Sofía enviudó a los veintidós años,
cuando su marido murió en un accidente de campo. Llevaban siete años de
casados, cuatro hijos y no tenían casa propia porque vivían en la chacra dónde
ambos trabajaban. El patrón la despidió y tuvo que regresar a la casa de sus
padres en la que además de los once hijos que tenían residían los abuelos y una
hermana solterona. Desbordado por la situación su padre buscó una solución
práctica al problema: un nuevo marido para Sofía. “No va a ser fácil encontrar
a un hombre que te acepte con tus hijos” –le dijo el padre. “Pero yo no te
puedo mantener. Somos demasiados y la casa es muy chica”.
Transcurrieron cinco meses hasta que el
padre logró convencer a un hombre para que se casara con su hija. Sofía lloraba
a su marido mientras trabajaba de la mañana a la noche lavando y planchando ropa
para afuera mientras también ayudaba a su madre en los quehaceres domésticos. El
nuevo marido resultó ser don Andrés, un flamante viudo de treinta y nueve años
y nueve hijos, que buscaba urgente una mujer para criar a su prole.
El padre habló con Sofía. Le explicó que
no tenía alternativa. O se casaba con don Andrés o se iba a la calle con sus
hijos. Él no podía mantenerlos a todos. Además –agregó- no está bien a los ojos
de Dios que una mujer esté sola y sus hijos no tengan un padre.
A los pocos días, Sofía se casó con don
Andrés y se fue a vivir a su casa.
¿Qué pasó después? Le falta el desenlace a esta historia.
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