
“Desembarcamos en el puerto de Buenos Aires. Solos. Totalmente solos. Mi papá, mi mamá, mis dos hermanitos y yo. Sin conocer una sola palabra de castellano. Todavía hoy no entiendo cómo hicieron mis padres para llegar a la estación de tren, sacar boleto y viajar hasta la colonia, donde vivía el hermano de mi papá. Al llegar a destino, mis padres se sintieron un poco desilusionados. La colonia apenas era un caserío de casas levantadas a base de adobe. Unas pocas casas en medio de la inmensidad de la pampa. Una inmensidad que daba miedo. El horizonte virgen parecía no tener fin. Asfixiaba el alma. Ver tanta vastedad, tanta tierra sin nada, tanto suelo sin sembrados, sin conocer el trabajo del hombre, asustaba un poco. ‘Estábamos solos en el medio de la nada’ -me dijo un día mi papá. ‘Todo dependía de nosotros. Absolutamente todo’”.
“Con el transcurrir de los meses fueron llegando más colonos con sus familias y, poco a poco, surgieron más viviendas, más campos se araron y se sembraron, se generaron los primeros noviazgos y los primeros casamientos. Me acuerdo que en cada ceremonia participaba todo el pueblo. Se vivía como una fiesta comunitaria. Había mucha música, mucho baile y mucha alegría. Las fiestas duraban varios días” -recordaba el abuelo.
Abuelo en su mecedora, fumando su pipa, mirando distancias, pensando, rememorando, y nosotros, los niños, sentados a su alrededor, escuchando con atención.
El relato se interrumpía cuando mamá llamaba a cenar. Entonces abuelo nos decía con resignación: “Mañana a la tarde les sigo contando”. Pero amanecía sin lluvia y con un hermoso sol y los niños volvíamos sin ningún tipo de remordimientos a nuestros juegos y abuelo tenía que esperar hasta que llegara otra tarde de lluvía, para terminar de contar su historia de vida.
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