Por
Antonio Aldrette
Gerardo no pudo más. Al mirar el cuerpo inerte de su abuelo en la
cama, y escuchar de labios de su abuela la frase que hace de título a esta
historia, rompió a llorar como un niño. Estaba bien. Le hacía bien llorar, era
necesario. Los sentimientos encontrados y la ternura que traslucía esta
afirmación fueron la gota que derramó el vaso.
El abuelo había llevado una vida muy activa hasta los 86 años. Pero
hacía ya cuatro que estaba totalmente postrado en la cama a causa de un
infortunado accidente: se había roto la cadera. Esto era en parte lo que lo
llevó al desenlace final. Sin embargo, algo más lo había ayudado a mantenerse
con vida estos cuatro años: su esposa.
Mi amigo me comenta que vivían juntos desde hace casi 30 años. Se
casaron ya grandes, después de la muerte de la primera esposa del abuelo. Inés
-así se llama ella- siempre lo había amado, desde la adolescencia. Él, Ángel,
no había correspondido a su cariño en esos primeros años. Ensayó otros amores,
unas veces con éxito, otras con resultados parciales. Sin embargo Inés supo
esperar, ella sabía que no tenía más corazón que para él.
Y como en los grandes amores, el tiempo fue la prueba de fuego que
corroboró la autenticidad de este amor. Aún más, el mismo sufrimiento y la
entrega sin medida terminaron de sellar la valía de su amor. En pocas palabras,
la fidelidad sostenía todo el entramado de sus vidas.
Mi amigo Gerardo me sigue contando: «Cada año la abuela le
celebraba, con gran alegría, el cumpleaños aunque estuviera en la cama». Por su
habitación desfilaban todos los hijos, nietos y demás amigos. Ello era una
muestra de que Ángel todavía valía mucho para ellos, que seguía siendo el mismo
de siempre, a pesar de su accidente.
Muchas veces -continúa Gerardo- «la sorprendí rezando al pie de la
cama, me parece que era ‘La Hora
de la Divina
Misericordia ’, seguramente rezaba por él». Es verdad, «el
abuelo ya no era la persona dinámica de antes», no obstante seguía llevando en
el corazón ese indomable deseo de lucha y «apreciaba sobremanera la fidelidad y
compañía heroica de Inés».
No pude evitar sentir escalofríos al escuchar este testimonio que
Gerardo me narraba con un nudo en la garganta. Yo intentaba darle el pésame por
la muerte de su abuelo y me sentía más bien asombrado por el testimonio de esta
mujer. Mi amigo me confesó: «al lado de la abuela no me sentía con derecho de
estar triste, abatido, ni siquiera de llorar...», y por otro lado estaba seguro
que «el abuelo ya estaba en el cielo».
La fidelidad a toda prueba, tanto en la amistad como en el
matrimonio, es la prenda que los autentifica y realza.