Rescata

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martes, 28 de diciembre de 2021

Extraño el pueblo de mi infancia

Extraño el pueblo de mi infancia, la gente sencilla, los amigos de las interminables horas jugando en los inmensos patios de nuestros padres, esos patios en los que abundaban la huerta y frutales, las gallinas y los chiqueros, y una alegría inmensa por compartir momentos que nunca vamos a olvidar, mientras mamá colgaba la ropa en el largo tendal de alambre, papá trabajaba la huerta, abuelo reparaba alguna cosa, a veces haciendo de carpintero, otras, de herrero y todos juntos, unidos, viviendo la vida, compartiéndola, como nunca más volvimos a compartirla.
Extraño la infancia de mi pueblo, en que la gente se hablaba en alemán, compraban pan, carne y todas las cosas de almacén en la vereda, en los carros que pasaban cada uno a su debido tiempo y hora y cada vendedor gritando su pregón, a la mañana temprano se oía: lecheeerooo, después panadeeerooo y así sucesivamente hasta llegar al mediodía, mientras se compraba se compartían las novedades del día, las vecinas se quedaban en grupo conversando, mientras los árboles eran un arrullo de pájaros y un alboroto de felicidad se esparcía por ese universo que hoy ya no existe.
Extraño el pueblo de mi infancia, ese pueblo de calles de tierra, que había que regar a la tardecita con grandes baldes de agua igual que el patio, para sentir un poco de fresco al sentarnos a la vereda al anochecer, a conversar y a comer girasoles, mientras nosotros, los niños, jugábamos en grupos, que casi siempre eran gigantes, porque cada vecino en promedio tenía más de diez hijos.
Extraño el pueblo de mi infancia, ese pueblo en el que todos se conocían, ese pueblo en el que todos se hablaban con todos, ese pueblo en que a nadie le faltaba nada, porque la gente era solidaria, se preocupaba por el vecino, estaba atento por el prójimo, compartía la crianza de los niños y hacía del compromiso social un mérito.
Extraño el pueblo de mi infancia, extraño a mis padres, a mis abuelos, a toda esa gente trabajadora y honesta, noble y justa, seria, pero a la vez muy alegre, que educaba con el ejemplo, que nos formó y nos educó como mujeres y hombres de bien, esa gente que no debemos olvidar, esa gente a la que le tenemos que rendir homenaje diariamente, conservando nuestra identidad, manteniendo vigente su legado de vida, siendo lo que ellos esperaban que nosotros fuéramos. Hombres y mujeres de bien.
Todo lo que extraño de mi pueblo sobrevive en mi libro “La infancia de los alemanes del Volga” y otros detalles de aquel pueblo que extraño muchísimo sobreviven en mis libros “La gastronomía de los alemanes del Volga” y “La vida privada de la mujer alemana del Volga”.

jueves, 23 de diciembre de 2021

La Navidad de nuestra niñez en las colonias

Fotografía de www.chipatremendo.blogspot.com
Para Nochebuena toda la familia sentada en la mesa larga de madera de la cocina cenando comidas que preparaba mamá con sus delicadas manos, curtidas de trabajar durante todo el año, comidas simples y sencillas, comidas cotidianas, sin lujo ni ostentación, comidas, que a veces, mamá elaboraba recurriendo a su ingenio y creatividad, elaborando unos platos tan sabrosos como increíbles, con lo que tenía a mano. No había suculentas cenas, no había pan dulce, no había árbol de Navidad, sólo había una enorme mesa de madera, la familia reunida cenando en armonía, con los corazones alborozados iluminados con la luz llena de amor que el Niño Jesús, recién nacido, irradiaba a través de sus corazones. Era una noche feliz. Una noche mágica. Una noche en lo que lo más importante era cenar en familia y asistir a la Misa de Gallo. Después el Pelznickel y el Christkindie. Después las estrellas iluminando la noche de la inmensa pampa argentina. Esa pampa argentina que albergó a los colonos alemanes del Volga, con su identidad, su cultura y sus costumbres.
Esas noches mágicas de Navidad, todos sentados alrededor de la mesa larga de madera, con papá a la cabecera, mamá y todos mis hermanos, sus risas y el profundo respeto que le teníamos a nuestros padres, es posible revivirlos en los libros: en uno las comidas de mamá, sabrosas, únicas, esas que elaboraba solamente para su familia, como cada mamá alemana del Volga elaboraba para su propia familia, bajo la lumbre de un farol a kerosene, mientras los niños se preparaban para misa y papá terminaba de desensillar los caballos y dejar todo listo para continuar con la tarea en los días sucesivos. Ese libro se llama “La gastronomía de los alemanes del Volga”, la felicidad de los aromas y sabores de esas noches que la familia compartió en las colonias, en el hogar, bajo el amparo de la protección de Dios.
En aquel entonces éramos niños, niños que celebrábamos con nuestros padres, que compartimos tradiciones que los años y el tiempo fueron perdiendo y hasta desdibujando de nuestra memoria, aquellas noches de seguridad infinita, y que mamá nos alimentaba con lo más sabroso y que papá nos cuidaba de todos los males, y en nuestros corazones estaba el Niño Jesús recién nacido. Todos recuerdos que perduran en el libro “La infancia de los alemanes del Volga” del escritor Julio César Melchior.

La historia del Pelznickel y la pequeña Elisa

El Pelznickel la miró a los ojos, hasta el fondo de su alma. Parecía poder atisbar en los rincones más recónditos de su interior, allí dónde ocultaba las travesuras que sus padres no debían saber jamás, como la tarde que dejó escapar las ovejas, arruinando la quinta y la cosecha de verduras para el invierno, ocasión en que el culpable terminó siendo el pobre perro que, dicho sea de paso, recibió una furibunda paliza por el delito que no cometió. Elisa, de nueve años, cerró los ojos. Temblaba. Apenas respiraba. A su lado, su hermano la observaba de reojo, consciente de que él sería próximo.
El Pelznickel gruñó unas palabras para demostrar que estaba muy enojado con la niña. Le ordenó que abriera los ojos y se arrodillara frente a él. A continuación le preguntó si se había portado bien durante el año. Sí -mintió Elisa. Lo que aumentó la furia del Pelznickel, un viejo barbudo, de pelambre enmarañada, calzado en botas de lluvia y un vetusto sobretodo negro, de invierno. Lo que le provocaba un mar de sudor. A quién se le ocurría vestirse con ropas de invierno para aparecerse a los niños durante la Nochebuena.
El Pelznickel le revisó las manos y las uñas y la obligó a rezar, primero el Padrenuestro, después el Avemaría, después el Credo… Elisa tartamudeó, tropezó con las palabras, se confundió, empezó a sentir como sus manos comenzaban a temblar y a sudar. Hasta que no soportó más y estalló en llanto. Un llanto desgarrador. Pero no se movió ni nadie la rescató. Los demás niños miraban absortos, porque sabían que después les tocaría a ellos, y los padres y tíos observaban cómplices, conocedores de la rutina que se estaba desarrollando desde tiempos inmemoriales.
El Pelznickel repitió la actuación con todos los niños de la casa. Todos, los seis, a su turno, lloraron. Poco o mucho, pero lloraron. Las mujeres y los varones. Nadie quedó indemne de un castigo. Para la mayoría solo consistió en rezar. Para el más díscolo, sin embargo, la pena fue, además de orar, recibir unos golpes sobre las palmas de las manos, con un Rutschie.
Concluida la labor, el Pelznickel se marchó como había llegado: lanzando estertóreos gritos guturales y agitando la pesada cadena que, año a año, traía consigo para anunciar su terrorífico arribo.

Para conocer más tradiciones festivas de Navidad y Año Nuevo de los alemanes del Volga no dejen de consultar mi libro “La infancia de los alemanes del Volga”, una obra bilingüe (español y alemán) Para más información comunicarse por privado o al 01122977044.

El Pelznickel y el Christkindie, dos personajes tradicionales de la Navidad de los alemanes del Volga

El Pelznickel, de barba enmarañada, arrastrando su larga y gruesa cadena, ataviado de prendas oscuras y gastado sobretodo negro, viene vociferando sonidos guturales, cual monstruo prehistórico escapado del fondo de los tiempos para castigar a los niños díscolos. En la mano un Rutschie, una rama fina y delgada, para descargar sobre los dedos de los infantes que, una vez sorprendidos en su falta, no saben rezar o, a causa del pánico, se olvidan del Padrenuestro, confundiéndolo con el Avemaría.
Un solo eco de su voz a lo lejos, provoca que los niños huyan despavoridos a esconderse debajo de la mesa y de la cama o detrás de la falda de la madre. Imposible huir de este personaje que conoce las faltas y las travesuras cometidos por todos los niños de la colonia a lo largo del año.
Pero como todo tiene su recompensa, una vez que el Pelznickel hubo partido de la casa, dejando a los niños inmersos en un mar de lágrimas, llega el Christkindie, el niño Dios, personificado en una niña vestida de blanco inmaculado, para calmar el llanto, mitigar el sufrimiento y brindar consuelo a las almas de los pobres niños de la colonia.
Toda ella es dulzura y santidad y lleva colgado en uno de sus brazos, una canastilla llena de galletitas caseras, frutas y alguna que otra humilde golosina que, para los niños colonienses, es el manjar supremo, una delicia que saborean solamente en estas ocasiones o en Pascua, cuando llega el conejito.

Costumbres de las fechas festivas, villancicos, canciones, tradiciones, y todo, todo lo que nos define como descendientes de alemanes del Volga, y que no debemos permitir se pierda en el tiempo, plasmado en el libro "La infancia de los alemanes del Volga".

miércoles, 15 de diciembre de 2021

Comenzará a enseñarse oficialmente el idioma alemán en las escuelas primarias estatales de los tres pueblos alemanes que pertenecen al partido de Coronel Suárez

Una noticia extraordinaria que merece toda nuestra adhesión y reconocimiento. Algo por lo que se ha venido luchando durante muchos años y hoy es una realidad. Es un paso gigante para rescatar y revalorizar nuestra lengua materna y regresar a nuestras raíces, además de colocarla al nivel académico que merece y que nunca debió perder.

Será a partir del inicio del próximo ciclo lectivo y abarcará a las escuelas primarias N° 5 de pueblo Santa Trinidad, la N° 3 de pueblo San José y la N° 4 de pueblo Santa María.
El intendente de Coronel Suárez Ricardo Moccero y la secretaría privada Estefanía Vallejos recibieron a la concejal del Frente de Todos Carolina Radice y a la Inspectora de Educación Primaria Miriam Benítez –ex directora de la Escuela N° 4 de pueblo Santa María- para trabajar en la implementación oficial, a partir del año próximo, de la enseñanza del idioma alemán en las escuelas primarias de los tres pueblos alemanes.
El proyecto, del que son parte Radice, Benítez y la secretaría privada Estefanía Vallejos, abarca a la Escuela Primaria N° 5 de pueblo Santa Trinidad, la N° 3 de pueblo San José y la N° 4 de pueblo Santa María.
Cabe destacar que la Ordenanza fue aprobada por unanimidad en el Concejo Deliberante y declarada de Interés Legislativo a través de la diputada Liliana Schwindt, por la Cámara de Diputados.
De esta manera, los alumnos de las escuelas primarias de los tres pueblos alemanes egresarían con dos idiomas: inglés y alemán.

Llega Navidad y con Navidad los regalos acompañados del Pelznickel y el Christkindie

Fotografía de www.blogodisea.com
 Navidad es una época entrañable para los alemanes del Volga, una etapa del año en que se confunden el presente y el pasado, la añoranza y la actualidad, el árbol de Navidad y Papá Noel conjuntamente con concurrir a misa a medianoche y la llegada del Pelznickel y el Christkindie.
Así es como en la Nochebuena, mientras todos los integrantes de la familia brindamos con sidra o champagne y los niños de la casa esperan la llegada de Papá Noel junto al árbol de Navidad, decorado con adornos y luces multicolores, los más grandes volvemos la mirada al pasado y recordamos nuestra propia Navidad en la niñez de la colonia, cuando la Nochebuena consistía en una humilde cena llevada a cabo antes de que termine de ponerse el sol o bajo la lumbre de una lámpara a kerosene esperando luego el enrome reloj de pared marque las doce para asistir a misa. Misa a la que concurríamos todos, absolutamente todos. La casa quedaba vacía. Sólo se escuchaba el tic tac del reloj y el apacible silencio de la noche aguardando el regreso de los niños, que volvían con los corazones alborozados, felices de que hubiera nacido el Niño Jesús. Pero también, en sus corazones latía el temor de la inminente llegada del Pelznickel, ese señor barbudo ataviado con un enorme saco negro, botas de cuero y un gorro o sombrero, arrastrando cadenas y lanzando sonidos guturales, que invadían las calles de la colonia en un augurio que aterrorizaba a los más pequeños.
Y así, mientras en el presente Papá Noel gordinflón y vestido de rojo le reparte los regalos a nuestros nietos lanzando su clásico Jo Jo Jo , nosotros indefectiblemente recordamos al Pelznickel de nuestra niñez, que nos revisaba las uñas, las manos, si estaban limpias, nos hacía rezar, instruido por nuestros padres, nos sermoneaba por travesuras que habíamos compartido a lo largo de los últimos meses, a veces nos hacía arrodillar sobre maíz o sal o amenazaba con llevarse algún hermanito… Hasta que se abría la puerta y aparecía el Christkindie, el Niño Dios que lo echaba de la casa y repartía golosinas, golosinas caseras amasadas por la abuela o mamá.
Y de esta manera, este año otra vez en nuestras almas viviremos nuevamente las dos navidades: la actual, la que vamos a compartir con los hijos y nietos y la de antaño, la que compartimos con nuestros padres que ya no están y nuestros hermanos, algunos de los cuales tampoco están.
Distintas épocas. Distintas formas de celebrar la Navidad, pero la misma esencia. En el corazón de todos reinará la alegría y la felicidad por estar conmemorando otra vez el nacimiento del Niño Jesús, todos reunidos en familia como ayer, como siempre. Agradeciendo los dones recibidos durante el año.
La Navidad de antaño, con sus recuerdos y remembranzas, con las costumbres y tradiciones que se mantuvieron por siglos, en mi libro “La infancia de los alemanes del Volga”.

domingo, 12 de diciembre de 2021

Travesuras de "La infancia de los alemanes del Volga"

Anselmo y Alberto, dos hermanos de ocho y diez años, vivían en una pequeña chacra en las cercanías de la colonia. Unas dos leguas, más o menos. La chacra contaba con una casa bajita, de adobe, rústica con puertas fabricadas por diferentes carpinteros caseros, por lo que lucían maderas gruesas y finas entremezcladas. Tenía una pequeña galería, una diminuta habitación que funcionaba como sótano, dos habitaciones y la cocina, que no tenía mas mobiliario que una mesa de madera larga, sillas de diferente estilo, un armario colgado en la pared con los platos, los cucharones y algún que otro paquetito de fideo, arroz y harina y la clásica cocina a leña. Por supuesto no faltaba la imagen del Sagrado Corazón de Jesús colgado en una de las esquinas, desde donde lo observaba todo con suma atención
Cerca de allí, a unos doscientos metros del tambo, que era un fangal, cruzaba un pequeño canal, que cuando llovía mucho se trasformaba en un pequeño arroyito alimentado por las aguas que bajaban de las sierras y traía consigo mojarritas y otros diminutos peces que, obviamente, eran la atracción y la codicia de Anselmo y Alberto, que esperaban ese momento con sumo entusiasmo y pertrechados con una red que ellos mismos tejían con hilo choricero y un tachito donde arrojar la pesca.
Una mañana, de las tantas, Anselmo y Alberto tuvieron una idea brillante. Como hacía casi una semana que llovía, no tuvieron mejor idea que ir al canal, ahora torrentoso arroyito, a pescar mojarritas.
Para protegerse de la lluvia Anselmo pensó en cubrirse con bolsas de arpillera y Alberto, para no mojarse los pies, se le ocurrió que ambos se calzaran las botas de goma de su padre y de su madre, que utilizaban para ordeñar las vacas. Sin tener en cuenta que la madre calzaba 38 y el padre 45.
Y allí salieron rumbo al arroyito, Anselmo cargando la red y Alberto el tachito.
A medida que fueron avanzando las botas se fueron hundiendo más y más en el barro, porque a más cercanía del arroyito más fangoso se volvía el terreno. Y cuanto más fangoso era el terreno más se hundían y quedaban atrapadas las botas haciendo sopapa. De tanta fuerza que tenían que hacer para sacar cada pie y continuar avanzando tuvieron que recurrir a las manos y así y todo no lograban desprender la bota. Paulatinamente fueron perdiendo las bolsas de arpillera, que se las llevó el viento. La red quedó a un lado, lo mismo que el tachito. Cuando quisieron retroceder se dieron cuenta que ya estaba muy adentrados en el fango que cada vez se hacía más difícil zafar la bota por más que se colgaran con ambas manos y tiraran y tiraran.
Llegó un momento en que no les quedó otra solución que descalzarse las botas, hundir sus pies en el fango y regresar a casa empapados y sabiendo lo que les esperaba: una paliza por haber salido bajo la lluvia sin tener en cuenta que podían llegar a enfermarse y porque las botas quedaron en el fango llenándose. Hasta que el padre fue a buscarlas tenían más de diez centímetros de agua. Imposible secarlas para el ordeñe del día siguiente. No sólo eso, sino que el padre tuvo que ir a buscar las botas chapoteando en alpargatas que fue perdiendo en el camino.

Conozcan en profundidad cómo fue la infancia de nuestros ancestros, el momento en el que se formaron para llegar a ser los adultos que nos educaron a nosotros, de la mano del libro "La infancia de los alemanes del Volga".-

miércoles, 8 de diciembre de 2021

Historia de la epopeya emigratoria de la familia Gottfriedt

José Gottfriedt reunió a su esposa, Ana, e hijos, vendió su casa, sus enseres de trabajo, todo por pocos rublos, porque eran muchas las familias que vendían sus tierras, su vivienda, y muchos también los que se aprovechaban de esa situación, y dejó atrás su aldea natal, en las márgenes del río Volga, llamada Kamenka. Dando inicio así a un largo camino de desarraigo, de cruzar fronteras, de noches sin dormir y largos días de angustia, de cientos y cientos de kilómetros, que le condujeron hasta el puerto de Bremen, en Alemania.
Allí, luego de varios días de espera, de realizar todo tipo de trabajos en el puerto, para reunir el dinero que necesitaban y efectuar engorrosos trámites, de los que poco y nada entendía, para conseguir los pasajes, abordaron un buque rumbo a Brasil. Un mes viajando en las bodegas, amontonados, junto a otras familias que también huían de la opresión, del hambre y de la falta de libertad. Soportando roedores, ratas que merodeaban de noche comiéndose los pocos restos de alimentos que encontraban, pulgas y piojos. Rezando esperanzados por las noches. Agradeciendo cada plato de comida, aunque más no fuera un mísero jarro de sopa aguada.
Los bebés que nacían morían a los pocos días, lo mismo que los ancianos. El lugar y el ambiente era demasiado insalubre para su endeble salud. Se les realizaba un breve responso y con el corazón destrozado de los familiares, los cuerpos eran arrojados al mar. Dejados atrás, en las frías aguas, como quedaban atrás los parientes y los amigos, en la ya lejana aldea, donde, en los cementerios descansaban padres y abuelos.
Un mes después, José Gottfriedt descendió en Brasil. Un país desconocido, con una lengua totalmente ajena, ininteligible, un clima opuesto, con un calor insoportable, lejos del frío y la nieve, nuevos trámites, revisación médica, pero con un gobierno que prometía libertad y condiciones de progreso, y una tierra que, a simple vista, se veía generosa, productiva, con todas las condiciones necesarias como instalar una casa y comenzar una nueva vida, lejos de las penurias y el sufrimiento.
Después de largas e interminables revisaciones médicas e intrincados trámites legales, que se complicaban por la profunda diferencia idiomática, los colonos comenzaron a abandonar el puerto, guiados por hombres que representaban a las autoridades del estado. Primero, abordaron una larga hilera de carros, amontonando baúles y enseres unos sobre otros, lo mismo que a personas (a algunos colonos no les quedó otra alternativa que viajar sobre la pila de baúles, ante la falta de espacio), para finalmente cambiar varias veces de transporte hasta llegar a destino. Un destino que, cada hora y cada día que transcurría, parecía más y más lejano.
La promesa consistía en la concesión de tierras vírgenes para cultivar trigo, como lo habían hecho durante toda su existencia en Rusia, generación tras generación. Conocimiento y experiencia les sobraba. Lo mismo que coraje y fuerza de voluntad para empezar de nuevo en un lugar totalmente ajeno. Dios los acompañaba y los iba a acompañar siempre.
Al llegar al sitio designado por el gobierno, la desazón fue grande. No solamente parecían estar en el medio de la nada, soportando un sol y un calor sofocante, con temperaturas desconocidas para ellos, sino que la vegetación y los árboles parecían querer devorarlo todo. Agobiaba ver semejante desmesura. Tantas tonalidades de verde. Y tanto animal salvaje desconocido acechando entre la maleza o saltando entre las ramas de los árboles. Gritos, chillidos, aullidos, completaban el panorama. Para los colonos fue desconsolador descubrir el lugar e imaginarse lo que les esperaba. Pasarán meses, tal vez años, hasta que podamos sembrar los primeros granos de trigo, pensaban no sin razón.
José Gottfriedt recordaría esa experiencia por el resto de su vida. La contaría decenas de veces. Lo mismo que sus hijos más pequeños que presenciaron y vivieron lo que para la familia representaron los años más traumáticos de sus vidas. No tanto por el trabajo duro y agotador que significó desmalezar y hacer habitable el lugar sino por la presencia permanente de pequeños monos, bestias desconocidas para ellos, que no solamente los acechaban durante el día si no que, durante las noches, bajaban de los árboles por decenas, invadiendo primero el campamento y luego los techos de las viviendas, metiéndose en cuanto escondrijo encontraban abierto, buscando alimento, algunos de manera agresiva y sumamente salvaje.
A pesar de todos los contratiempos y el trabajo rudo, realizado sin descanso, venciendo mil y un obstáculos, el descampado se fue transformando en aldea y la aldea en un pequeño poblado. Pero así como la incipiente localidad crecía, por la llegada de nuevos colonos, también había otros que desertaban, luego de varios años de lucha, cansados y agotados de combatir malezas y alimañas.
Como José Gottfriedt, que una noche, escuchando como los monos merodeaban de a decenas por el techo de su precaria casa, que había logrado levantar luego de años de trabajar sin tregua, asustando a su esposa e hijos, que nacieron en aquel paraje desolado, decidió emigrar a la Argentina.
Desde hacía más de un año mantenía correspondencia con familiares y amigos oriundos de su misma aldea, Kamenka, de allá, en Rusia, que habían emigrado a la Argentina y estaban instalados en una colonia fundada en 1887 por alemanes del Volga a 15 kilómetros de la Estación de Ferrocarril Sauce Corto (actualmente ciudad de Coronel Suárez).
En la correspondencia le contaban detalles de la localidad, fundada hacía apenas algo más de diez años, de la productividad de la tierra, de los excelentes rindes que estaban obteniendo en las cosechas de trigo, también le brindaban detalles de la benignidad del clima, le explicaban que aquí las estaciones se diferenciaban claramente, entre primavera, otoño, invierno y verano, y que las temperaturas no eran tan agobiantes como en Brasil. Y, por supuesto, le remarcaban que por estos lares no existían monos.
Todos estos detalles, sumado al hartazgo de afrontar cotidianamente tantos infortunios, hicieron que José Gottfriedt decidiera hacer nuevamente los baúles y volver a emigrar. Esta vez a la Argentina.
Por lo que otra vez, afrontó el penoso proceso de la despedida, de familiares y amigos. De la casa que había construido y transformado en su hogar. De la tierra que lo cobijó durante aquellos años y que él creyó iba a ser su terruño hasta el final de sus días. Otra vez tuvo que malvender todo lo que había logrado adquirir con tanto sacrificio, esfuerzo y coraje. Sólo se quedó con lo que podía transportar en la larga travesía que nuevamente lo esperaba, no sólo a él, si no a su esposa y a sus hijos pequeños, entre ellos, un bebé de meses.
Cargó los baúles y a su familia al carro, y en soledad, retornaron por dónde habían llegado, desandando el complicado y peligroso camino al puerto. Largas noches y eternos días de viaje. Pasaron penurias. Con extravíos incluidos. La vastedad era inmensa y el silencio, a veces, insoportable. No fue sencillo.
En el puerto, otra vez, los trámites y las explicaciones que exigían las autoridades al ver que abandonaba el país que, según ellos, le ofrecía todo para afincarse. Pero fue inútil. Inútil hablar, porque el colono hablaba en alemán y las autoridades en portugués. E inútil porque nada lo haría cambiar de parecer. La decisión estaba tomada.
Concluidos los trámites, ascendieron al buque y emprendieron el viaje rumbo al puerto de Buenos Aires, donde otra vez, los esperaban autoridades aduaneras, con sus tediosas revisaciones médicas, sus registros, sus preguntas inteligibles y su eterna dificultad para entender el idioma alemán. Siempre con filas interminables de inmigrantes, provenientes de infinidad de naciones del mundo, hablando diferentes idiomas: polacos, rusos, judíos, italianos, españoles, turcos, franceses, entre otros. Todos con ansias de comenzar una nueva vida. Los había casados, con familia numerosa, viudos y viudas, con hijos y sin hijos, jóvenes de ambos sexos y hasta adolescentes y algún niño que llegaba escapando del hambre y de las guerras.
Finiquitados todos los trámites, engorrosos, pesados, por momentos tediosos y molestos, comenzaron el recorrido por los caminos de la indómita pampa, cargando sus baúles, sus enseres, su soledad y su esperanza, sus ansias de volver a comenzar, de encontrar una tierra, construir una vivienda, un hogar, y estar con personas y familias de su mismo origen, rumbo a Pueblo Santa María, que los fundadores habían bautizado Kamenka, el mismo nombre de la aldea de la que emigraron las primeras 24 familias y 1 persona soltera, que sentaron las bases de la nueva localidad.
Al llegar por fin al incipiente poblado descubrieron, con desazón, una vez superada la emoción y la felicidad, que ya no quedaban tierras disponibles de la inmensa extensión de campo que había dispuesto Eduardo Casey, para ser colonizada. Es más, periódicamente iban arribando más y más contingentes de familias en busca de un nuevo horizonte, sin encontrar nada de tierra virgen para sembrar sino tampoco espacio donde radicarse dentro del tejido urbano, y entonces, así como llegaban, decidían inmediatamente partir rumbo al sur de la provincia de Buenos Aires o hacia la provincia de La Pampa, para adquirir campos en nuevas colonizaciones que se anunciaban y fundar sus propias colonias.
José Gottfriedt, luego de unas semanas de tratativas, y con el dinero que traía, fruto de su trabajo y la venta de su vivienda y enseres domésticos en Brasil, consiguió un terreno donde levantar su nueva vivienda. Cosa que hizo, con la colaboración de su esposa, hijos y vecinos. Una vivienda precaria, como la de la mayoría de las familias de esa calle, la última de la colonia, que ya tenía construcciones distribuidas por doquiera, sin seguir ningún trazado urbano lógico ni ordenado. Con calles cortas y sin salidas. El objetivo primordial de todos, era tener una casa y trabajo. No había tiempo para pensar en detalles catastrales.
José Gottfriedt y su esposa Ana, tenían hijos de tres nacionalidades. Unos habían nacido en la aldea Kamenka, en Rusia, otros, en la aldea que dejaron atrás, en Brasil, y finalmente los que nacerían en Pueblo Santa María, donde el matrimonio se radicó definitivamente, en los inicios del 1900.
Los hijos serían 11 en total. Una de sus hijas, llamada Rosa, nacería el 10 de noviembre de 1917 (según dice su documento oficial, aunque en realidad nació por lo menos dos antes de esa fecha, día en que su padre la llevó a anotar en el Registro Provincial de las Personas).
Rosa contraería matrimonio con Juan Jacob. Con quien tendría 5 hijos. Uno de esos hijos sería una niña, María Cristina, que se casaría con Toribio Julio Melchior, que, a su vez, tendría dos hijos, María Claudia y yo, Julio César.

El adiós a la aldea natal, en el Volga

La aldea Kamenka, a orillas del río Volga, a finales de la década de 1880, era un caos de familias alborotadas, muebles diseminados por los patios, baúles desparramados por doquiera, carros estacionados en todos los lugares imaginables, voces en alemán aquí y allá. Había algarabía y tristeza. Alegría y llanto. Todos los sentimientos juntos atiborrados en el alma de los colonos que se preparaban para marcharse a la Argentina y en los que se predisponían a quedarse y esperar el futuro incierto de una revolución sanguinaria que se estaba gestando en la sociedad rusa.
Las viviendas fueron malvendidas. Los muebles también. Hubo que regalar ropa, utensilios de cocina, enseres de trabajo. No había espacio para llevarlo todo. La idea era empezar de nuevo en otro lugar, lejos de tanto sufrimiento e incertidumbre, y comenzar de nuevo significa dejar atrás muchas cosas, tanto materiales como afectivas. La tierra. La casa, el patio con su aroma a jardín y a huerta. Los familiares, los amigos, los vecinos. Decir adiós para siempre es abrir una profunda cicatriz en el alma que no cierra jamás.

Mi abuelo José Melchior llegó a la Argentina a los ocho años

Mi abuelo partió de la aldea Kamenka, a los ocho años, junto a su madre y varios hermanos, para arribar a la Argentina y reencontrarse con su padre, que había llegado unos años antes para trabajar, edificar una vivienda y luego mandar a buscarlos a ellos y cumplir con la promesa que había realizado al dejar las orillas del río, para escapar de las hostilidades rusas y el prejuicio, el sufrimiento, la miseria, las muertes por el hambre de seres queridos y amigos.
Aquí se instalaron en Pueblo Santa María, en la que en aquel entonces se conocía como la Matschgasse (Calle de barro), con la idea de continuar desarrollando la profesión de zapatero, que venía llevando a cabo desde hacía muchos años. Para eso había traído consigo sus materiales de trabajo y las maquinarias necesarias para cortar cuero y fabricar zapatos. Y así lo hizo. Sus hijos crecieron. Mi abuelo comenzó a llevar a cabo actividades relacionadas con la iglesia, colaborando con el sacerdote y sus menesteres eclesiásticos. Andando el tiempo se casó y formó su propia familia. Arrendó campo y logró cierta holgura económica. La que se le escurrió de las manos cuando llegó la modernización y los tractores de combustible comenzaron a reemplazar a los caballos. Esto acaeció en su etapa de madurez, por lo que ya no pudo comenzar de nuevo. Fue allí que retomó la profesión de su padre: zapatero. Y por años fue el zapatero de la localidad. Lo fue hasta el día que murió, en el año 1972.

En la fotografía mis abuelos Ana Margarita Dreser y José Melchior.

domingo, 5 de diciembre de 2021

Llegó la época ideal para elaborar Sauerkraut (chucrut) y conocer su historia

Fotografía de https://songtre.tv
El chucrut es una comida típica de Alemania que se prepara haciendo fermentar las hojas del repollo en agua con sal, cuya receta los alemanes del Volga se llevaron consigo al emigrar al Volga y de allí a la Argentina.

La historia cuenta que el origen de este plato se encuentra en China y que fueron los soldados que vigilaban la Muralla China, antes del nacimiento de Cristo, los primeros en fermentar las hojas de repollo y que esta receta llegó a Europa a través de la Ruta de la Seda.
La fermentación hace que se conserve el repollo, obviamente transformado en chucrut, durante largos periodos de tiempo. Por eso el chucrut fue muy apreciado en el centro y este de Europa, donde los inviernos son muy crudos, largos y con mucho frío. Lo que en tiempos remotos, hacía que la comida, en especial las verduras, faltaran durante meses.
Asimismo este fue uno de los platos más consumidos por los antiguos marineros en alta mar. Al no poder almacenar grandes cantidades de fruta o verdura fresca, recurrían al chucrut no solo como alimento sino también que lo consumían para combatir el temido escorbuto.
Ya regresando a Alemania y a los alemanes del Volga, el chucrut o Sauerkraut es el protagonista central de varios platos tradicionales, tanto como ingrediente como acompañamiento de salchichas y carnes.
Es verano, momento de cosecha de repollo en las huertas de las colonias y aldeas, y la época del año para elaborar chucrut manteniendo vigente la tradición de nuestros ancestros, que lo preparaban año a año en grandes toneles.

Para conocer la receta de cómo se hace el chucrut lo mismo que los platos y los panes que se elaboran con él, les recomiendo consultar mi libro "La gastronomía de los alemanes del Volga", donde encontrarán no solamente todas esas recetas, sino 150 más, de comidas tradicionales. WhatsApp: 011-22977044. Correo electrónico bloghilandorecuerdos@gmail.com.

Receta de los pepinos en conserva (Sauer Kummer)

Fotografía de www.juvasa.com
Los pepinos en conserva eran un clásico del verano. Cuando las huertas empezaban a producir a pleno, nuestras abuelas elaboraban este delicioso producto que forma parte insoslayable de nuestros recuerdos de la infancia.

Ingredientes:
2 litros de agua
1 docena de pepinos
Sal gruesa a gusto
6 hojas de parra
Enoldo o hinojo a gusto

Preparación:
Hervir el agua, dejarla enfriar y agregarle la sal y los pepinos. Sobre estos poner las hojas y el eneldo o hinojo. Finalmente colocar encima algún elemento pesado para que los pepinos se mantengan sumergidos en el agua
Necesitan aproximadamente tres días para lograr su conservación.

Esta y 150 recetas tradicionales más, las podrá encontrar en el libro de “La gastronomía de los alemanes del Volga”, que se puede adquirir por correo, comunicándose a: juliomelchior@hotmail.com.

viernes, 3 de diciembre de 2021

La abuela nunca dejaba de hacer quinta

Fotografía de www.colon.com.uy
La abuela tuvo huerta a lo largo de toda su vida y a lo largo de todo el año. Sembraba sus propios almácigos, trasplantaba sus propios plantines, renovando cada año las semillas, lo que le aseguraba una buena cosecha y una abundante producción año tras años.
Teníamos de todo. Desde perejil, cebollines, apio, hasta una abundante cantidad de cebollas y ajo, que cosechaba y tejía en ristras para colgar en los tirantes del Schepie, para utilizar durante todas las estaciones del año.
Abuela nunca se quedaba sin verduras ni hortalizas. Tanto en la huerta como en el Schepie. Antes de comenzar a cocinar, pasaba por la quinta a sacar zanahorias y todo lo que necesitaba para elaborar un sabroso tuco. De la misma manera que en el Schepie tenía estibados ajo, cebollas, papas, pepinos en conserva, chucrut, dulces de tomate, zapallo y todo tipo de conservas y encurtidos, que eran la delicia de la familia.
Cuando joven, la huerta la hacía con sus hijos. Todos ayudaban a carpir, regar y mantener limpia la quinta. De grande, jubilada ya, y con todos los hijos casados, el trabajo lo compartía con su marido, el compañero de toda la vida. Y siendo viuda, continuó sola. Hasta una edad muy avanzada. Porque nada la doblegaba. Tenía un espíritu y una voluntad de hierro. Abuela era admirable. Y sus comidas, preparadas a base de los productos que ella misma sembraba y cosechaba en su huerta, eran riquísimas. Inolvidables. Por eso, las rescato a todas en mi libro "La gastronomía de los alemanes del Volga". De la misma manera que rescato la vida de todas las abuelas, en mi libro "La vida privada de la mujer alemana del Volga".
La abuela, como todas las abuelas, era una mujer única e inolvidable. Una mujer que debe quedar en la historia. Porque forma parte de nuestra historia. Y porque su legado debe trascender el tiempo y el olvido.

Recuerdos de mis años de escuela primaria

Fotografía de garaycochea.wordpress.com
El aroma a tiza, los antiguos pupitres de madera, y todo un universo de reminiscencias poblando las aulas de la Escuela. La presencia de las Hermanas, tiernas y dulces. El libro de lectura. De catecismo. La Biblia. Las lecciones. La aritmética; la gramática; el lenguaje... Los recreos jugando a la payana o a decenas de... divertimientos que el tiempo se llevó y solamente perduran en el ayer de algún recuerdo. Los grupos de amigos tramando travesuras. Y una inocencia increíble. Niñas y niños que creían en la pureza de la vida, en las hadas, en los ángeles, en los reyes magos, y en un mundo de fantasía que la misma existencia se encargó en trocar en cruda realidad.
Eran otros tiempos, otro estilo de vida, más simple, más sencillo, quizás más feliz, porque se compartía lo que se tenía, porque los sueños se podían realizar, porque nada parecía imposible y porque en la niñez no existen los “no se puede”.