Rescata

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lunes, 31 de enero de 2011

En la vida no existen imposibles

En la vida no existen imposibles. Sólo existen quienes no se animan a enfrentar la realidad. Quienes lo hacen y luchan y se esfuerzan logran cualquier meta que se propongan. Así que, amigos, de pié, y a luchar por nuestros sueños y nuestras metas. La vida no espera.

¡Cuánto sufrieron nuestros abuelos por conservar su identidad!

Los llamban los rusitos de la colonia. Sus orígenes alemanes ya no quedaban, evidentemente, tan claros, a pesar de su idioma y sus costumbres. La compleja histo­ria de sus antepasados y sus dificultades para expresarse con soltura en castellano hicieron en los comienzos de las colonias muy engorrosa to­da clarificación al respecto. En síntesis, se vieron convertidos en rusos después de si­glo y medio de haber subestimado esa cultura.

“Era frecuente, sobre todo en los primeros tiempos, que en la vecindad de las propias colonias alemanas los almacenes de ramos generales o las actividades de intermediación de granos, estuvieran en manos de españoles o italianos.
Hay muchas alusiones, en las memorias y relatos de estos tiempos, a la ingenuidad y escaso espíritu de lucro con que en­caraban los primeros volguenses de la Argentina sus relaciones comerciales, siendo frecuentemente desbordados por la "viveza criolla" a la que rápidamente habían adherido otros gringos más emprendedores.
Los habitantes de las respectivas zonas comenzaron de esta forma a calificarlos, de manera algo burlona pero no agresiva, como los rusitos de la campaña. Y si bien el mote traslucía cierto matiz peyorativo en el que se percibían referencias a su simpleza campesina, no difería demasiado, en la intención, de los aplicados hacia la misma época a otras colectividades.
El habitante urbano, por otro lado, podía contar más rápi­damente con elementos de contraste; el de las zonas rurales, en cambio, tardaba más en asimilar las diferencias de los recién llegados y de aceptar la razón de esta presencia en estas tierras. Un modesto testigo criollo de la época de la inmigración masiva, vio de esta manera a los alemanes recién llegados: "Vimos llegar la cantidad de inmigrantes como quien ve llegar la langosta, le vía (sic) ser franco; parecía una invasión. Pero se nos dijo que el gobierno les había entregado la tierra. Última­mente no perdimos nada porque la tierra era de los estancieros y habrán tenido sus arreglos (...). Había que dejar la tierra a los nuevos dueños. (Pero) mienten si dicen que los peliamos (sic). (...) Los colonos son gente buena y tengo muchos amigos entre ellos, pero pa’ comprenderlos con la jeringoza que hablaban (...); bueno, le hablo de los viejos y no pa’ ofenderlos."
Y aunque ciertamente no había intención ofensiva, la recep­ción de las actitudes locales fue, por parte de los alemanes del Volga, conflictiva y desarrollaron cierta hipersensibilidad a las alusiones del medio, comparable en algún sentido a la observada dentro de la comunidad judía.
Sus orígenes alemanes ya no quedaban, evidentemente, tan claros, a pesar de su idioma y sus costumbres. La compleja histo­ria de sus antepasados y sus dificultades para expresarse con soltura en castellano hicieron en los comienzos muy engorrosa to­da clarificación al respecto.
En síntesis, se vieron convertidos en rusos después de si­glo y medio de haber subestimado esa cultura”, explica la historiadora Olga Weyne.
Esta circunstancia, además, afectó no sólo el desenvolvimiento de algunos descendientes de alemanes del Volga nacidos en el país dentro del contexto social sino que terminó por perturbar su desarrollo psíquico y sociológico, llegando al extremo de abandonar las colonias de origen para trasladarse a las grandes ciudades para comenzar una nueva existencia, en la cual negaron todo contacto con sus connacionales, llegando a negar también todo conocimiento del dialecto alemán. Pretendiendo significar con este proceder (sobre todo ante sí mismos) que iniciaban una nueva existencia: la que los demás le imponían. La cuestión primordial era no sentirse diferentes. Preferían diluirse en la multitud de la masa que mantener su identidad y ser únicos como personas y seres humanos con un nombre y apellidos conocidos, con valores y principios culturales diferentes, es cierto, pero también particulares que, de hecho, podían jerarquizarlos si hubieran sabido trascender su pequeño universo cotidiano en el que convivían, compartiendo la cotidianeidad con personas que se creían superiores porque apenas dominaban el idioma español. Y que en el fondo, así lo demostró la historia, con su actitud despreciativa, resultaron ser más ignorantes que los propios descendientes de los colonos.
Porque el mote despreciativo de rusos muchas veces iba acompañado de una velada discriminación. Notándose más en las escuelas secundarias de las ciudades en las que los adolescentes se trasladaban a estudiar. Son frecuentes (al escuchar antiguas remembranzas) las referencias de discriminación que fueron objeto de sus compañeros de estudio “argentinos” las personas que cursaron estudios superiores y como eran mortificados por su acento alemán.
La repercusión que tenía esto en el espíritu de los alumnos terminaba afectando su rendimiento escolar y, la mayoría de las veces, su deserción. Esto también fue la causa que escasos estudiantes terminaran sus estudios. La ilusión y los ideales morían donde comenzaba el mote de rusito y una no muy evidente, pero real, discriminación. Al menos así lo experimentaron los protagonistas.

domingo, 30 de enero de 2011

Para tener en cuenta

Jamás te resignes. Jamás te rindas. Que nadie mate tus ilusiones. Que nadie entierre tus sueños. Siempre pero siempre hay una esperanza, una estrella que nos señala el camino. Solamente debemos tener la suficiente claridad para verla y el valor para seguirla. ¡Ella nos guiará a la concreción de nuestros máximos sueños!

Leña para el invierno

El niño empuja el carrito que construyó su padre. Unas cuantas maderas prolijamente clavadas, un eje y dos ruedas de acero. Va rumbo al arroyo a buscar leña. Día tras día, durante todo el verano. Sin embargo, va sonriendo. Al regresar, cargado hasta más no poder, se engancha al carrito cual si fuera un caballo de tiro. Llega a casa cansado, trayendo ramas de eucalipto y sauce que juntó en la ribera del arroyo mientras, de vez en cuando, tiraba alguna piedra con la gomera.
Lo descarga. Descansa un rato. Y después toma el hacha y comienza a cortar las ramas acumulando astillas que van creciendo en un cúmulo de leña acomodada para el invierno. Para calentar el hogar, cocinar las comidas, y brindarle abrigo a su madre y hermanos.

Dejar el hogar

Una leve brisa. Unas hojas secas. Un jardín marchito en una casa vacía. Ventanas clausuradas. Puertas cerradas para siempre. Y un hombre con dos valijas saliendo a la calle, bajo una llovizna tenue como lágrimas que caen del alma mientras deja atrás el hogar paterno.
Se marcha. A cada paso que da va naciendo la nostalgia, entre una espesa bruma de melancolía.
En la casa deja su vida de niño, las alegrías, tristezas, travesuras, y el cielo de los ojos de su madre que se cerraron para toda la eternidad hace dos días. De la misma manera que se apagaron los ojos de su padre hace tres años. En la cocina permanecen aromas a café con leche, chorizo casero, frituras de Kreppel… Horas de estudio, de conversación, de risas, de llanto, de palizas, de arrullos, de miedos, de esperanzas…
El hombre se marcha. Deja la casa clausurada y el corazón abierto en una herida que no cicatrizará jamás. Todavía no sabe que terminará sus días lejos de allí, viviendo en un lugar abandonado, en una habitación sin otro mueble que una cama vieja y un sentimiento de olvido que lo llevará a la muerte.

Crónicas de la vida cotidiana: ¡Es aquí, mi niño!

Es aquí, mi niño, es en esta tierra donde sembré el primer trigal. En este pedazo de suelo donde coseché mis primeros granos. En este terruño donde levanté mi casa, de barro y adobe, de madera y paja vizcachera. Donde oré mis primeras plegarias: pedí, agradecí; me fue concedido, me fue quitado. Donde me casaron, sin amor y contra mi voluntad. Donde tuve hijos engendrados en sábanas frías y cuerpos sin pasión. Donde forjé mis sueños en el yunque de la vida y a fuerza de martillazos del destino construí mi vida.
Es aquí, mi niño, en esta misma tierra en la que tú juegas hoy, adonde llegué desde el Volga, a los 15 años, desbordado de orfandad y desamparo. Buscando libertad, trabajo y un futuro. Con mis grandes baúles de madera, mis ropas anacrónicas, mi dialecto, mis costumbres, mis tradiciones, mi religión, mi Biblia. Mis creencias, mi moral, mi justicia, mi ética, mis valores.
Es aquí, mi niño, es esta misma colonia en la que tú juegas hoy, que comencé a ser hombre, a saber de los prejuicios, a comprender qué es ser pobre, a entender qué significa la humillación… A saber qué es la responsabilidad. A llevar sobre mis espaldas el peso de una familia que no había deseado tener. Y a mirar el mañana anhelando la riqueza de un presente justo que nunca alcanzaba a vislumbrar siquiera.
Es aquí, mi niño, no lejos del hogar en el que tú juegas hoy, donde me sepultaron hace 50 años.

jueves, 27 de enero de 2011

La crecida del arroyo

Hacía varios días que la lluvia caía ininterrumpidamente. Tenaz. Persistentemente. Desencadenando un rosario de contratiempos y una angustia cada vez más profunda en los colonos que, desesperanzados, veían crecer el caudal de agua del arroyo a medida que transcurrían las horas.
El agua, desbordada del siempre apacible arroyito, se aproximaba a la colonia. Era inevitable. En cualquier momento, si no dejaba de llover pronto, el agua inundaría las calles de la comunidad.
Y la lluvia no cesó.
Pese a los rezos y a las misas diarias. Pese a las lágrimas de las madres que temían por sus hijos y que de noche sufrían en silencio la angustia de una espera interminable, mirando la puerta, con el temor de descubrir el ingreso del agua en el hogar.
Pese a todo eso, la lluvia no cesó.
Y una madrugada sucedió lo tan temido: el arroyo creció de golpe. Su cauce ya no soportó tanta lluvia y tanto caudal de agua. Sus riveras se extendieron hasta la colonia, inundando casi la mitad de las viviendas de la localidad.
Los colonos y sus familias fueron evacuados en un clima de pánico y desesperación.
Nadie deseaba abandonar el hogar por el que habían luchado tanto desde que habían arribado provenientes del Volga. Pero no quedaba otra solución.
Las lámparas a kerosén iluminaban la lluviosa madrugada, mientras las escenas dramáticas se repetían sin cesar, estigmatizadas por el desgarrante llanto de los pequeños que no entendían lo que sucedía.
Y los colonos hicieron lo que pudieron: rescataron a los inundados.
Cuando amaneció y la claridad del sol le puso seguridad a las horas dramáticas vividas, los colonos que habían socorrido a los damnificados, se enteraron que el agua se había llevado la vida de un niño.
"Un niño que nunca volvimos a ver. Un niño que la gran crecida del arroyo Sauce Corto en la década del '40 se llevó para siempre," reflexionaría sesenta años después, ya anciano, Don Lorenzo Appelhanz, recordando aquella funesta madrugada en que, por única vez en su historia, se inundó Pueblo Santa María.

martes, 25 de enero de 2011

Mi abuelo

Bajo la tierra,
en la tumba solitaria
del cementerio de la colonia,
un hombre descansa.

Duerme
en los largos días,
en las largas noches,
un sueño eterno.

Y es en la tarde
en que más lo recuerdo,
a mi abuelo
sentado en su mecedora.

Contando historias del Volga:
de rusos y cosacos,
de aldeas y colonias,
de estepas y nieve.

Cantando siempre cantando
tristes endechas
del terruño lejano,
allende el mar.

domingo, 23 de enero de 2011

La parturienta

En este amanecer nublado y gris donde, de vez en cuando caen gotas de lluvia, la parturienta mira los cristales de la ventana y llora con lágrimas que se parecen a las perlas de agua que resbalan en el vidrio.
Se siente sola. Está lejos de su hogar. De su tierra natal. Sin sus padres. Sin sus hermanos. Totalmente sola en la Argentina. Tiene un esposo pero no es lo mismo. La soledad la desgarra. No tiene con quien compartir la alegría de haber dado a luz a su primer hijo.
A nadie parece importarle. Todos continúan con las tareas rurales: hay que apurarse a levantar la cosecha de trigo antes de que llegue el otoño. ¿Y el amor? ¿Y la felicidad? Ella imaginó que la situación iba a ser diferente cuando diera a luz y no que la dejarían tan sola con su hijo, después de ayudarla a parir.
Y ahí está, sola, en el cuarto, dándole de mamar a su bebé, mientras ve llover. Los hombres están fuera, en los galpones, arreglando cosechadoras, reparando hierros, para no perder ni un minuto de tiempo. Hasta sus cuñadas ayudan. La llegada de una nueva vida es algo tan cotidiano como el trabajo diario.

Silbando va el linyera

Silbando va el linyera una melodía de notas rotas: cascada del alma que el viento lleva a volar. Armonías truncas que no alcanzan a ser canción. Sonidos dulces, amargos, alegres y tristes. Todo en una sincopa de sonidos incongruentes. Pero él no se da cuenta porque no sabe absolutamente nada de música. Y silbando va camino del atardecer, bajo un cielo de nubes y un horizonte multicolor.
Lleva ropas gastadas: un pantalón remendado y una camisa vieja. Polvo de muchos andares en la espalda y cicatrices de sueños destrozados en el rostro: filigranas de arrugas cuyo significado sólo él conoce. Jeroglíficos que el tiempo grabó mediante acciones y sentimientos humanos llamados amor, dolor, sufrimiento, felicidad, adioses, agonía… Y el olvido súbito de un pasado siguiendo el sendero de los rieles hacia todas partes y ningún lado en especial. Siempre mirando el horizonte; jamás volviendo la mirada al ayer.
Calza alpargatas con agujeros; un sombrero aplastado que alguna vez fue negro; y un pañuelo al cuello cual paisano desheredado. Un bulto de arpillera en el que lleva una pava ennegrecida y abollada, un mate de metal, una bombilla, un pedazo de pan duro, medio litro de vino, y todo el desamparo de un hombre sin hogar. Sin patria. Sin padres. Sin hermanos. Sin tierra natal a dónde regresar si algún día se cansa de caminar ni fracasos que lo aguarden para saldar cuentas. Él es su patria, su hogar, su familia. Si muere, muere su vida y muere su recuerdo. Y el mundo continuará girando como si nunca hubiera existido sobre la faz de la tierra.
Lo llaman alemán, ruso, rubio, croto, linyera. Algunos le temen. Otros utilizan su imagen para asustar a los niños. Otros se ensañan con su libertad, tildándolo de vago, haragán, loco, ladrón… Y otros, más piadosos, le dan trozos de pan y carne fresca. Los hipócritas le entregan galleta dura, guiso de ayer, comida rancia. Lo ven pasar y lo consideran un despojo humano, un penitente que carga la humillación de la humanidad, un desertor de la sociedad y sus buenas costumbres. Nadie, o muy pocos, lo comprenden. Nadie sabe de su orfandad.
Y silbando va el linyera, sin camino ni huella, ajeno a los hombres, a la sociedad, y al mundo entero. Sin ayer ni mañana. Sin presente. Olvidado hasta de Dios mismo y de los curas, que lo ven pasar y se persignan orando entre dientes una plegaria en auxilio de la oveja descarriada que se atreve a desoír la voz del buen pastor que ordena trabajar, hacer producir la tierra, y procrear hijos en santo matrimonio.
Silbando va el linyera camino del adiós, rumbo al olvido. Ajeno a lo que piensan de él.

jueves, 20 de enero de 2011

La abuela

La abuela está presente en mi memoria de niño feliz. Su rostro surcado de arrugas son pliegues de ternura; sus ojos celestes: cielo de afecto y estrellas de besos; sus manos callosas: cuna de afecto en las que me arrullaba cantando “Tros-Tros-Trillie”. Su regazo: consuelo de mis primeras lágrimas, amparo de mis primeros desencantos. Su alma de infinito amor: lo comprendía todo y lo sabía todo.
La abuela está presente en mi memoria de niño feliz. Su casa con cocina a leña, una mesa de madera grande, un banco contra la pared, con aromas a Krepel, Dünne Kuche, Sauerkraut: aromas que perduran en mi mente. Los Wicknudel, los Klees, el Kalach, y mil delicias más que preparaba para los almuerzos y las cenas, para esas comidas de domingo en las que mimaba a sus nietos mientras reía y cantaba: “Wen ich komm,wen ich wider wider komm”, radiante de poseer una familia grande y orgullosa de que todos sus descendientes la amaran.
La abuela está presente en mi memoria de niño feliz. Es un ángel que me cuida; un hada madrina que me concede todos los deseos; una estrella que me guía y protege en la vida. Es, fue y será, la persona que me enseñó a ser quién soy y a saber a dónde voy. Es quién me inculcó el valor de ser descendiente de alemán del Volga y sentirme orgulloso de serlo.

domingo, 16 de enero de 2011

¿Qué tipo de colonias se fundaron en el país durante la gran inmigración?

Es por demás conocida la historia de cómo se afincaron los alemanes del Volga en el distrito de Coronel Suárez. También sabemos el tipo de contrato que firmaron con Eduardo Casey y el acuerdo al que llegaron para fundaron una determinada clase de colonias. Pero asimismo es interesante extender la mirada y observar con criterio amplio qué acontecía en el resto del país y preguntarse: ¿qué clase de colonias propiciaba fundar el gobierno argentino al alentar el ingreso masivo de inmigrantes? La respuesta la encontramos en la obra del Reverendo William C. Rhys, escrita en 1902.

William C. Rhys llegó a la Argentina a fines del siglo XIX para hacerse cargo de la iglesia bautista en Chubut, donde permaneció quince años, sirviendo pastoralmente a la grey galesa. De regreso a su tierra natal, Gales, en 1902 escribió sus memorias, que recién fueron publicadas hace unos pocos años por uno de sus nietos.
En esta obra, titulada “La Patagonia que canta”, el reverendo, con abundantes datos recogidos en el lugar, traza la historia de los pioneros galeses que el 28 de julio de 1865 arribaron al país para colonizar una porción de tierra patagónica. De entre su pintoresco relato, donde revive la epopeya colonizadora de sus compatriotas, es interesante extraer un párrafo en el que reflexiona respecto a las clases de colonias que se establecían en la Argentina a finales del siglo XIX, durante el masivo arribo de inmigrantes.
El reverendo Rhys explica que eran tres. A saber: “1) Algunas son solamente especulaciones lucrativas de aventureros. Los hombres celebran contratos con el gobierno para asentar tantos hombres en tantas leguas de tierra. El gobierno asegura las mayores facilidades y parte de la concesión se divide en pequeños lotes, que son vendidos al precio más alto que se pueda obtener de los colonos. La parte restante de la concesión se reserva hasta que la colonia haya ganado un buen nombre y buenas perspectivas. Se ayuda a los colonos con comida, animales, implementos, semillas, alambrados, etcétera, y se les facilita el crédito. Esta clase de colonias por lo general es la ruina de los colonos pobres que, confiados en el éxito, son fácilmente inducidos a la especulación y arrastran el asfixiante peso de las deudas. Bajo esta carga, después de luchar contra algunas temporadas malas y otros incidentes desafortunados, comunes a las mejores colonias en estado embrionario, son aplastados y sucumben; los lotes, las mercancías y las mejoras vuelven a sus antiguos dueños. De esta forma hay muchos colonos trabajando para las compañías ferroviarias.
2) Las colonias establecidas directamente por el gobierno son de otra clase. La gente es inducida a colonizar mediante el ofrecimiento de una generosa porción de tierra y una asistencia sabia y limitada para comenzar. El progreso .de estas colonias es más lento y menos ostentoso al principio, pero también es menos desastroso para los colonos sin capital, que con el correr del tiempo suelen ser los más prósperos. Las desventajas radican en que estas colonias por lo general están ubicadas en distritos alejados de mercados convenientes, etcétera. Los especuladores tienen una manera sutil de conseguir las mejores tajadas de tierra para sus propias concesiones.
3) A la tercera clase pertenecen las colonias creadas por filántropos, por medio de las cuales buscan establecer una comunidad de acuerdo con alguna idea y así producir, desde cierto punto de vista, una sociedad modelo.
Estos hombres obtienen una concesión de tierra y la colonizan con inmigrantes especialmente conseguidos a ese fin. Algunos de estos colonos tienen éxito y otros no. Y en caso de fracasar, los filántropos son los que pierden.
Por otra parte, si estos fundadores y héroes bien intencionados tienen éxito, reciben como recompensa más aplausos que provecho y más gloria que ganancia. Sin embargo, generalmente la retienen hasta que dejan de estar sobre la tierra”.

Fotografía: equipo de fútbol del recuerdo de Pueblo San José

Equipo de fútbol conformado alrededor de la camaradería y la amistad. Lo integraron: Pedro Serfus, Pepe Melchior, Alberto Ostertag, Mario Siegermann, Mario Wagner, Lino Piller, Albino Dome, Marcelo Melchior, Oscar Ullmann y Silverio Mildenberger.

Costumbres y tradiciones: El servicio fúnebre

“Los servicios fúnebres fueron siempre una demostración de gran pesar tanto en los velorios como los entierros; toda la población de la aldea acompañaba a los deudos del fallecido, tanto entre los católi­cos como entre los protestantes, formándose largos cortejos que eleva­ban sus plegarias a Dios con cánticos y rezos, apropiados para esa cir­cunstancia. Eran momentos solemnes que llamaban a la oración y a la reflexión sobre lo trascendente; entre los Evangélicos, en cada cere­monia fúnebre los fieles eran exhortados al arrepentimiento y los católicos acostumbraban rezar el rosario, salmos penitenciales y al ser colocado el difunto en su fosa, se entonaba el vehemente y sugestivo Schiksal que movía las fibras más íntimas de todos los acompañantes”.

“El intenso frío de Rusia durante el largo invierno permitía prolon­gar el velorio hasta tres días; durante ese período sucedíanse las prác­ticas religiosas y en especial, la reunión de las Hermandades que ha­llaban así ocasión propicia para fortalecer su fe”.
“Los ataúdes eran fabricados en la misma aldea y las fosas eran cavadas por cuatro hombres designados al efecto, quienes portaban también en hombros el féretro hasta el cementerio; se acostumbraba sepultar a los muertos en tierra para facilitar el cumplimiento de la sentencia bíblica: "eres polvo y en polvo te convertirás".
“En general, los colonos alcanzaban una edad avanzada, que a ve­ces superaba los cien años, aunque la mortalidad infantil era elevada; se acostumbraba visitar a los enfermos, quienes también eran asisti­dos por los clérigos. Permanecer con el enfermo en su lecho de muerte era una demostración de afecto y un deber moral para el vecino; los alemanes del Volga no temían la muerte y se preparaban espiritualmente para recibirla en paz. El moribundo, al notar su estado, solici­taba la presencia de sus enemigos para reconciliarse con ellos en el mejor estilo cristiano; eran momentos solemnes y conmovedores. "Mi propio padre, al notar que sus días se limitaban sobre la tierra, exterio­rizaba una extraña y sublime alegría al elevar su pensamiento a Dios y preparar su alma para ir al encuentro del Señor; durante una sema­na exhortó a parientes y amigos que lo visitaban al arrepentimiento y perdón de los pecados y acercarse a Dios, alejándose de los placeres de este mundo" (VP. Popp)”.
“Así terminaron sus días muchos de los alemanes del Volga en Ru­sia; en todos los casos la asistencia espiritual del sacerdote o del pas­tor, siempre se hacía correctamente, para conferir los consuelos de la religión”.
“Fallecida la persona, su cadáver era aseado, vestido y bien peina­do; siempre los vecinos prestaban el mayor auxilio a los familiares en desgracia. Si las debilidades humanas habían introducido discordias y rencores entre parientes y vecinos, los momentos supremos de una existencia que se extinguía, eran propicios para el perdón, el olvido de las injurias y el abrazo del retorno a la amistad y reconciliación.
La intransigencia germana ha debido soportar un siglo de duras pruebas y constantes sacrificios, que formaron un nuevo tipo de in­dividuo: más dúctil y obediente a las obligaciones espirituales de la vida, más serio e introvertido y con más confianza en su pueblo”.

Jesulein

O Jesulein zart,
das Kripplein ist hart,
das Bettlein ist kalt,
schlaf, Jesulein, bald.

Ach, schlafe, ach tu
die Äugelein zu.
Gib uns, schenk uns
die ewige Ruh’!

Hans Stieglitz

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Jesusito...

Oh dulce Jesusito,
el pesebrito está duro,
la camita está fría,
duérmete pronto, Jesusito.

Duérmete ya.
Cierra los ojitos
y regálanos
el eterno descanso!

Fotografía de un grupo de niños que asistieron a la Escuela Parroquial Santa María en 1967


Un grupo de niños que asistieron a la Escuela Parroquial Santa María en 1967, compartiendo las horas escolares y el tiempo libre. Aquellos años de la amistad, de los juegos, de soñar con un futuro mejor, de compartir travesuras y alegrías. De vivir la vida a pleno. De ser felices casi sin darse cuenta.
Ellos son: Susana Graff, Rosa Walter, Carmen Schwab, Miriam Campo, Pedro Mellinger Marta Maier, Rosa Minig, Marta Eberle, Omar Kippes, Jorge Streitenberger, Juan Carlos Walter, Carlos Detzel, Carlos Mellinger, Miguel Scheffer, Raúl Baier. Acompañados de la recordada Hna. Rosa Jacinta.

jueves, 13 de enero de 2011

El parto

Parió a su hijo
en la vasta pampa,
gritando el nombre
de sus amados padres.

Resonó el eco
en la tierra argentina;
pero su voz no alcanzó
la aldea natal.

Y lloró de alegría
con llanto de nostalgia,
mientras la comadrona le decía:
tuviste un varón, María.

Enredadera

Enredadera de olvido,
que con su tallo gris
y sus dedos de ceniza,
teje sobre mi corazón
hilos de angustia y desolación.

¿Cuándo has brotado?
¿Fue mi dolor el que te sembró?
¿Mi llanto el que te regó?
¿De dónde surgió tu semilla?
¿De las palabras de tu adiós?

domingo, 9 de enero de 2011

El niño enamorado

Gorriones y calandrias
en el alma cantan
a la hora del amanecer
cuando el niño se levanta.

Trinan dulces melodías
en su jubiloso cantar,
que el viento celoso
lleva a volar.

Corazón de mujer

Vientre fecundo
donde estallan las flores
y maduran las frutas.

Gruta carmesí
donde florecen los sueños
y nacen los niños.

Alma del deseo
donde brota el manantial
y descansa el deseo.

La anciana teje medias de lana

Sentada junto a la ventana, la anciana teje medias de lana. Las teje para su nieto. Porque los inviernos son fríos. Porque no tiene madre que se los teja.
Y mientras teje piensa en su nieto que crió sola cuando su madre murió durante el parto y el padre se fue a Buenos Aires para no regresar jamás. Piensa que su nieto tiene doce años y trabaja en la cosecha de maíz. Eso está bien, se dice. Será un hombre fuerte como su abuelo.
No se lamenta que tuvo que dejar la escuela a los nueve años y dejar de jugar a los ocho para empezar a ordeñar en un tambo. Es lo que se espera de un hombre: que trabaje y mantenga el hogar.
Sentada junto a la ventana, la anciana teje medias de lana, para su nieto que trabaja en la cosecha de maíz. Todo está en calma. La anciana es feliz.

La historia del bebé

Una calandria… un hornero… un gorrión… Mariposas… Un trigal amarillo meciéndose al compás de las osadas caricias de la brisa… Árboles: eucaliptos, sauces… Un arroyito que pasa y se va… Unas nubes… Un atardecer de verano… Luces y sombras… Y una jovencita y un joven que se besan bajo el parral…
-¡No! ¡Basta! –lo aleja ella de un empujón. Voy a quedar embarazada. Y si eso sucede tendremos que casarnos.
-¿Embarazada? –pregunta el chico atónito. ¿De dónde sacaste eso?
-Me lo contó mi madre. Me dijo que no me dejara tocar por ningún hombre porque voy a quedar embarazada.
-¡Eso es mentira!
-¡Es verdad! Es más… En la colonia cuentan que a Alicia la besaron en un casamiento, en un descuido de la madre, y hora se tiene que casar. ¡Está embarazada! ¡Qué humillación! Es el comentario del pueblo. Todo el mundo la culpa. Ya no puede llevar una vida normal. Ni siquiera puede asomar la cara a la calle.
-¡Eso no puede ser! –exclama el chico, que tiene 16 años.
-¡Sí puede ser! –insiste ella, que tiene 15.
-¡Dame otro beso! Todo el mundo sabe que los bebés nacen de un repollo o que los trae el arroyo. A mi hermano lo encontraron en la quinta, entre los repollos. A mi primo, me dijo mi tía, lo trajo la corriente del arroyo.
-¿En serio?
-¡Te digo que sí! Es cierto. Me lo contó mi padre y mi padre no miente jamás. Es una persona honesta. Va todos los domingos a misa. Le teme demasiado al castigo de Dios como para mentirme.
Frente a estos sólidos argumentos la jovencita se deja besar y besa. Cada vez con más pasión. Se deja tocar y toca. Terminan teniendo sexo sin saber que están teniendo sexo.
Unas semanas después se enteran de que van a ser padres y de que se tienen que casar para solucionar el “problema” que engendraron. La familia escandalizada no les deja opción.
Ninguno de los dos sabe cómo hicieron para tener al bebé.

Morir de melancolía

Se sentó al lado del arado. Se sentía exhausto. No tanto de caminar siguiendo el surco que el arado mancera abría en la tierra sino por el agobio de la soledad que pesaba en su alma. Miró hacia la distancia sin ver la realidad, con los ojos vagando en la estepa estéril de su espíritu. Suspiró hondo y la cadencia del suspiro llenó el silencio de la tarde que moría con el sol.
Se puso de pie, se sacudió la tierra con el sombrero y azuzó el caballo que volvió a arrastrar el arado. Dos o tres gaviotas lo acompañaban en lo alto del firmamento lanzándose en picada de vez en cuando para recoger un gusano o algún otro bicho que la labor dejaba al descubierto sobre la tierra labrada.
Caminó unos pasos y otra vez se detuvo. Consultó el reloj de bolsillo y meneó la cabeza. Aún era temprano. Para él, que le sobraba tiempo, siempre era temprano. Agitó las riendas y el caballo nuevamente se puso en marcha, lanzando un relincho de fastidio, aburrido de la obligación de tener que detenerse a cada momento.
El colono caminaba absorto en sus pensamientos. De vez en cuando tropezaba con un cascote que el arado no lograba deshacer y una blasfemia escapaba de su boca reseca y sedienta. Pero a pesar de todo, seguía andando, indiferente y ajeno a la tarea que desarrollaba y a la realidad que lo circundaba. Su cuerpo estaba allí pero su alma no, su alma vagaba en algún punto lejano del recuerdo.
Al anochecer desenganchó el caballo y montándolo se dirigió rumbo a la casa que se divisaba a unos dos mil metros del lugar donde trabajaba. El animal marchó con paso ligero, presuroso de llegar al bebedero junto al molino para mitigar la sed. Bestia y hombre calmaron la sed en el mismo sitio y con el mismo entusiasmo. El caballo se vio libre y el hombre colgó las riendas en el alero del galpón. Luego encaminó sus pasos hacia la vivienda.
Las estrellas principiaban a emerger en el cielo y una luna llena comenzaba a brillar amortajando de contrastes grises la casa que aún permanecía a oscuras. El hombre ingresó a ella y a tientas encendió una lámpara a kerosén. La lumbre, débil y pálida, iluminó una habitación humilde, con una cocina a leña, una mesa, un banco colocado contra la pared, unas sillas dispersas y un enorme reloj de pared colgado en uno de los rincones.
Con paciencia monacal encendió el fuego de la cocina a leña y puso a calentar una sartén con aceite; cuando de súbito entró corriendo un perro que se abalanzó sobre él, seguramente dichoso de que su amo le diera vida a la casa luego de toda una tarde de silencio.
Una hora después, bañado y pulcramente vestido, el colono cenaba huevos fritos y chorizo casero bebiendo abundante vino. Comía como realizaba todos los actos de su existencia: reconcentrado en sus propios pensamientos, mirando hacia la nada. Los ojos nunca parecían ver lo que tenían delante. Eran indiferentes a las cosas y a los hombres: expresaban una infinita desolación.
Cenó y bebió en cantidad. Aturdido y embotado, se fue a dormir. Su sueño era tan extraño como lo era su forma de vida: acongojado y un permanente martirio. Gemía, murmuraba el nombre de una mujer, sudaba en exceso y a veces despertaba desesperado. Y de madrugada era común que desvelado esperara el día mirando el techo sin verlo, con las manos crispadas, el cuerpo sudoroso y los ojos inundados por el llanto.
La razón chapoteaba en el fango de la evocación de un recuerdo amargo próxima a la locura. El alma era presa de una flagelación permanente. Cada imagen que surgía en su atribulada mente convergía invariablemente hacia el instante en que su esposa le dijo adiós para ir a reunirse con el amante. La escena y las palabras profundizaban la angustia y lastimaban aún más su vanidad de hombre humillado pero no podía dejar de rememorar ese momento terrible.
Tenía treinta años, un hijo de cinco que estaba al cuidado de la abuela, una mujer que a esa hora dormía abrazado a otro, y una ilusión despedazada por un amigo que enamoró a su esposa mientras él, feliz y orgulloso de la familia que poseía, araba la tierra bosquejando planes para hacer crecer y prosperar la chacra pensando con ello obtener mayores beneficios económicos con los que brindarle a su amada un matrimonio basado no solamente en la dicha espiritual sino también en el bienestar material. Proyecto que no pudo cumplir porque el destino trastocó la obra que estaba representando: de comedia la transformó en tragedia con un solo actor como protagonista, él mismo, y un solo sentimiento impregnando el libreto, su propio sufrimiento.

martes, 4 de enero de 2011

El enamorado

Luna de plata
en el espejo de agua
del arroyito que corre
en lontananza.

Estrellas de oro
en el cristal del cielo
que brilla
en la noche campestre.

Notas de acordeón
que el inmigrante toca:
sílabas alemanas
que al firmamento van.

Enamorado que llora
-¡Oh! Amargas querellas-
sus lágrimas de amor
a la luna y las estrellas.

domingo, 2 de enero de 2011

¡Qué tiempos aquellos!


Un equipo de Club El Progreso que forma parte de la historia de la entidad. Una entidad fundada por un grupo de personas visionarias que con los años supo congregar alrededor de sus colores a toda una localidad y ganarse el digno slogan de “Una institución en el corazón de su pueblo”. Porque la mayor parte de la comunidad entrega a diario esfuerzo y sacrificio para hacer crecer al club que albergó a varias generaciones de deportistas y que actualmente se yergue como un orgullo suarense.
El equipo de aquellos años en que la pelota se denominaba sencillamente“fobal” y era de cuero, estaba integrado por... hincados: Pedro Schwerdt, Marcelo Schroh, Ricardo Schroh, Agustín Streitenberger, Juan Streitenberger; parados: Heiland, José Streitenberger, Alfredo Schroh, Luis Schwerdt, Luis Sieben y Héctor Schwerdt.


La muchacha del pañuelo

Junto a la ventana, mirando de vez en cuando hacia la calle desierta a la hora del crepúsculo, una muchacha borda dos iniciales sobre un pañuelo. Está inmersa en su labor sin prestarle atención al rumor de ruidos que genera su madre tras de sí, frente a la cocina a leña. Nada podría perturbar el estado de embeleso en que se halla. Vive en un universo de ensueño.
Y mientras borda espera.
Presa de un súbito apuro, corta el hilo con que el que bordó las dos iniciales y guarda aguja y carretel dentro del neceser. Satisfecha con su tarea, sonríe plácidamente. Intuye, sin mirar el reloj de pared, que la hora en que llegará la anhelada visita se acerca.
Sin embargo, los minutos transcurren, se transforman en una hora, luego en hora y media. El día termina de desfallecer con el sol que agoniza en el horizonte. Los tonos claroscuros del atardecer destacan todavía más el desencanto que comienza a dibujarse en el rostro.
La madre se percata del sufrimiento que padece su hija, se acerca y le aconseja que ya es conveniente que se retire de la ventana, que es tarde, que no vendrá. Él no vendrá. Tal vez tuvo un contratiempo, tal vez... Pero él dio su palabra, argumenta la joven. La madre no dice nada. Cómo decirle nada a una joven enamorada que esperó en vano el arribo de su amado.
Cabizbaja y desolada, se recluye en su cuarto. Hoy iba a ser la primera cita formal. Hoy iba a presentarlo a sus padres... Aunque todos intuían que estaban enamorados, aún no habían oficializado el romance.
En el cuarto la joven llora en silencio mojando con sus lágrimas el pañuelo que con tanta ternura e ilusión había bordado para él. Algo en su interior le dice que no vendrá nunca.
Los días pasan sin tener novedades. A las tres semanas, le llegan noticias que la hunden definitivamente en la depresión: el joven con el que soñaba, anuncia su compromiso y su próxima boda con otra mujer.
Todo pierde sentido. El mundo cotidiano se toma trivial y vacío. Con los días, se vuelve más y más sobre sí misma.
Decepcionada de la vida, toma la decisión más trascendente de su existencia y la que modificará para siempre su destino: ingresará a la Congregación de las Hermanas Siervas Misioneras del Espíritu Santo, va a ser monja. Dedicará su vida a Dios como docente. Con el tiempo será una buena religiosa y una excelente maestra pero nunca conseguirá desterrar completamente el recuerdo de aquella espera ni la imagen del hombre que amó.
Tampoco nadie en la colonia olvidará la triste historia de la muchacha que esperó en vano el arribo del joven que amando a otra la sedujo para demostrarle a sus amigos que tenía cancha con las mujeres y que ninguna podía resistírsele. Cincuenta anos después, los ancianos todavía murmuran su nombre cuando relatan anécdotas de amores imposibles.

El cortejo fúnebre

El caminar de los familiares producía un sonido extraño y monótono en las calles de tierra. El cortejo fúnebre se desplazaba a veces en silencio, a veces rezando. Y era en esos breves instantes de mutismo en que el sonido de los zapatos nuevos en contacto con el polvo desencadenaban ese sonido siniestro. Las mujeres lloraban descorazonadamente, casi con exageración. Los hombres iban cabizbajos y melancólicos. Todos, vestidos de negro, marchaban detrás del féretro que era cargado por varios hombres. Delante de él, abriendo la huella de la senda final, un niño llevaba una cruz negra sobre la cual estaba grabado el nombre del difunto, y a ambos lados, lo escoltaban dos hombres manteniendo en alto oscuros estandartes. También los acompañaban el sacerdote y sus monaguillos.
Llegaron al cementerio y manteniéndose fieles al protocolo ancestral, los colonos realizaron las exequias. El sacerdote oficio el culto religioso. La esposa del difunto, luego de un grito desconsolador, perdió el sentido, y se desvaneció en brazos de su cuñada y hermana. Desesperados, los parientes la reanimaron como pudieron. No logró soportar el sombrío murmullo de la tierra golpeando sobre el féretro recién descendido en la fosa. El sepulturero arrojaba las paladas de tierra sin piedad. Fue en ese instante que los deudos comenzaron a cantar en alemán un himno fúnebre en el que se pone en labios del difunto un mensaje de despedida hasta la eternidad. Nadie escapó al sentimiento de congoja y pérdida.
Concluida la ceremonia y recobrado el orden, la multitud, absorta cada persona en sus propios pensamientos y reflexiones, observa como el sepulturero arroja grandes coronas de flores sobre la tumba fresca. En una puede leerse: 'Tu esposa e hijos, que nunca te olvidarán", en otra: "Tus nietos, que te adoran". Un aroma a primavera y a flores recién cortadas invade el ambiente. Paulatinamente, la gente comienza a dispersarse. Los parientes y amigos, a medida que se alejan, rocían la tumba con agua bendita que a tales efectos traen en pequeñas botellitas. La esposa del difunto es apartada por la fuerza. No acepta las palabras de consuelo de nadie. Llora ajena a la realidad que le rodea.
El cementerio torna a recobrar su paz habitual. Permanece el zumbido de las abejas libando las flores muertas de las coronas y el sepulturero concluyendo su tarea mientras agita la cabeza desaprobando reflexivamente la puesta en escena que llevó a cabo la flamante viuda. "Qué estupidez", murmura, "si todo el pueblo sabe que se acuesta con su mejor amigo ".

¡Fotografía de inolvidables fiestas de casamiento!

La imagen rememora la fiesta de casamiento de Juan Andes y Juana Bauer que, con el devenir de los años y la vida, conformaron una hermosa familia basada en los nobles valores del amor. Los acompañaron, entre muchas otras personas, en aquella imborrable celebración: Serafina Andes, Alicia Gottfriedt, Juan Jacob, Rosa Gottfriedt, Paulina Roth, Juan Gottfriedt, Pedro Bauer, Rosa Hergenreder, Magdalena Gottfriedt, Juan Gottfriedt; Juan Jorge Jacob, Pedro Ricardo Jacob, Andrés Gottfriedt, Juana Gottfriedt

La educación en los pueblos alemanes de antaño: La escuela estatal y la alemana

Recuerda un habitante de los pueblos alemanes que en los primeros tiempos de las colonias “era frecuente, para aminorar la pena, que se nos hiciera arrodillar sobre pedregullo o sobre granos de maíz. Lo más común era que, cuando no se sabía bien la lección que había que recitar de memoria, generalmente la del catecismo, cada error que se cometía se retribuía con una cantidad equivalente de varazos”.

"Nosotros asistíamos a las dos escuelas”, rememora un alemán del Volga que vivió su niñez en las colonias de los años ’30 del siglo XX. “Por la mañana a una y por la tarde a otra. Regresábamos de la escuela al caer la tarde, y tras una breve pausa para ingerir algún alimento, había que entregarse a la tarea de hacer los debe­res para la escuela castellana, tarea que se prolon­gaba hasta bien entrada la noche. Y a la mañana éramos los primeros de la casa en abandonar la cama (para) memorizar la parte que se nos había asignado del catecismo, en idioma alemán por supues­to. La tarea de memorizar, que se prolongaba a lo largo de todo el año escolar, nos resultaba terriblemente engorrosa y, como es natural, disminuía nuestra posibilidad de obtener las mejores notas en la escuela castellana.
A ello debe agregarse la rígida disciplina que se observaba en la escuela alemana, al extremo de que los castigos corporales eran nuestra ración diaria. La frecuencia con que recibíamos sobre nuestra tem­blorosa y lloriqueante humanidad 1a cimbreante azo­taina, propinada con nudosas y elásticas varas de caña de india en lugar de estimularnos al estu­dio, nos producía una aversión hacia la diaria asis­tencia a las clases, que tenía sus motivos, muy fun­dados por cierto, en el pánico que nos causaba la perspectiva de la habitual paliza.
De nada hubiera valido si hubiésemos intentado que­jarnos a nuestros padres por el trato poco amistoso que se nos prodigaba. Es más, nuestros bien in­tencionados padres estimulaban al maestro a hacer uso de la vara, en caso de que no supiéramos la lección o nuestro comportamiento dejara mucho que desear.
Realmente había días en que aquel recinto de exi­guas dimensiones, se convertía en un mudo receptáculo de nuestros ayes y lamentos.
Era frecuente también, para aminorar la pena, que se nos hiciera arrodillar sobre pedregullo o sobre granos de maíz. O bien se nos hacía arrodillar con los brazos en alto, sosteniendo entre las manos la pesada tranca de la puerta, por lo que no se sopor­taba mucho tiempo, y al dejar caer los brazos, por abandono forzoso, entraba a accionar la vara.
Lo más común era que, cuando no se sabía bien la lección que había que recitar de memoria, generalmente la del catecismo, cada error que se cometía se retribuía con una cantidad equivalente de varazos."
Tal era la severidad de los sacerdotes del Verbo Divino o de las hermanas del Espíritu Santo, que aplicaban el viejo axioma “la letra con sangre entra”.
Por otro lado, pe­se a la supervivencia de la escuela alemana, los nacidos después de 1910-20 concurrían igualmente y de manera regular a la escue­la oficial.
En algunos casos, incluso, pese a tener una posición consi­derada desahogada, el formar parte de una familia muy numerosa relegaba a las hijas mujeres, en especial a las mayores, a las tareas domésticas.
En cuanto al contenido pedagógico de esa educación, no hay que olvidar que, en sus rasgos básicos, respondía a la modalidad imperante en muchos colegios religiosos de la época, sólo que en este caso se sumaba a ello el énfasis disciplinario germánico.
Por ese motivo no debe extrañar –dice la historiadora Olga Weyne- que, al lado de descripciones como la anterior que suenan tan duras en los oídos contem­poráneos, el comentarista agregue sin considerarlo contradictorio que la suya, como la de los restantes niños en las colonias ale­manas, fue una infancia feliz.
El escritor Víctor Dorsch nos dice que: "Desde luego que aquella situación en la que nos veíamos colocados en aquel período de nuestra vida, que era la niñez, distaba mucho de asumir para nosotros visos de tragedia. De ninguna manera significaba eso que estuviésemos viviendo una situación dramática y que aquellos maestros alemanes nos hayan parecido unos tiranos desalma­dos. Para nosotros esa férrea disciplina con todos sus abusos era, cuando no precisamente lo normal, por lo menos casi lo normal."
De cualquier manera, probablemente muchos de estos niños advirtieron notorios matices diferenciadores entre su tradicio­nal educación y la que provenía de la escuela oficial.
Muchas veces se pro­ducía en el seno de esta última una especia de "segregación" para con los rusitos, que llegaban a ella sin saber hablar una palabra de castellano lo que, unido a su particular timidez, solía aislarlos al principio del resto de los alumnos.
Claro que si se le da al término segregar su real signifi­cado -muy duro, como pueden atestiguarlo muchas minorías en distintos países del mundo- es casi seguro que en la Argentina nunca se trató de esto.
Pero parece que así era percibido por los interesados, ac­tores de esta historia, que venían desarrollando una palpable hipersensibilidad a las alusiones del medio.
Cabe pese a todo, incluir la siguiente conjetura: de no ha­ber mediado la diferencia lingüística tan notable, quizá el con­traste con la situación de otros hijos de extranjeros en lo que hace a la relación con el criollo, no hubiera sido tan notorio.
Ante la valla de la incomunicación, es posible que surgiera esa reacción -que por otro lado muchas veces aflora entre los germánicos- de aguda mortificación ante lo que consideran su orgullo herido.
Pero como contrapartida, los sentimientos y modalidades que criollos y latinos cultivaban, como por ejemplo la mayor fle­xibilidad en el trato o la espontaneidad para el acercamiento afectivo, irían a introducirse de a poco en esas mentes infanti­les, produciendo lentamente su apego a lo local y su posterior e inevitable integración.
Vuelve a contarnos Víctor Dorsch, en su fresca evocación del pasado: "Surge en mi memoria la imagen maternal de la señora Beatriz, como la llamábamos todos los que fuimos sus alumnos en aquellos años de su permanencia, que por cierto no fue­ron pocos. A nosotros se nos conocía por el mote despectivo de rusos pero aquella buena maestra no hacía ningún distingo entre los así llamados y los que, por su ascendencia espa­ñola, italiana o nativa, no pertenecían a esa casta un tanto despreciable (sic). Durante los años en que la contábamos entre nues­tros vecinos, solía venir de visita a casa, lo que para nosotros no dejaba de ser una distinción que nos halagaba. Me parece estarla viendo, sen­tada al lado de la cama haciendo algún trabajo de tejido, conversando con nuestra madre (enferma) e infundiéndole, seguramente, ese poco de consuelo que le estaba haciendo falta."

Personajes 2010 elegidos por la prestigiosa La Nueva Radio Suárez 101.3 Mhz. de Coronel Suárez


Julio Cesar Melchior, el escritor de Pueblo Santa María.Superó con creces la expectativa por la publicación de su libro.

El ejemplo de las docentes de la Escuela Parroquial Santa María

Las docentes de la Escuela Parroquial Santa María dan ejemplo de vida y de lo que debe ser el compromiso con la escuela, la educación y la sociedad. Son un grupo de maestras que dan testimonio de su vocación. (Datos y fotografías tomados de la página digital de La Nueva Radio Suárez - http://www.lanuevaradiosuarez.com.ar/m.ar/).

El vínculo que tienen las docentes de la Escuela Parroquial de Pueblo Santa María con la institución en la cual trabajan ha quedado bien a las claras estos días, cuando las clases terminaron y, lejos de tomarse algún respiro en un año que ha sido de mucho trabajo, porque concretó el centenario del establecimiento, se siguió con los desafíos pedagógicos de un ciclo lectivo intensivo y con una fuerte acción comunitaria, docentes de esta escuela están remozando con pintura nueva tres salones y también la dirección del establecimiento.Durante todo el año se llevaron a cabo diferentes acciones para juntar fondos que alcanzaron para la pintura, pero no para pagar al pintor. Por eso las docentes, demostrando un fuerte compromiso con la institución en la que brindan educación, se sacaron el guardapolvo, se pusieron ropa de fajina y tomaron los pinceles para mejorar el aula que el año próximo las espera para un nuevo ciclo lectivo.Y para llegar a terminar con tanta tarea no solamente están las horas habituales en las cuales tienen el compromiso de maestras, sino que también le suman otras –muchas- para dejar concretada la renovación de la pintura en todos los espacios en que se propusieron hacerlo.¡Felicitaciones por el ejemplo de compromiso, dedicación y amor a la escuela en la que trabajan! Porque no se detuvieron reclamando porque algún otro haga esta labor, sino por poner manos a la obra.