Sentado
al lado de la cocina a leña, fumando en silencio, envuelto en un aura de humo
de tabaco, el abuelo se va diluyendo en el ayer, como un actor principal de una
gran obra que, de súbito, se pierde en el olvido, que está fuera de su espacio
y de su tiempo. Y él lo sabe. Lo sabe muy bien. Por eso, anciano, se deja
estar, y mira sin ver los detalles que lo rodean, que le son ajenos, y se
aferra al ayer cotidiano, al ayer tan lejano pero tan suyo y tan amado. Ese
ayer en donde era joven y la comunidad era otra. Donde en los hogares reinaba
el amor; entre los vecinos, la solidaridad; entre los habitantes de la
comunidad, la unión; y entre los seres humanos, diálogo, contención,
comprensión y jamás indiferencia. Esa indiferencia que lo aleja de las personas
amadas, lo desgarra por dentro y lo hunde en la soledad de las horas muertas,
de los minutos que transcurren en silencio, sin nadie que le preste atención ni
le hable. Sin hijos que lo escuchen, porque están apurados para cumplir con el
trabajo; sin nietos que lo mimen, porque están apurados para asistir a la
escuela, jugar con los amigos, divertirse, en suma, vivir.
Y
él lo sabe. Y él lo ve. Y él entiende que está demás. Que su tiempo en esta
tierra terminó. Que seguramente lo llorarán, que quizás lo extrañen; pero ese
consuelo no alcanza. Sabe que es momento de marcharse, de decir adiós para
siempre y para siempre es para toda la eternidad.