
No obstante
esto, había padres, pocos, que sí podían darse el lujo de comprarle un triciclo
a sus hijos. Eran los que poseían una posición económica más holgada, porque
eran dueños de varias hectáreas de campo, lo que les permitía obtener un
importante rédito económico con la cosecha de trigo y girasol, como asimismo
con la venta de vacunos y lanares. Estos les regalaban a sus hijos triciclos
nuevos, relucientes, para la fiesta de reyes o para el día de su santo.
Desencadenando la admiración en los demás niños de las colonias, que veían a
sus compañeritos de escuela montados en sus triciclos, recorriendo la galería
de la amplia casa o el patio, bajo la sombra de los árboles frutales,
disfrutando la bendición de ser los hijos de las familias más pudientes de la
localidad.
Pero no todo concluía ahí. Porque también había padres
muy humildes que, a costa de mucho trabajo, ahorro y sacrificio, lograban
reunir dinero necesario para adquirir aunque más no sea un triciclo usado y
obsequiárselo a sus hijos. Lo mismo que existían otros padres que, con mucho
ingenio, fabricaban uno imitando al original. Y, si bien es cierto, que el
resultado, a veces, distaba bastante de ser perfecto, el vehículo de tres
ruedas terminaba siendo la felicidad de los niños, porque, por aquellos años,
los pequeños se conformaban con lo que sus progenitores podían obsequiarles. La
premisa básica no era tener el mejor triciclo sino ser un buen niño, un mejor
hijo y una persona de bien. (Julio César Melchior).
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