Rescata

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lunes, 31 de agosto de 2020

Recordando a nuestras madres alemanas del Volga

 Mamá se levantaba bien temprano, generalmente a las cuatro de la madrugada, para ayudar a papá a ordeñar las vacas. Después encendía el horno de barro que estaba detrás de la casa y comenzaba a amasar el pan del día. Sus manos trabajaban la masa con el palote sobre una mesa de madera curtida, llena de años y de cicatrices. Amanecía y el rocío caía desde el cielo humedeciendo su cabello cano. Tanto en verano como en invierno, con heladas o sin ellas, mi madre siempre se las arregló para tener el pan sobre la mesa a la hora del desayuno. Ese pan rico para untar con manteca y miel y acompañar el chorizo seco, las morcillas y los dulces caseros.
En mi alma de niño todavía la veo a mi madre parada junto a la mesa, en la cocina, cortando rebanadas de pan recién horneadas para su marido y sus hijos; conservo en mi memoria el aroma a café con leche impregnando la casa; y el sol asomando en el horizonte, allá lejos, donde mora Dios. (Investigación y reconstrucción histórica: Julio César Melchior). (Para más historias, consultar mi libros "Lo que el tiempo se llevó de los alemanes del Volga" o "La vida privada de la privada alemana del Volga")

Historia de Zulema, una abuela alemana del Volga

“Nací en una casita de adobe, con piso de tierra” –cuenta doña Zulema Jacob. “Los muebles eran de madera gastada, legado de la abuela” –agrega. “Éramos muy pobres” –afirma.

“En la cocina teníamos una mesa vieja, varias sillas, un banco largo, un estante de madera, donde poníamos los platos y los vasos, las ollas colgadas de la pared” -revela.
“Mi niñez no fue fácil pero sí muy feliz. Las tardes de verano las pasábamos en la quinta de verduras, regando, comiendo tomates frescos, y a la noche, andábamos por las calles atrapando bichitos de luz para poner en los frascos y usarlos como faroles” –se emociona- “mientras mis padres se sentaban en la vereda a conversar con los vecinos”.
“Éramos muy chicos. Yo tenía ocho hermanos y los vecinos de al lado tenían once hijos y los del otro lado, nueve o diez, ya no me acuerdo muy bien, pasó tanto tiempo” – se disculpa Zulema, que acaba de cumplir ochenta y siete años.
“Nuestros juegos eran sencillos y simples. Jugábamos a la escondida, a la mancha, a la rayuela, a la muñeca, todos juntos en la calle. Nadie tenía televisión ni radio. Los ricos sí tenían radio pero nosotros, la mayoría en la colonia, no. Los pobres apenas teníamos para comer” –remarca.
“Pero nunca nos faltó nada” aclara. “Nuestros padres nos dieron todo lo que pudieron. Eso sí, las verdaderas golosinas recién las probé cuando cumplí catorce años. Todavía recuerdo el sabor de los caramelos con relleno” –suspira.
“Tanta pobreza hizo que la familia se desintegrara muy pronto. Es una lástima. Porque todos nos casamos demasiado jóvenes” –reflexiona. “Yo me casé a los quince y a los veinte ya tenía tres hijos y uno más en camino. En total tuve trece hijos. Once vivos y dos fallecidos” –evoca.
Doña Zulema cuenta su vida con alegría. Es una mujer jovial. Siempre sonriente. Siempre atenta a su familia. Aunque vestida de negro, jamás muestra un rostro serio o un semblante triste. Sus ojos y su rostro siempre irradian felicidad.
“Sufrí pero también fui muy feliz” –sentencia.
Contar su historia de vida le hace bien. Se le nota.
(Investigación y reconstrucción histórica: Julio César Melchior). (Para más historias, consultar mi libros "Lo que el tiempo se llevó de los alemanes del Volga" o "La vida privada de la privada alemana del Volga").

domingo, 30 de agosto de 2020

Historia de vida de doña Aurelia, una abuela alemana del Volga

"Tenía nueve años cuando tuve que dejar la escuela para ayudar a mi madre a cocinar, lavar la ropa y regar la quinta" -recuerda doña Aurelia. "No se consideraba necesario que las niñas concurrieran a la escuela. Una mujer debía saber cocinar, lavar, tejer, bordar y ayudar a su marido para ser una buena candidata para el matrimonio y una excelente madre para los futuros hijos de su esposo" -revela.
"Así que a los nueve años me quedé en casa a ayudar a mi mamá en todas las tareas domésticas. Éramos trece hermanos, cinco mujeres y ocho varones. Mi hermana mayor, ni siquiera asistió a primer grado inferior. No aprendió a leer ni a escribir ni a sumar. Sin embargo, fue una buena madre. Tuvo diez hijos luego de ayudar a criar a la mayoría de sus hermanos".
"Vivíamos en el campo. Mi papá hacía de todo: arar, sembrar, cosechar, de todo! Y mi madre también. Porque lo ayudaba en todo. Igual que todos mis hermanos y hermanas. Porque teníamos una quinta grande, árboles frutales, cerdos para la carneada, que había que alimentar, vacas lecheras, que había que ordeñar de madrugada, hiciera calor o frío, también teníamos gallinero, con gallinas, patos, pavos, gansos, de todo. Un puñado de ovejas. Conejos y un palomar, todo para consumo. La familia se abastecía de casi todo. Se compraba lo mínimo. Se iba al pueblo una vez cada seis meses, para las fiestas de Pascua y las de Kerb. El resto del año se trabajaba" -afirma doña Aurelia.
"Yo me casé a los dieciséis años y tuve cinco hijos. Cuando me casé nos mudamos a otro campo a trabajar de matrimonio. Yo de cocinera para los patrones y mi marido tenía que hacer de todo. Allí estuvimos veinte años. Fueron años difíciles. Había que aguantar porque queríamos construir nuestra casita. Y lo logramos. De a poquito fuimos levantando la cocina y un dormitorio. Después, le sumamos el baño, para dejar de usar la letrina. Y así fuimos consiguiendo todo: con mucho esfuerzo y sacrificio" -sostiene.
"Después trabajamos en otros lados, también haciendo de todo. Hasta que nos jubilamos y nos mudamos al pueblo. Mis hijos se fueron casando. Mi marido murió hace diez años. Y la vida sigue. Siempre continúa" -concluye doña Aurelia.
(Investigación y reconstrucción histórica: Julio César Melchior)
Para los que deseen conocer más historias sobre nuestras madres y abuelas, los invito a consultar mi libro "La vida privada de la mujer alemana del Volga".

jueves, 27 de agosto de 2020

28 de agosto: aniversario del holocausto de los alemanes del Volga

El 28 de agosto de 1941 el gobierno ruso promulgó un decreto en virtud del cual toda la población alemana debía ser deportada hacia Kazajstán y Siberia. Los deportados fueron transportados lentamente en vagones para el ganado hacia Siberia, Asia Central y el alto Norte, pasando el Círculo Polar Ártico. Acusados de espías y agentes nazis, el ejército rojo inició las represiones; miles de personas fueron capturados y fusilados; toda la población fue deportada, arrancados de sus hogares; los cargaron como animales en vagones de carga, incluyendo todo habitante de ascendencia alemana aún los oficiales y soldados del ejército ruso de etnia alemana; los que no fueron fusilados, fueron condenados a trabajos forzados, muchos murieron de hambre y de frío.
Los hombres fueron obligados a realizar trabajos forzados, separados de sus familias por centenas o miles de kilómetros y sometidos a trabajos igualmente forzados. Los guardias soviéticos no se hacían problemas por la gran mortandad entre los trabajadores esclavos: los reemplazaban simplemente por otros nuevos.
Una tragedia que no debemos olvidar jamás. Mantengamos viva la memoria de todos aquellos mártires inocentes. Elevemos una plegaria en su memoria. (Autor: Julio César Melchior).

martes, 25 de agosto de 2020

Libros que rescatan, revalorizan y difunden la historia, cultura y tradiciones de los descendientes de alemanes del Volga

 Para poder adquirirlos, escribir al siguiente correo electrónico: juliomelchior@hotmail.com. Se pueden adquirir desde cualquier lugar del país. No deje de leerlos.

El rumor como control social en las comunidades de alemanes del Volga


 Los habitantes de la localidad eran descendientes de inmigrantes alemanes, que llegaron al país con una cohesión social firme, basada en dogmas religiosos, que tenían su raíz en tradiciones y costumbres milenarias, cuyos rastros se perdían en la noche de la Edad Media. También una historia común de lucha, esfuerzo y superación. Un pasado de aldea en la mítica Europa y la noble Rusia zarista, de los siervos incultos y los rebeldes cosacos. Habían emigrado dos veces. Primero de Alemania, su tierra natal, la que jamás olvidaron. Y luego de Rusia. País que dejaron sin llevarse nada. Porque nada asimilaron. Ni siquiera el idioma.
Cuando llegaron a la indómita pampa Argentina, a finales del siglo XIX, lo primero que hicieron fue levantar una cruz. Dios estaba por delante de todo. Después recién pensaban en ellos. El cuerpo podía esperar; el alma no. Así surgieron majestuosas iglesias, con altares de mármol de carrara y cálices de oro en el centro de pequeñas localidades. Grandes escuelas parroquiales. Y sacerdotes y monjas inquisidoras que velaban por la moral, la ética y el buen comportamiento social. El cura predicaba aprovechándose del sacramento de la confesión para enterarse de lo que sucedía y de lo que no pasaba también. Mentirle al sacerdote significaba arder eternamente en el infierno por lo que a nadie se le hubiese ocurrido pensarlo siquiera. Como tampoco no ir a confesarse. Era una obligación moral y un dogma de fe sagrado el ir a contarle todo al santo hombre de la iglesia.
Y el hombre de negro, con su sotana al viento, lo sabía todo. Era el comisario, el juez, el intendente. En una palabra, era Dios. Dios y todos los apóstoles juntos. Porque no había tema, no había asunto, ni público, ni privado, dónde su autoridad fuera apelable o siquiera pasible de opinión. Era la voz de Dios en la tierra. Y la conciencia de todos los hombres y mujeres, niños y niñas incluidos. Porque todo el mundo se confesaba.
Cuando en el secreto inviolable de su confesionario, el cura se enteraba que alguna mujer había dado el mal paso, él la condenaba a rezar treinta rosarios, veinte avemarías, dieciocho padrenuestros y una semana de ayuno, sin carne ni pan. Y si esto no alcanzaba para mitigar los deseos insanos de la oveja descarriada, ponía en marcha una argucia que nunca le fallaba. Echaba a correr el rumor: “María engaña a su marido, se acuesta con Juan”. Porque sabía que las quince viejas que se pasaban el día en la iglesia rezando para que no llegara el fin de la creación, enseguida iban a poner en marcha el andamiaje del control social y moral. A partir de saber la novedad, no solamente se la pasarían una a otra, sino que la desparramarían por todo el pueblo, y después se las ingeniarían para espiar a María y a Juan, haciéndoles notar que algo sabían y que con su proceder innoble estaban mancillando el buen nombre de la localidad. Y la pobre María terminaría por encerrar en cuatro paredes, y ocho llaves de castidad, sus deseos e impulsos sexuales, al igual que Juan, so pena ser desterrados a vivir apartados de aquellos santos varones y señoras de alcurnia, que tenían la frente limpia y el nombre sin mácula.
Pero hete aquí, que un día sucedió algo inaudito. El sacerdote se enteró en el confesionario que estaba corriendo por la vecindad un rumor que lo afectaba a él y a su buen nombre. Se decía que el cura se acostaba con la viuda Elisa. Por eso iba todas las semanas a visitarla y a llevarle la comunión. Y que era mentira que ella no podía salir de su casa porque estaba deprimida por la muerte de su marido.
Indignado, en la primera misa que ofició, el cura se encaramó en el púlpito, y en su sermón fustigó a su rebaño por hablar mal de ese pobre apóstol de la iglesia, que era él, ese hombre que renunció a las riquezas y bienes materiales para servirlos a ellos con humildad y entrega absoluta. Justamente a ellos, persistentes pecadores. ¿Y así le pagaban? ¿De esa manera tan atroz? ¿Tan diabólica? –preguntó a los gritos.
Sin embargo, transcurrido un mes, el cura hizo su valija. El obispo le notificó en una carta que, dado los rumores, era mejor que se marchara del pueblo. Su credibilidad había caído hasta abismos inverosímiles y esto le causaba mucho daño a la imagen de la Santa Madre Iglesia. Por supuesto que el obispo, otro santo varón, no lo iba a abandonar porque unos innobles pecadores mancillaran su buen nombre. Ya lo había designado a otra parroquia.
Antes de marcharse definitivamente del lugar, el cura pasó por casa de la viuda Elisa, a confesarla por última vez.
Autor: Julio César Melchior
(Para leer mas historias, consultar mi libro "Lo que el tiempo se llevó de los alemanes del Volga").

¿Por qué nuestros ancestros deciden marcharse de Alemania?


A finales del siglo XVIII Alemania (por entonces el Sacro Imperio Romano Germánico) era una organización imperial apenas sostenida por la enorme cantidad de principados menores saqueados y arruinados por las sucesivas guerras que tuvieron como escenario su territorio. Las aldeas se erigían humeantes y desoladas, las campiñas, otrora florecientes y productivas, despojadas de toda su riqueza de tanto soportar sobre sus fértiles innumerables batallas y un sinnúmero de muertes: las tierras yacían yermas y vacías como desiertos. Las ciudades se encontraban arruinadas. La población había disminuido de manera considerable. El pueblo estaba sumido en la más absoluta miseria. En resumen: Alemania era un conjunto de principados destrozados por la guerra, los conflictos religiosos, la desigualdad social, las hambrunas y las pestes. Un territorio arruinado y un pueblo hambriento.
Los habitantes de las aldeas apenas conseguían sobrevivir llevando una existencia miserable e indigna, sobreviviendo a costa de tremendos sacrificios mientras la aristocracia residía en enormes y lujosas mansiones, disfrutaba de la fastuosidad y de los adelantos técnicos y científicos que podía dispensar el siglo XVIII, Siglo de las Luces o de la Ilustración, una edad iluminada por la razón, la ciencia y el respeto por la humanidad.
En circunstancias tan tristes y nefastas un anuncio a modo de pregón recorre Europa: un Manifiesto emitido por Catalina II La Grande de Rusia, fechado el 22 de julio de 1763 en San Petersburgo, ofrece a través de leyes extraordinarias la salvación a los desheredados y menesterosos aldeanos. El Edicto prometía a los colonos que desearan emprender la aventura colonizadora de transformar tierras incultas en un territorio civilizado, prerrogativas demasiado atractivas como para ser rechazadas, como la libertad y la tan ansiada paz para construir un presente sin guerras y sin hambre. Por eso no es de extrañar que el 80% de los alrededor de 30.000 europeos que emigraron a Rusia, entre los años 1763 y 1767, fueran de origen alemán.
Es en ese momento crucial de su historia cuando se inicia la epopeya de un numeroso grupo de familias alemanas que dos emigraciones y varias generaciones después serán conocidos mundialmente como descendientes de alemanes del Volga, radicándose, algunos de ellos, en la República Argentina. (Autor: Julio César Melchior).

viernes, 21 de agosto de 2020

Si vas de visita a mi pueblo, diles que los extraño y que jamás los olvidé

Si vas de visita a mi pueblo y recorres sus calles al atardecer, verás familias enteras sentadas en las
Iglesia Natividad de María Santísima, de Pueblo
María, Provincia de Buenos Aires
veredas tomando mate, a la sombra de los árboles, conversando en alemán. Verás a los niños jugar en libertad, sin miedo, corriendo detrás de la pelota. Verás un cielo de estrellas surgir lentamente en el horizonte, con la noche que llega y el día que se va con el sol, cobijada en los brazos de la luna. Verás lugares hermosos, en los que se conjuga el ayer con el hoy. Verás viviendas que se construyeron con el pueblo, en los lejanos años de la fundación. Con techos a dos aguas, corredores largos y amplios, cenefas, bombas de agua, jardines con todo tipo de flores, patios grandes, verdes, huertas, molinos. Una iglesia majestuosa. Una avenida ancha. Ramblas con árboles centenarios.
Si vas de visita a mi pueblo, saluda a mi gente, esa bella gente de alma generosa, manos extendidas, temerosa de Dios, trabajadora, honesta, sacrificada, que nunca baja los brazos. Que jamás deja de creer. Esa gente rubia de ojos claros que descienden de colonos que un día llegaron a esos lares desde las lejanas tierras del Volga, a forjar su ideal en este suelo argentino.
Si vas de visita a mi pueblo, diles que los extraño y que jamás los olvidé. Diles que sueño con volver y descansar junto a ellos. Diles que estoy regresando. Diles que ya reservé mi lugar, junto a mis padres y a mis abuelos, al lado de mis hermanos.
No te olvides de darles mi mensaje. Ellos sabrán comprender. Y echarán a volar las campanas para esperarme y acompañarme en mi último viaje.

lunes, 17 de agosto de 2020

Las recetas de la abuela

María Eugenia soñó con su abuela. La soñó frente a su cocina a leña revolviendo el contenido de una olla, en su casa, en la colonia, donde la vio por última vez cuando niña, antes de que sus padres decidieran emigrar a Capital Federal, en busca de un mejor futuro para sus hijos.
La abuela no dejaba de revolver mientras un rico aroma a arroz con leche se iba esparciendo por el ambiente. 
En la mesa de madera, siempre limpia, había una carpeta tejida a crochet en el centro y sobre ella, un pequeño florerito antiguo.
La rodeaban varias sillas. Un banco largo contra la pared. Un mueble pequeño, muy rudimentario, donde asomaban sus pocas pertenencias domésticas: unas ollas, una sartén, platos… 
Al despertar, María Eugenia sentió una profunda melancolía. Una nostalgia que se quedó en su interior a lo largo de todo el día. Y el siguiente. Y el siguiente. Y el siguiente. Decenas de recuerdos se le venían a la mente. Su abuela lavando ropa con ayuda de una tabla de lavar en una enorme palangana. Su abuela barriendo el patio con una escoba fabricada por el abuelo con ramas de los árboles. Su abuela planchando con una enorme plancha a carbón. Su abuela cocinando. Su abuela elaborando Wickelnudel, cocinando Maultasche, friendo Kreppel. Siempre su abuela en la mente. Su querida abuela, fallecida hace ya treinta años.
Con estos recuerdos dando vueltas en su interior, con una tristeza que se iba profundizando a medida que pasaban los días, se sentó frente a la computadora a buscar sin saber exactamente qué. 
Sin darse cuenta de lo que buscaba, encontró parte de sus raíces gastronómicas, su identidad y una manera de mantener vigente la memoria de su abuela. 
En la pantalla leyó:
-Libro "La gastronomía de los alemanes del Volga", del escritor Julio César Melchior, rescata más de ciento cincuenta recetas tradicionales.
Una amplia sonrisa se dibujó en sus labios mientras encargaba el libro. Su alma vibró de entusiasmo. 
-Voy a recuperar todas sus recetas. A aprender a cocinarlas. 
María Eugenia no veía la hora de tener el libro en sus manos para preparar Kreppel, Maultasche, Kleis, Wickelnudel… Estaba decidida. Aunque tuviera que repetir la receta una y otra vez. Ella estaba dispuesta a continuar el legado de su abuela. 
-El sueño fue un presagio -exclamó feliz. 

jueves, 13 de agosto de 2020

Se lanzó la décimo cuarta edición del libro "La gastronomía de los alemanes del Volga", del escritor Julio César Melchior

 Fuente: lanuevaradiosuarez.com.ar

Con una larga lista de lectores en espera, ávidos por adquirir un ejemplar, salió a la venta la décimo cuarta edición del libro "La gastronomía de los alemanes del Volga", del escritor Julio César Melchior, la obra que rescata las recetas de las comidas más tradicionales del pueblo de los alemanes del Volga. Un compendio histórico de más ciento cincuenta recetas que recoge los ingredientes secretos de las abuelas inmigrantes, arribadas de las aldeas ubicadas, allá lejos, a orillas del río Volga, en Rusia, para preparar los sabrosos e inolvidables Maultasche o Varenick, Wickelnudel, Füllsen, Kraut und Brei, Kleis, Dünne Kuche, por solo citar algunos de los tantos y tantos platos que componen la gastronomía tradicional de los alemanes del Volga.
El libro, compuesto de varios capítulos, también revela otros ingredientes secretos, por ejemplo, cómo elaborar quesos, licores, cervezas, dulces, chucrut, pepinos en conserva, entre otros muchos productos culinarios que preparaban las abuelas y los abuelos de antaño. Ya que, en tiempos idos, todo se hacía en casa. Nada se compraba en los almacenes. Porque todas las familias poseían una enorme huerta y árboles frutales, en los extensos terrenos, ubicados detrás de sus hogares. Como así también poseían algunas vaquitas lecheras y cerdos para las carneadas.
Sin lugar a dudas, un libro extraordinario del escritor Julio César Melchior, que merece con creces este éxito sensacional, por el trabajo de investigación, conservación y difusión que está realizando desde hace más de veintiséis años.

domingo, 9 de agosto de 2020

Me siento sumamente feliz: el blog superó las 3.800.000 visitas!

 Me siento sumamente feliz porque mi blog superó las 3.800.000 visitas: todo un récord! Más aún si tenemos en cuenta que es una página digital cuya única premisa es rescatar, revalorizar, conservar y difundir exclusivamente la historia, cultura, tradiciones y costumbres de los alemanes del Volga.

Este es el resultado de un paciente y cotidiano trabajo literario de diez largos años. Investigando, entrevistando, rescatando, escribiendo y publicando.
Al visitar el blog pueden encontrar y leer recuerdos de las aldeas del Volga, historias de fundaciones de aldeas y colonias, fechas, datos, nombres y apellidos de fundadores y primeros habitantes, historias de vida, de hombres, mujeres y niños, refranes, adivinanzas, juegos, travesuras infantiles y recetas gastronómicas. También detalles inéditos de costumbres y tradiciones sociales, culturales y religiosas.
Mi alegría es inmensa y deseo compartirla con todos ustedes y agradecer a todos aquellos que diariamente visitan el blog y se nutren de él.
Seguramente nuestros antepasados se sentirán sumamente orgullosos de nosotros.
¡Su memoria está más viva que nunca!