Por María Rosa Silva Streitenberger

Tampoco celebraban nuestro cumpleaños o
jugaban con nosotros. Siempre había algo más importante qué hacer. Crecí y me
fui a trabajar. A ayudar a sostener a mis hermanos pequeños, total yo molestaba
en casa y mi deber era aportar económicamente. Nada más. Sentí que en casa
de mis padres no había lugar para mí. Mis hermanos crecieron, y cada uno siguió
su camino. Yo estaba lejos y a mamá y a papá los veía una vez al año. Cada dos,
cada tres. Cuando podía económicamente.
Murió papá. Al tiempo mamá. Me casé,
tuve hijos. Y recién ahí, cuando estuve en el lugar de padre, entendí. Entendí
que su amor hacia mí, hacia sus hijos fue el amor más puro y noble que existe.
No nos llenaron de cosas materiales ni palabras lindas. Nos grabaron a fuego valores
que hoy no se conocen. Nos grabaron rectitud y fuerza de voluntad. Amor a la
vida, no al dinero. Amor al prójimo, no interés. Que el amor es una mirada, el
ejemplo y la crianza. Lo simple, lo cotidiano. La unión entre hermanos y el
respeto. El trabajo honesto y la gratitud aunque se tenga lo indispensable.
Entendí muy tarde que mis padres me amaron con todo su ser.
No se los pude agradecer ni pude
apreciar cuánto me heredaron hasta que no estuve en ese lugar. Yo no tengo
bienes materiales para dejarle a mis hijos, pero sé que a través de mí
recibirán la herencia familiar: el amor, porque… si transmitir lo que me dieron
mis padres no es amor… díganme, entonces, ¿qué es?
Tal cual. Si no es amor. qué es ?
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