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miércoles, 27 de mayo de 2020

Los Wickelnudel de la abuela

-Llegaste justito Camila para ayudarme a cocinar Wickelnudel. ¿Me vas a ayudar? -preguntó la abuela a su nieta, que acababa de llegar con la mochila con la que se movía habitualmente de acá para allá, arrastrando libros de estudio.
-Sí! -respondió la nieta entusiasmada. Así aprendo a cocinarlos. Mamá nunca me deja entrar a la cocina cuando está cocinando porque dice que mi función en la casa es estudiar y recibirme.
-¡Y tiene razón! -agrega la abuela. Tenés que estudiar para ser una buena médica.
-Pero las médicas también cocinan -opinó la nieta. O caso las médicas no comen, abuela?
-Sí, Camila, comen; pero tienen empleadas que les preparan la comida.
-Pero yo quiero aprender las recetas alemanas. En las grandes ciudades nadie las sabe cocinar. Y en las colonias, a veces también pasa, porque nuestras madres no nos enseñan a cocinar desde chicas como hicieron ustedes, abuela, con ellas.
-Era otra época, Camila. Tenían que aprender obligadas porque tenían que salir a trabajar desde muy pequeñas. Tu mamá empezó a trabajar a los doce años. Probrecita! Con tu abuelo tuvimos trece hijos y dos fallecidos. Había que alimentar a tanta gente. Hoy las cosas cambiaron: todos tienen solamente uno o dos hijos, entonces todo se vuelve más sencillo. Los pueden mandar a estudiar. Algo imposible para tu madre. Ninguno de tus tíos pudo terminar la primaria. Todos tuvieron que salir a trabajar al campo. Tu abuelo murió muy joven y eso lo hizo todo aún más difícil. Pero dejemos eso, es historia pasada -se interrumpió abuela. Vamos a cocinar Wickelnudel? Sí? Bueno, vos andá preparando unos ricos mates, así no te aburrís mientras mirás.
La nieta obedeció. Fue a la alacena, sacó la yerba, el mate y todo lo necesario para prepararlo.
La abuela limpió la mesa de madera y sobre una tabla de madera empezó a cortar un pequeño corte de carne en trozos, después pico una cebolla, dos zanahorias y tres papas.
-Esto, y algunas cositas más, es para el estofado donde se van a cocinar los Wickelnudel. Ah! También hay que salar y condimentar bien para que la salsita salga rica. Todo esto lo ponemos a rehogar en una olla con unos chorros de aceite, sobre la cocina a leña. Y lo dejamos ahí, revolviendo de vez en cuando.
-Pero, abuela, no estás diciendo las proporciones.¿ Cuánto de carne?¿Cuántas zanahorias?
-Más o menos, medio kilo de carne. Si tenés menos no importa. Hay que saber arreglárselas como lo hacían nuestros antepasados, que siempre les faltaba de todo. Mi madre, a veces, cocinaba Wickelnudel sin carne. Le agregás dos o tres zanahorias. Una o dos cebollas, de acuerdo al tamaño. Eso lo vas a ver a medida que las vas cortando. Algunas papas. Unas pizcas de condimentos. De los que más te gusten, para que tome rico sabor.
-Uh! Pero así es muy difícil, abuela -se quejó la nieta. Cómo voy a saber cuál es la cantidad necesaria de cada cosa, si nunca preparé una salsa en mi vida.
-Ya vas a aprender -Camila. Ya vas a aprender. Paciencia.
Camila no estaba tan convencida. La abuela se desenvolvía con tanta seguridad.
-Ahora a preparar la masa -exclamó la abuela.
-Sí! -los Wickelnudel!
La abuela limpió bien la mesa, primero con un trapo húmedo y luego seco. Espolvoreó un poco de harina y mientras elaboraba la masa, explicaba:
-Arrojás un montoncito de harina bastante generoso. Le agregás levadura. Una pizca de sal. Uno o dos huevos. Un poco de leche. Unís todo y amasás. Una vez que tenés una masa homogénea la ponés sobre la mesa y la aplanás con el palo de amasar. La enrollás. La untás con aceite. Y la cortas en rollitos de unos cinco centímetros, más o menos. Y finalmente, la dejás reposar durante un rato.
-Me quedó reclara -comentó la nieta con una sonrisa de joven para nada conforme con la explicación. Es imposible que yo haga eso. Uno o dos huevos, tres o cuatro cebollas, más o menos un kilo de harina y no sé qué más!
-No! Un kilo no! -corrigió la abuela. Es demasiado.
-Y después? -preguntó la nieta.
-Paciencia, Camila. En la cocina todo se hace con mucha paciencia y tiempo, para que las cosas salgan ricas. Pero te cuento: después de que hayan pasado unos minutos, colocamos los Wickelnudel sobre la salsa de carne y verduras que preparamos en la olla, que no tiene que ser muy líquido porque la masa se tiene que cocinar al vapor. Si es muy líquido tenés que retirarle un poco de jugo. Colocás los Wickelnudel y los tapás. Se cocina sin quitar la tapa de la cacerola a fuego muy bajo.
-Parece tan fácil cuando te miro mientras los preparás y, sin embargo, es tan difícil. No a todo el mundo le salen los Wickelnudel tan ricos como a vos. Quedé mareada con todo lo que hiciste. Es un lío las cantidades y las proporciones.
-No te preocupes -la consoló la abuela y fue a la pieza a buscar un regalito envuelto en papel de librería.
Qué raro! -pensó la nieta. La abuela yendo a una librería. Justamente ella, que solamente leía la Biblia y, de vez en cuando, algún diario local que le prestaba la vecina. Ella prefería la radio como soporte informativo. Allí también se enteraba quién fallecía en el pueblo.
-Es para vos -dijo sonriente la abuela.
-Para mí? -preguntó desconcertada la nieta.
-Sí, Camila. Abrilo. Hay que romper el papel porque trae suerte. No te olvides.
Así lo hizo la nieta. Y descubrió el libro "La gastronomía de los alemanes del Volga", del escritor Julio César Melchior.
La nieta lo ojeó. Sus ojos se iluminaron. Abrazó a su abuela fuerte, muy fuerte, estampando un beso sonoro en la mejilla.
-Es para que aprendas a cocinar nuestras recetas. Hay más de ciento cincuenta. Explicadas paso a paso. Es un muy buen libro, que rescata nuestras comidas. Te va a encantar.
-Gracias! Gracias! Gracias! Sos un amor, abuela! Estás en todos los detalles.
La abuela emocionada empezó a limpiar la mesa, para que su nieta no se diera cuenta que estaba a punto de llorar de alegría. (Autor: Julio César Melchior).

miércoles, 13 de mayo de 2020

El abuelo Pedro y su infancia en el campo

El reloj marcaba las cuatro de la mañana. Don Pedro, por aquel entonces un niño de nueve años, andaba a oscuras y a tientas, pisando escarcha, reuniendo los caballos en el potrero, detrás de la casa. Tenía que reunirlos a todos, más de veinte, antes de que aparecieran su padre y sus hermanos, listos para salir al campo a arar. Don Pedro no solamente debía encontrarlos en la oscuridad, porque apenas brillaban algunas estrellas, y hacía un frío insoportable, que helaba las orejas y la nariz, sino que tenía que sujetarlos a los arados respectivos, que, por aquellos años, eran tirados por caballos.
Mientras él cumplía con su tarea diaria, sus padres, mamá y papá, juntos con sus hijos e hijas, que iban desde los diez hasta los dieciocho años, ordeñaban las vacas, sentados bajo la intemperie, con las manos coloradas y la cara ardiendo del tremendo frío que hacía.
Don Pedro, actualmente con casi noventa años, recuerda que, sin embargo, nadie se quejaba. "Es más -afirma-, mi padre silvaba mientras ordeñaba y mis hermanos hacían bromas y competían para ver quién de todos ordeñaba más vacas lecheras".
"Mis padres seguramente estaban felices porque lo tenían todo" -sostiene-. Tenían trabajo, que les proveía casa y comida, y un sueldo. Ellos pudieron criar a sus once hijos sin problemas. Porque vivimos en ese ranchito de adobe hasta que todos los hijos se fueron casando y mis padres se jubilaron. Me acuerdo que era una casita muy precaria, con una cocina y dos habitaciones. Después mi padre levantó otra, con sus propias manos, cuando empezaron a llegar más hijos. Había un galpón de chapa, demasiado chico para guardar todos los enseres rurales. Un molino, donde buscábamos agua para consumir, cocinar, bañarnos, lavar la ropa, que quedaba a más de cien metros de la casa. Todos los días había que arrastrar agua con los baldes para lavar la ropa y cocinar. Y todas las mañanas íbamos al molino a lavarnos las caras al despertarnos. Teníamos quinta de verduras. Había un horno de barro. Mamá hacía un pan riquísimo, que untábamos con manteca casera y miel.
“Mis padres carneaban dos veces al año -continúa Don Pedro. No sé cómo se las arreglaban para llevar a cabo todo el proceso con la ayuda de sus hijos solamente. Porque estábamos muy lejos de la colonia. Nadie, ningún amigo o pariente, estaba cerca para colaborar. Pero, sin embargo, nunca nos faltaron el chorizo, las morzillas, el jamón, el jabón casero. Mamá hacía manteca y quesos. Mis padres no compraban casi nada. Solamente harina, yerba, azúcar y alguna otra cosita más. Todo se hacía en casa. Con alegría. Mi padre sabía tocar la acordeón. De noche, si el cansancio lo permitía, después de cenar y leer la Biblia en familia, papá tocaba y todos cantábamos bajo la luz de un farol a kerosén, en la pequeña cocina de adobe, calentada por una cocina a leña, que se mantenía encendida con bosta de vaca. Bosta de vaca que juntaban en el campo, durante las tardes, mamá con mis hermanos menores.
"Tuve una hermosa infancia. Unos padres increíbles. Éramos felices y estábamos agradecidos a Dios por lo que teníamos. Nunca nos faltó nada" -concluye Don Pedro. (Investigación histórica y redacción: Julio César Melchior).

lunes, 10 de diciembre de 2018

El adiós al Volga


Ver por última vez las aguas del río Volga, desencadenó en él una revolución interna de sensaciones e imágenes: mi abuelo intuyó con absoluta certeza, que jamás iba a regresar a la aldea, que las circunstancias de la vida, llámense económicas, sociales, políticas, o simplemente destino, nunca se lo iban a permitir. 
Quiso retener en su memoria el fluir del agua, su color intenso, la bravura de su ímpetu; pero, muy en el fondo de su alma, sabía que eso era imposible, porque el transcurrir del tiempo siempre diluye los recuerdos, primero los pinta de color sepia y finalmente los transforma y los aleja, hasta quitarles nitidez y emoción.
Agitó las riendas y los caballos se pusieron en marcha, arrastrando el carro en el que viajaban mi abuelo, su esposa, sus cinco hijos, tres baúles y unas pocas cosas que pudieron llevar. 
En la aldea quedaba no solamente el pasado, una vivienda, su hogar, al que jamás regresarían, sino padres, hermanos, tíos y abuelos. Un universo de gente que los veía alejarse en el horizonte, envueltos en una bruma de polvo, que levantaban los caballos y el carro al cruzar la inmensidad rusa rumbo a la estación, donde abordarían el tren que los llevaría a Alemania, para, en el puerto de Bremen, embarcar rumbo a la Argentina.

viernes, 30 de noviembre de 2018

La colonia es un murmullo de voces que se pierden


“Caminante no hay camino, se hace camino al andar…” Y al andar se dejan estelas en la mar que, al mirar atrás, son nuestras huellas en el camino. Jirones de vida y destino que dejamos en el pasado para construir este futuro. Este ahora que en mis manos, ajadas y viejas, no logran contener en toda su inmensidad tanta angustia, devastación y desolación que me dejó el ayer. Cuando lleno de sueños embarqué hacia la Argentina, con mi esposa y mis hijos. Mis baúles y mis miserias. Mi adiós a la tierra volguense y mi esperanza desmedida en el futuro argentino.
Y no hubo tal futuro. No hubo nada. Solamente amargura tras amargura. Fracaso tras fracaso. Llorando muertos tras muertos. Llorando partidas y continuando a pesar de todo. Cada vez más solo, cada vez mas desesperado y cada vez mas decepcionado de la vida. Primero mi esposa. Muerta por la epidemia. Después mis hijos. Difteria y otros males. Todo me lo llevó Dios. Todo lo perdí. ¿Por qué? ¿Para qué? ¿Qué tenía que aprender? ¿A sufrir? ¿Qué culpa tenían mis hijos y mi esposa con mi aprendizaje? Es ilógico escuchar esa explicación del cura: Toda muerte nos enseña algo. ¿A quién? ¿Por qué alguien debe entregar su vida para enseñarle algo a una persona que continúa, supuestamente, disfrutando de la vida? No tiene lógica. Nada tiene lógica. Ni que mis tres hijos y mi esposa hayan muerto y yo, totalmente solo, desgarrado de dolor, hoy esté cumpliendo 98 años.

Cinco libros sobre los alemanes del Volga


Nuestros abuelos, los alemanes del Volga


Trajeron en sus baúles
enseres de todo tipo:
ropa, vajilla, retratos.
Y en el espíritu
fe, coraje y esperanza.

En los labios un idioma.
En el corazón a Dios.
En el alma tradiciones.
Y en las manos trabajo.

Trajeron cuerpos fértiles
para una tierra virgen:
la sembraron de trigo
y la poblaron de hijos.

viernes, 10 de agosto de 2018

El trágico casamiento de la abuela Elisa

Don José llamó a su hija de catorce años a la cocina para
comunicarle que a partir de mañana comenzaba a trabajar en la casa de su compadre don Pedro, cuya esposa estaba embarazada de cinco meses y tenía que guardar cama hasta el día del alumbramiento, lo que la imposibilitaba de alimentar y atender a sus siete hijos.
A la noche, la niña, llamada Elisa, juntó sus poquitas pertenencias y a la mañana siguiente, llorando, se fue a vivir a la casa de don Pedro. Enseguida comenzó a cumplir con sus tareas: cocinar, lavar, planchar, cuidar y vestir a los niños y asistir a la embarazada en lo que le hiciera falta para hacerle más llevaderos los días en cama esperando el alumbramiento de su octavo hijo.
Elisa pasó, sin transición, de jugar a la mamá con su muñeca de arpillera a asumir todas las responsabilidades de un ama de casa.
Pasaron los meses, nació la criatura tan esperada por don Pedro; pero la madre murió en el parto.
Don Pedro quedó devastado, llorando a su esposa, con el bebé en brazos, rodeado de sus siete hijos. Mientras la pequeña Elisa se hacía cargo de todo. Los niños habían aprendido a quererla y si bien lloraban a su madre, se sentían protegidos y cuidados por ella.
Dos meses después de haber sepultado a su esposa, y haber llorado sin consuelo durante días, don Pedro fue a visitar a don José, el padre de Elisa, para pedirla en matrimonio. Don José no lo pensó mucho. Los hijos necesitaban una madre y don Pedro era un buen candidato.
Quince días después,  don Pedro y la pequeña Elisa se casaron. Elisa cumplía quince años y don Pedro había cumplido treinta y uno hacía apenas tres meses.

sábado, 4 de agosto de 2018

Homenaje a mi madre y a todas las madres alemanas del Volga

 Mi madre está presente en mi memoria de niño feliz. Su rostro
surcado de arrugas son pliegues de ternura; sus ojos celestes: cielo de afecto y estrellas de besos; sus manos callosas: cuna de afecto en las que me arrullaba cantando “Tros-Tros-Trillie”. Su regazo: consuelo de mis primeras lágrimas, amparo de mis primeros desencantos. Su alma de infinito amor: lo comprendía todo y lo sabía todo.
Mi mamá está presente en mi memoria de niño feliz. Su casa con cocina a leña, una mesa de madera grande, un banco contra la pared, con aromas a Krepel, Dünne Kuche, Sauerkraut: aromas que perduran en mi mente. Los Wicknudel, los Klees, el Kalach, y mil delicias más que preparaba para los almuerzos y las cenas, para esas comidas de domingo en las que mimaba a sus nietos mientras reía y cantaba: “Wen ich komm,wen ich wider wider komm”, radiante de poseer una familia grande y orgullosa de que todos sus descendientes la amaran.
Mi mamá está presente en mi memoria de niño feliz. Es un ángel que me cuida; un hada madrina que me concede todos los deseos; una estrella que me guía y protege en la vida. Es, fue y será, la persona que me enseñó a ser quién soy y a saber a dónde voy. Es quién me inculcó el valor de ser descendiente de alemán del Volga y sentirme orgulloso de serlo. (Autor: Julio César Melchior)
Para conocer mas a cerca de la sicología, sociedad y el modo de vida de la época de nuestras madres y abuelas les sugiero leer mis libros La vida privada de la mujer alemana del Volga y Lo que el tiempo se llevó de los alemanes del Volga.

martes, 31 de julio de 2018

Así eran las colonias de nuestros abuelos

Los pájaros trinan en el amanecer, surcando el cielo de la colonia
rubia. Se escucha el pregón del lechero, carnicero, panadero… Las voces de las amas de casa que salen a la vereda a realizar su compra diaria. La algarabía de los niños conversando en alemán. Los ruidos melodiosos que salen de la herrería, carpintería… El silencioso parlotear de la tijera del sastre y el habla cansino del martillo del zapatero. El sacristán echa a volar las campanas de la torre de la iglesia llamando a misa. El sacerdote se apresta en la sacristía. Los monaguillos preparan sus enseres. Las velas del altar arden. Doña Agueda reza el rosario sentada en el primer banco, junto a Doña Ana, ataviadas de negro, las cabezas cubiertas con un pañuelo del mismo color, y las miradas fijas en Jesucristo. En el campo, los hombres labran la tierra bajo un cielo estrellado de gaviotas. Abren surcos en la tierra virgen para sembrar trigo. El trigo que florecerá en espigas de harina, pan y hostias. Y en la inmensidad, los ojos de Dios velando a su pueblo: inmigrantes peregrinos que llegaron de allende el Volga para hacer fructificar el suelo argentino.

miércoles, 27 de diciembre de 2017

La casa de mi abuelo

La casa de mi abuelo era de ladrillos y adobe. Puertas y ventanas pintadas de verde. Una galería pequeña donde solían jugar los niños. Dos cocinas: una de invierno y otra de verano. La de invierno tenía una cocina a leña, alimentada con bosta de vaca, una mesa de madera curtida, un banco largo contra la pared y varias sillas remendadas. La cocina de verano era más austera pero, en lo esencial, repetía el mismo decorado.
Al frente un jardín. Al fondo una huerta y un gallinero. Cerca de la vivienda una bomba de agua. Y allá lejos, casi al final del patio, un Nuschnick. Al lado una dependencia donde residía el cerdo que aguardaba la época de la carneada. Junto a él, pastando una vaca y su ternero, que daba la leche para el desayuno de los niños, y un caballo que utilizaba abuelo para ir y venir del campo.
Un galponcito de chapa con los enseres de trabajo y la bosta de vaca estivada durante el verano para pasar los crudos inviernos.
También había un horno de barro donde abuela horneaba el pan diario, bien temprano, en la madrugada.
La casa de mi abuelo fue también mi casa. El hogar donde viví mi infancia y mi adolescencia. El lugar y el ámbito donde mis padres forjaron mi identidad.

martes, 19 de diciembre de 2017

La soledad de los viejos

Llueve y la anciana está sentada junto a la ventana, en la oscuridad de la cocina, meciéndose. La lluvia cae torrencialmente golpeando la ventana y la anciana la mira caer mientras reza el rosario. Su mente esta disociada de la realidad. Reza porque regresen hijos que murieron hace más de veinte años y por el eterno descanso de familiares que fallecieron hace más de cincuenta.
Su existencia cotidiana se desarrolla en el pasado. Conversa con los muertos que se velaron en la casa. Esta huérfana de hijos, marido y parientes, que la observan desde los retratos que cuelgan de la pared con sus ojos vacíos. Y la aguardan en la eternidad, en el cielo de Dios.
De día está sola la mayor parte del tiempo, como ahora, en este instante del atardecer. La mujer que la cuida y la acompaña por las noches, tiene otras prioridades. Es joven. A ella no la esperan los muertos, como a la anciana. Todavía está mas cerca de los vivos.

miércoles, 22 de noviembre de 2017

Abuela es una genia

Puso a hervir agua en una cacerola le agregó sal gruesa. En la sartén, también sobre la cocina a leña, puso a freír trocitos de pan. Regresó a la mesa. Acomodó la masa. Espolvoreó harina. Descolgó el palo de amasar de la pared. Doña Elvira cocinó un plato tradicional. Lo preparó como elaboraba su madre, que lo heredó de sus ancestros. Con mucho amor. Para la familia. Para sus hijos. Para sus nietos.
Pañuelo en la cabeza. Una canción alemana en los labios. Un brillo especial en los ojos. Satisfacción y orgullo. "Cocina mejor que cuando era joven", opinan sus hijos. "Abuela es una genia", sostienen los nietos.

martes, 14 de noviembre de 2017

Fotografías de la exitosa Füllsen Fest llevada a cabo en Pueblo San José

Fotos: Gladys Noemi Zubeldia

Un sensacional éxito, con una multitudinaria presencia de público, alcanzó la Füllsen Fest, organizada por las instituciones de la comunidad y llevada cabo en Pueblo San José, en el Distrito de Coronel Suárez, en la Provincia de Buenos Aires. Las tradiciones y costumbres de nuestros ancestros se mantienen vigentes gracias a estos extraordinarios esfuerzos y a estas magníficas fiestas.



viernes, 10 de noviembre de 2017

La fundación de las colonias en la voz del abuelo

En las largas tardes de invierno, cuando llovía, y el frío hacía guarecer a los niños en la cocina, abuelo se sentaba en su mecedora, encendía su pipa, concentraba su mirada húmeda de melancolía en el pasado, y nos hablaba de su aldea natal, ese pueblo lejano que debió abandonar cuando niño junto a sus padres, para escapar de la miseria, del hambre y las persecuciones. Nos contaba de la última noche que pasó en la casa de su abuela, despidiendo familiares y amigos, que jamás volvería a ver. Del llanto desconsolado de su madre al partir, sentada al lado de su marido, en el carro. “Ver cómo nos alejábamos de nuestra casa fue como morir un poco” -nos confesaba abuelo. “La casa, mi patio de juegos, mis amigos, mis abuelos, la aldea, todo fue quedando atrás, al igual que el rio Volga, que Rusia, que Alemania, que Europa” -agregaba. “Navegamos alrededor de un mes, en condiciones deplorables y alimentándonos mal”Llegaba la noche. Mamá encendía el farol. Comenzaba a preparar la cena. A amasar sobre la mesa de madera unos ricos Kleis o Wickel Nudel. Mientras abuelo continuaba contando su odisea.
“Desembarcamos en el puerto de Buenos Aires. Solos. Totalmente solos. Mi papá, mi mamá, mis dos hermanitos y yo. Sin conocer una sola palabra de castellano. Todavía hoy no entiendo cómo hicieron mis padres para llegar a la estación de tren, sacar boleto y viajar hasta la colonia, donde vivía el hermano de mi papá. Al llegar a destino, mis padres se sintieron un poco desilusionados. La colonia apenas era un caserío de casas levantadas a base de adobe. Unas pocas casas en medio de la inmensidad de la pampa. Una inmensidad que daba miedo. El horizonte virgen parecía no tener fin. Asfixiaba el alma. Ver tanta vastedad, tanta tierra sin nada, tanto suelo sin sembrados, sin conocer el trabajo del hombre, asustaba un poco. ‘Estábamos solos en el medio de la nada’ -me dijo un día mi papá. ‘Todo dependía de nosotros. Absolutamente todo’”.
“Con el transcurrir de los meses fueron llegando más colonos con sus familias y, poco a poco, surgieron más viviendas, más campos se araron y se sembraron, se generaron los primeros noviazgos y los primeros casamientos. Me acuerdo que en cada ceremonia participaba todo el pueblo. Se vivía como una fiesta comunitaria. Había mucha música, mucho baile y mucha alegría. Las fiestas duraban varios días” -recordaba el abuelo.
Abuelo en su mecedora, fumando su pipa, mirando distancias, pensando, rememorando, y nosotros, los niños, sentados a su alrededor, escuchando con atención.
El relato se interrumpía cuando mamá llamaba a cenar. Entonces abuelo nos decía con resignación: “Mañana a la tarde les sigo contando”. Pero amanecía sin lluvia y con un hermoso sol y los niños volvíamos sin ningún tipo de remordimientos a nuestros juegos y abuelo tenía que esperar hasta que llegara otra tarde de lluvía, para terminar de contar su historia de vida.

sábado, 21 de octubre de 2017

Recuerdos de mi infancia

Recuerdo de mi infancia los amaneceres sentado frente a una taza de café con leche recién preparada por mamá, su aroma en la cocina y sobre la mesa manteca casera, dulce de ciruela, también casero, chorizo seco, jamón y el rico pan horneado por mamá en el horno de barro, durante la madrugada, mientras mis hermanos y yo dormíamos.
Recuerdo salir al patio, inspirar el aire de la colonia, con sus aromas entrañables, a flores, a eucalipto, a pinos, a ligustrinas e ir en busca de mis amigos para correr libres en compañía de nuestras mascotas, a la orilla del arroyo, bajo la sombra de los árboles, cazando pajaritos con la gomera, pescando, jugando.

martes, 12 de septiembre de 2017

Receta de Kreppel, las tortas fritas tradicionales de los alemanes del Volga

½ litro de leche cuajada (cortada)
3 yemas
1 cucharada de crema
1 cucharada al ras de bicarbonato
½ taza de azúcar
½  kilo de harina

Preparación:
Poner en una olla la leche, el azúcar, la yema, el bicarbonato y la crema. Unir todos los ingredientes batiendo con una espátula o con las manos, como lo hacían las abuelas en tiempos idos. Colocar sobre fuego para entibiar.

En un bol poner la harina. Volcar dentro la preparación anteriormente elaborada y unir, teniendo mucho cuidado de  no realizar una masa demasiada dura, más bien que sea blanda.
Una vez finalizada la tarea, dejar descansar durante dos horas.
Luego estirar la masa sobre la mesa con un palote, tratando de que no sea tan delgada (1 cm de altura aproximadamente). Cortarla en forma de rectángulos (de 8 por 12, más o menos, eso depende del gusto de cada uno) y efectuarle una hendija con un cuchillo filoso a cada rectángulo.
Freírlos en una olla, en aceite caliente.
Una vez listos, espolvorearlos con abundante azúcar y degustar con ricos mates o un sabroso café con leche.

Receta extraída del libro “La gastronomía de los alemanes del Volga”, del escritor Julio César Melchior, que se puede adquirir desde cualquier lugar del país, por correo.





sábado, 9 de septiembre de 2017

¡Feliz Kerb, Pueblo Santa María!

Cada 8 de septiembre la comunidad de Pueblo Santa María celebra la Natividad de María Santísima y conjuntamente con ello, conmemora la jornada en que la virgen fue consagrada como patrona de la localidad. Durante ese día se llevan a cabo los actos litúrgicos. El fin se semana que le sigue, se realizan los eventos que organizan las instituciones para festejar el acontecimiento. A esta fiesta se la llama Kerb y es una de las más tradicionales de los alemanes del Volga. Por eso, a partir de hoy, y durante todo el fin se semana, la gente de Pueblo Santa María está de fiesta. Son los días en que la familia se reúne en torno a la mesa y comparte, además de las comidas típicas y la música tradicional, la fe en Dios y el legado cultural y social heredado de los ancestros. Como antaño. Como siempre. Como viene sucediendo de manera inmemorial a lo largo de la fructífera historia de este pueblo.

viernes, 8 de septiembre de 2017

Sigamos el ejemplo de nuestros ancestros

El verdadero valor de las cosas está en lo cotidiano, en los hechos simples de la vida diaria. En los gestos que se tributan a los hijos, la ternura que se entrega a los padres; en el brillo de una mirada arrullando nuestra tristeza; la sonrisa de un alma compartiendo nuestra alegría; y tantas pero tantas vivencias sencillas que de tan sencillas y cotidianas olvidamos que son lo más importante de la existencia y que serán lo único que harán trascender nuestra vida. Porque cuando ya no estemos en este universo caótico nadie recordará el grosor de nuestra billetera como tampoco recordará las posesiones materiales que pudimos haber poseído alguna vez; pero sí, todos, absolutamente todos a los que amamos, tendrán presente eternamente el amor que habremos sido capaces de entregar sin pedir ni exigir nada a cambio. Ese amor puro, franco, que se da con el corazón, sin palabras ni ostentación, nada más que con una entrega silenciosa y solidaria, con una profunda convicción y sentimientos desinteresados.
Sólo el amor, sólo la familia, nos mantendrán vivos permanentemente y nos educarán en la fe en Dios. Y sólo así sabremos que hemos vivido plenamente. Tan plenamente como nuestros ancestros, nuestros abuelos, nuestros padres... que siempre, minuto a minuto, cotidianamente, nos demostraron con el ejemplo lo que significa ser mujeres y hombres de bien. Respetables y honestos.
Sigamos su ejemplo de vida y llegaremos, al igual que ellos lo hicieron, a la felicidad suprema de saber que no hemos vivido en vano.

lunes, 4 de septiembre de 2017

Obras literarias sobre los alemanes del Volga cargadas de magia

Quiero compartir con ustedes una profunda y sentida carta que me envió la profesora de historia María Catalina Millenpier, residente en Bruselas, que conoció mis libros a través de mi blog:

Obras literarias cargadas de magia. La magia que solo contienen los libros escritos con el alma. El alma misma de los protagonistas de cada circunstancia volcada eternamente en cada página. Esa magia que toca los corazones para que se abran y nos cuenten a través de este escritor, que en su pluma comparte con cada lector todas las penurias, tristezas, desarraigos y sonrisas que marcaron a nuestros antepasados. Magia rescatada pacientemente durante años en un trabajo de campo exhaustivo con cada habitante anciano que moldeó la identidad de la colonia y nos legó su historia para que las generaciones venideras conozcan, aprendan y se sientan orgullosas de los sacrificios que hicieron en pos de un futuro digno basado en el trabajo y la honestidad, en el agradecimiento y el amor al prójimo. La historia que Julio César nos quiere dar a conocer, de la que heredó valores y conductas, de la que no quiere que se pierda nada. Libros con la magia que sólo tiene la infancia con sus juegos y su inocencia única. La magia de las canciones, las tradiciones, la cocina y sus inconfundibles sabores y aromas. La magia de transportarnos a una época que quizás ni imaginamos y con la sinceridad que lo caracteriza nos detalla los sinsabores y dolores más profundos. La magia que, aún sometida, brindaba en cada acto la mujer en su vida diaria. Magia es lo que contiene cada página de los libros de Julio César