con ellos el verano, otoño, invierno, primavera…
Don Eulogio Zepeda mudó de carácter. Se volvió un hombre serio, parco, triste. Con los ojos inyectados en sangre. Bullía de furia. Casi un año y medio transcurrido y nadie había ingresado al negocio.
 -¡Tiré a la basura el capital que heredé de mi vieja!
Cansado, vencido y envejecido, por fin decidió cerrar el Almacén y bar. Acto seguido puso en venta la casa.
Los meses volvieron a pasar y con ellos las estaciones y nada. Cada vez bajaba más el precio de la casa y aun así nadie se interesaba en ella. Parecía maldita. Todos sus males habían comenzado el día que la compró y decidió mudarse a la colonia para hacerse rico entre esos rusos ignorantes –como él los llamaba en secreto.
Pero a pesar de que bajara el precio; no logro venderla.
Casi dos años sin hablar más que con unos pocos conocidos que llegaban de paso hacia la estación de tren de Coronel Suárez , Don Eulogio Zepeda lanzó un insulto que estremeció la colonia, montó en su caballo y se fue para siempre.
La casa empezó a envejecer y caerse a pedazos. Ladrillo a ladrillo. Transformándose en polvo. En olvido. Como la historia de Don Eulogio Zepeda que ya nadie recuerda.

Nuevo día para los inmigrantes


Amanece. El sol asoma en el horizonte, coloreando el paisaje engalanado de rocío. Los pájaros trinan alborozados. Los animales domésticos dejan el refugio donde pasaron la noche, cerca de la vivienda donde reside Joseph. El gallo anuncia el nuevo día. Los perros se desperezan. Las vacas dan leche. La granja resurge del silencio nocturno al ritmo del comienzo de la labor cotidiana. La mujer de la casa y los hijos ordeñan. Joseph se dirige a unos de los  potreros cercanos a la casa guiando el caballo que arrastra el arado mancera. Se escuchan las voces de la familia en plena actividad.
Amanece. El sol comienza a subir a lo lejos, imponente, en el horizonte. El día es transparente. Diáfano. Claro como los ojos de Joseph, donde sólo brillan sueños y una esperanza indómita. Sopla una brisa leve, como el suspiro de un ángel que se despierta tras una noche larga. Algunas gaviotas surcan el firmamento esperando que el arado abra surcos y surjan de la tierra húmeda los deliciosos manjares que la naturaleza les provee.
Amanece. Un día más como tantos en medio de la pampa húmeda de un partido llamado Sauce Corto. Un día más lejos de la aldea natal, donde permanecen vivos los recuerdos de seres queridos, habitando a la orilla del río Volga. Un día más de trabajo. Como tantos. Como los que ya transcurrieron y como los que vendrán. Iguales pero diferentes. Siempre más ajenos a la aldea del Volga y más cercanos a la colonia de la Argentina. Tan cercanos que los hijos de Joseph ya balbucean algunas palabras en español.
Amanece. Como amanecerá mañana, cuando Joseph se haya ido y sus nietos rememoren su hazaña. Le rindan tributo a su imagen de abuelo inmigrante que llegó al país a hacerse la América, solo, sin más riqueza que un baúl y más tesoro que su fe y su lengua.

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viernes, 12 de abril de 2013

Historia del sacristán que le tuvo miedo al qué dirán



“Todo proyecto de vida de dos personas que se aman transcurre en un tiempo y lugar determinados. Un tiempo y lugar en los que coinciden los protagonistas para desarrollar su historia; a veces, fragmentada y otras, completa, fusionada a lo largo de toda la existencia terrenal. Pero sin un tiempo y un lugar no hay historia. Como tampoco la hay si los protagonistas no se apropian de la oportunidad que les está predestinada. Oportunidad que siempre es una sola: esa circunstancia frágil en la que ambas existencias se encuentran y deben decidir si unen o no sus destinos”,  reflexionaaba el sacristán camino de la iglesia.
Vestido de pulcro traje negro, lucía semblante severo y una mirada fija en el vacío, en la abstracción más absoluta y reconcentrada.
Abrió la puerta de dos hojas de la iglesia de par en par. Era domingo, hora de llamar a misa. Agitó con fuerza el badajo de la campana que, desde la torre, emitió el primer llamado a los feligreses.
Ingresó a la sacristía.
“El tiempo y el lugar”, continuó rumiando. “El que vivo en estos momentos...”. Dudó. Detuvo su andar, perplejo. “¿Mi lugar  -prosiguió pensando en alta voz- es este? Mi lugar en la sociedad y en la vida... ¿es este? –Se interrogó observando en detalle el interior de la sacristía-. ¿La sociedad y la vida son la misma cosa? ¿Importa lo que los demás piensan de mi? –se preguntó recordando frases tales como “¿qué es lo que va a decir la gente de vos si hacés eso?,” que blandían como un cuchillo afilado su madre, padre y hasta el mismo sacerdote para hacerlo cambiar de actitud cuando sus decisiones personales no coincidían con la “ética” social y cristiana que todos en el pueblo profesaban.
El hilo conductor que lo guiaba en el filosofar comenzaba a enmarañarse. Las palabras se trastocaban en imágenes. Comprendió que el inconsciente liberaba todo su potencial destructivo, todo lo que la razón tenía reprimido en esa cloaca mental. El rostro de una mujer prohibida, una silueta esbelta, un busto... y voces de personajes “aristocráticos” de la comunidad recordándole lo que murmuraban a espaldas de la mujer.
“Mi tiempo es también este. Por supuesto. El hoy en el que vivo, en el que existo, en el que soy. En el ahora en que amo”, concluyó no sin angustia. “Amo”, repitió en un murmullo tembloroso. Tenía miedo. Miedo a... ¿qué? ¿Al castigo por amar a una mujer condenada por la sociedad y la iglesia? ¿Miedo al castigo divino? ¿Miedo al castigo social? “¿Y cuáles eran estos castigos?”, se preguntó sabiendo que iba demasiado lejos en el análisis. El castigo divino lo desconocía.  El social era harto elocuente: la discriminación, la segregación, el dejar de pertenecer a un núcleo privilegiado de personas que ostentaban el orgullo de ser la crema y nata de la localidad. “¡Pero yo la amo!”, gimió mirando el rostro de Jesús crucificado que colgaba de una cruz de oro en la pared. “¡La amo!”, clamó otra vez mirando los ojos sufrientes del cristo muerto y sepultado por los pecados del mundo.
La amaba pero tenía miedo. Pánico. Terror. ¿A quién? ¿A Dios? ¿A la sociedad? ¿A lo que pudieran llegar a decir las personas honorables de la localidad si se casaba con una madre soltera y, según opinión de las “señoras decentes” del pueblo, frecuentada por varios hombres? ¿A quién? No tenía la respuesta. No deseaba encontrarla. “¿Para qué arriesgarlo todo?”, preguntó un amigo horas después cuando le contó sobre las cavilaciones que lo atormentaban. “Esperá y dejá transcurrir el tiempo”, le aconsejó. Profetizando que “el tiempo cura las heridas y traerá otro amor”.
Se dejó convencer. Los meses pasaron. La mujer se marchó del pueblo. El sacristán esperó que el tiempo curara la herida y trajera otro amor. La herida no sólo no cicatrizó sino que tampoco llegó otro amor para reemplazar al que se había ido.
Falleció soltero, a los 82 años. Murió solo, en un hogar de ancianos. La iglesia a la que sirvió durante casi cuarenta años y la sociedad a la que tanto temió, modificaron los preceptos y las reglas. Lo que antes fue pecado ahora no lo era.  Pero era tarde para reproches. Además... ¿A quién iba a reprocharle nada? Porque ninguna persona estuvo a su lado cuando murió como tampoco ningún ser humano estuvo a su lado cuando lo sepultaron. Ni el amigo que lo aconsejó, ni ningún representante de la iglesia y de la sociedad que manipularon su vida, condenando su destino a la soledad y el olvido.

martes, 9 de abril de 2013

No ocultes tu verdad….


Por Julia Prilutzky Farny

No ocultes tu verdad porque haga daño,
ni evites el dolor que está en tu vida.
Entrega lo que tengas –canto, herida-
pero entrega: no pases como extraño.

Y no mientas jamás, que todo engaño
deja su marca, tenue o definida,
y hay luego en todo estar, algo de huida
y en toda intimidad, algo de huraña.

El día que murió mamá


Nos dejó solos. Nos dejó una casa llena de silencios y un enorme vacío en nuestras vidas. Se marchó en otoño, en un atardecer gris y frío.  Sin quejarse ni lamentarse. Cómo lo hizo todo en su existencia: acatando la voluntad de Dios. Cerró sus ojos y se durmió pacíficamente. Junto a ella, sus hijos, mirábamos sin comprender. “Mamá no podía morir. Mamá era eterna”. Pero mamá murió. La luz de su mirada se apagó lenta e inexorablemente. El cuerpo fue quedando tieso, las manos sin caricias, sin ternura y sin afecto.
La habitación se llenó de llanto. Las mujeres emitieron gritos desgarradores. Se abalanzaron sobre el cuerpo sin vida, lo agitaron: “Mamá, mamá, no nos dejes”. Pero mamá ya no estaba; mamá ya no podía escucharnos. Mamá se había ido. Nos dejó solos. Absoluta y desoladamente solos. Sin su voz, sin su presencia colmando nuestras existencias de amor. Sin el consuelo de saberla esperándonos aun cuando  viviéramos lejos, muy lejos... Ella siempre parecía esperarnos. Siempre podíamos volver y encontrarla en la casa de nuestra niñez y abrazarnos a sus brazos y encontrar el consuelo que sólo ella era capaz de brindarnos.
Alguien llamó a la casa funeraria. Llegaron varios hombres con un féretro. Lo introdujeron en la habitación, junto a la cama donde yacía el cuerpo de mamá. Frente a la puerta cerrada, escuchamos el crujir de la madera, los ecos de la tapa que uno de los hombres seguramente apoyaba contra la pared... y nos pareció imposible imaginar que estuvieran colocando a mamá dentro de un ataúd.

lunes, 8 de abril de 2013

Se agotó el libro “Historia de los alemanes del Volga”, del escritor Julio César Melchior

Publicado en La Nueva Radio Suárez

Presentado en agosto, el libro se agotó en apenas siete meses. Alcanzó una repercusión que trascendió las fronteras regionales para llegar a las universidades

Otro hecho relevante para destacar es que lo adquirieron personas e investigadores de varios puntos del país, entre ellos, Capital Federal, Mendoza, Chaco, Entre Ríos, La Pampa, Córdoba… Y residentes de otros países que lo utilizan como material de estudio.
La obra rescata y revaloriza la odisea inmigratoria que vivieron los alemanes del Volga y define el concepto de identidad que posee esta etnia. Su pasado genealógico social y cultural basado en una amalgama de raíces con reminiscencias de la Alemania del siglo XVIII, el Imperio ruso del siglo XIX, y la Argentina del siglo XX. Algo que muy pocos  historiadores tienen presente al escribir una obra sobre este pueblo.
Julio César Melchior, con muy buen criterio, coloca, en este libro, la historia de los alemanes del Volga dentro del contexto histórico mundial. La rodea del escenario en que sucedieron los hechos que le imprimieron originalidad.
Y, por sobre todas las cosas, indaga en profundidad en todos los aspectos de su identidad para –además de una cronología de acontecimientos históricos- dar una cabal interpretación de la idiosincrasia de este grupo inmigratorio. De ahí la trascendencia nacional que alcanzó este libro.





sábado, 6 de abril de 2013

¡Pobre mi abuelo querido!


Bajo la tierra,
en la tumba solitaria
del cementerio de la colonia,
un hombre descansa.

Duerme
en los largos días,
en las largas noches,
un sueño eterno.

Y es en la tarde
en que más lo recuerdo,
a mi abuelo
sentado en su mecedora.

Contando historias del Volga:
de rusos y cosacos,
de aldeas y colonias,
de estepas y nieve.

Cantando siempre cantando
tristes endechas
del terruño lejano,
allende el mar.

El sueño de los inmigrantes


Es de noche. Las estrellas semejan gotas de rocío fecundadas por el brillo de la luna.
Cantan las chicharras. Duermen los pájaros entre los árboles. Descansa la noche sobre las viviendas del pueblo.
Es una localidad pequeña en la vasta pampa. Una promesa de amor eterno en la tierra virgen. Una esperanza de civilización y progreso.
Es el sueño de unos inmigrantes que llegaron con sus baúles gigantes desde más allá del océano. De unas pocas familias que hablan distinto y se comportan raro. Que cantan y bailan al compás del acordeón. Que asisten a la iglesia todos los días. Que no hacen otra cosa que rezar y trabajar. Que transformaron la llanura en un mar de trigales. Y poblaron el silencio del desierto argentino de hijos.

viernes, 5 de abril de 2013

Entrevista a Julio César Melchior realizada por La Nueva Radio Suárez


Este escritor de Pueblo Santa María acaba de regresar de Buenos Aires donde vivió movilizadoras experiencias.
Todo se inició cuando una librería especializada le solicitó algunos ejemplares de su libro “Historia de los alemanes del Volga” para distribuir entre algunas universidades que tienen entre sus carreras la Licenciatura en Historia y otros títulos relacionados con esta ciencia.
Allí se justificó el viaje de Julio César Melchior a la Capital para brindar una conferencia ante una veintena de estudiantes. 
Lo que iba a ser una charla de media hora se transformó en un ida y vuelta con preguntas del auditorio que duró algo más de dos horas y a la que los organizadores tuvieron que ponerle un límite, quedando la posibilidad de un nuevo encuentro para fecha próxima.
El estilo literario de Julio César, que está teñido de historia, de la que surge a partir de los relatos orales, con las entrevistas que va realizando el escritor y que luego se transforman en un texto literario que cuenta la vida, los sentimientos, los pesares y las alegrías de las familias alemanas, transmitidas de padres a hijos y a nietos, está en los últimos años revalorizada por los académicos de la historia, porque implica una genuina preservación del pasado más reciente; también de conocer la micro historia o las historias locales que son tan válidas, como las grandes gestas históricas y que nada más y nada menos son los hechos cotidianos de los que abrevan los pueblos en el devenir de su conformación.
Para Julio César Melchior la experiencia vivida ha sido extraordinaria y no puede ocultar la emoción de lo que ha representado para sí mismo y también para su propia familia, padres y hermana, que siempre lo alentaron a continuar y a crecer en lo suyo.
Informó que existe también la posibilidad que universidades que se dedican entre otras carreras a la formación de Psicólogos, que lo requieran por su libro “La vida privada de la mujer alemana del Volga”, el que está con su edición agotada, pero para el que no descarta una nueva reimpresión.

miércoles, 3 de abril de 2013

Turistas recorrieron los pueblos alemanes


Fuente: Diario Nuevo Día


Visitaron Santa Trinidad, San José y Santa María en una jornada inolvidable con juegos, títeres, riquísima comida alemana e historias de los primeros colonos que quedarán en el recuerdo de todos los que integraron el contingente. En tanto el lunes, pasearon por Villa Arcadia en una jornada lluviosa que no les imposibilitó disfrutar de las bellezas de los paisajes serranos.

 
Un contingente de 45 niños y adolescentes visitaron la ciudad con motivo de la Semana Santa y disfrutaron de un atractivo paseo por los Pueblos Alemanes, organizado por la dirección de Turismo.
En este sentido, el último jueves 28 de marzo recorrieron Santa Trinidad, maravillándose con las viviendas de origen alemán y con su historia; en Pueblo San José, el delegado municipal, Daniel Schwindt los invitó a visitar la plaza Sergio Denis, donde disfrutaron de la lindísima calesita y del espacio verde con juegos.
Al mediodía llegaron a Santa María, donde fueron agasajados en el club Social y Deportivo El Progreso con el almuerzo, para luego continuar con actividades recreativas organizadas en forma conjunta por la Dirección de Turismo y el club, disputando partidos de fútbol 5, torneos de metegol y ping pong; divirtiendo al contingente que se entusiasmó con la propuesta, como así también los más chicos que disfrutaron de un inflable y del pochoclero.
Del contingente participaban cuatro jóvenes alemanes, becados por el Gobierno Alemán, que realizan una pasantía en trabajo social en la ciudad de Buenos Aires, y se interesaron en tomar contacto con los escritores Julio César Melchior y Héctor Maier Schwerdt, quienes le hicieron un interesante relato histórico de los 126 años de la llegada de los primeros colonos Alemanes del Volga a esta región, asentándose con su cultura y forjando en estas tierras un futuro próspero para sus familias, conservando sus raíces como tesoro vivo de la historia de los pueblos alemanes.
Como forma de seguir sumando atractivo al recorrido turístico, la subcomisión de amigos de la biblioteca Juan Carlos Graff realizó una majestuosa obra de títeres, interactuando con el público en una jornada plena de risas y aplausos, cerrando la tarde con una gustosa merienda con tortas alemanas.
Es importante destacar que todos quienes participaron de este atractivo circuito turístico, haciendo que los 45 niños y jóvenes vivieran una jornada inolvidable, lo hicieron “ad honorem”, entendiendo que el trabajo en conjunto, el compromiso social, y la lucha por la “igualdad de oportunidades” es lo que hace grande a un pueblo.