Con el
paso de los años, la niñez primero es remembranza, luego añoranza y finalmente
nostalgia. Una nostalgia clara como el correr suave de un arroyo cristalino en
el que hundimos nuestras manos y sacamos, de tarde en tarde, un cúmulo de
imágenes amarillentas, como el pescador con su red retira peces que van a
expirar a la orilla, conservando en sus retinas vivencias perdidas para siempre
en la profundidad del paraíso acuático.
De la niñez
conservamos sutiles y frágiles imágenes que se deshacen como oro macizo que se
trueca en polvo cada vez que tornamos querer aferrarlas. Son escenas, vivencias
y cuadros representados en escenarios ahora idílicos que nos embargan el alma
de dulzura y felicidad. Son pequeñas perlas que llevamos con nosotros como un
imborrables tesoro de una época inocente y pura. Y al mirar una a una esas
perlas, vemos distintos cuadros, diferentes actos, una variedad casi
inverosímil de sensaciones y sentimientos. Vemos un universo que parece mentira
que un día pudiera haber existido.
El paso de los años pintó los recuerdos color sepia como las pocas fotografías que conservamos de aquella lejana época y que mamá guarda en la mesa de luz o en algún álbum entre sus afectos más preciados. Las mismas fotografías, pero en mayor número, que guardamos en la memoria, en las que nos vemos jugando a los Koser, al Loftipie, al fútbol, con un balón fabricado con una media vieja inflado con trapos y papeles de diarios o remontando un barrilete o llorando juguetes que los Reyes Magos no pudieron traernos o riendo contando golosinas que nos dejó el conejo de Pascua en el nidito que le preparamos con pasto y zanahorias... Tantas fotografías como recuerdos. Tantas ilusiones como enormes la esperanzas de aquel niño que cursaba la primaria en la Escuela Parroquial y a la tarde las clases de alemán. Ese mismo niño que se fue haciendo adolescente y un día decidió partir de la colonia porque no había suficiente trabajo y espacio para el porvenir que soñaba construir para sí y los suyos. Ese mismo niño que hoy es un hombre que, sentado en un hermoso edificio de la Capital Federal, recuerda aquellos años de la niñez, deseando regresar a sus queridas y amadas colonias. Cuando ya es tarde, demasiad
El paso de los años pintó los recuerdos color sepia como las pocas fotografías que conservamos de aquella lejana época y que mamá guarda en la mesa de luz o en algún álbum entre sus afectos más preciados. Las mismas fotografías, pero en mayor número, que guardamos en la memoria, en las que nos vemos jugando a los Koser, al Loftipie, al fútbol, con un balón fabricado con una media vieja inflado con trapos y papeles de diarios o remontando un barrilete o llorando juguetes que los Reyes Magos no pudieron traernos o riendo contando golosinas que nos dejó el conejo de Pascua en el nidito que le preparamos con pasto y zanahorias... Tantas fotografías como recuerdos. Tantas ilusiones como enormes la esperanzas de aquel niño que cursaba la primaria en la Escuela Parroquial y a la tarde las clases de alemán. Ese mismo niño que se fue haciendo adolescente y un día decidió partir de la colonia porque no había suficiente trabajo y espacio para el porvenir que soñaba construir para sí y los suyos. Ese mismo niño que hoy es un hombre que, sentado en un hermoso edificio de la Capital Federal, recuerda aquellos años de la niñez, deseando regresar a sus queridas y amadas colonias. Cuando ya es tarde, demasiad
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