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domingo, 22 de septiembre de 2019

La vida de las niñas y las mujeres en la época de nuestras abuelas

Las niñas pasaban de la infancia a la adultez sin punto intermedio. Mi abuela paterna Ana, a los ocho años, ya tenía que ayudar a su madre a lavar la ropa de toda la familia en enorme fuentones, sacando agua con ayuda de una bomba. Las jornadas de lavado comenzaban ni bien amanecía y duraban varias horas y, la mayoría de las veces, varias mañanas, porque, generalmente, la familia estaba compuesta por más de seis varones, a lo que se le sumaba la ropa de algún familiar soltero, de los abuelos y de los futuros yernos y cuñados. Toda la ropa estaba muy sucia, sucia de tierra y grasa, porque todos los hombres desarrollaban tareas rurales. La ropa era muy difícil de lavar porque solamente se contaba con la ayuda de la tabla de lavar y del jabón casero que se elaboraba en la época de las carneadas. Muchas veces, las manos de las más pequeñas terminaban llenas de ampollas y no pocas veces, en carne viva. Y ni qué decir del sufrimiento que soportaban, tanto las niñas como las madres y las mujeres todas, al tener que lavar bajo la intemperie y el intenso frío de las heladas en invierno y el calor durante el verano. Porque demás está decir que no existían ni lavaderos ni lavaropas ni ningún tipo de comodidades a las cuales estamos acostumbrados en la actualidad.
Se lavaba a la mañana hasta que llegaba la hora de preparar el almuerzo. En ese momento, dependiendo de la cantidad de hijas, las madres decidían quienes continuaban lavando ropa y quienes la seguían a la cocina a colaborar en la preparación del almuerzo.
Mientras esto sucedía, otro grupo de niñas de la casa, también con la salida del sol, recuerda mi abuela materna María, tenía que hacer las camas y limpiar las habitaciones y dejar todo pulcramente ordenado y barrido el piso.
Después del almuerzo, rememora mi abuela paterna Ana, había que lavar los platos, las cacerolas, que siempre eran un montón, porque siempre éramos un número increíble de gente compartiendo la mesa, entre padres, más de diez hijos, mis abuelos y una tía viuda que vivía en casa.
A la tarde, después de la siesta, evoca mi abuela materna María, teníamos que amasar Kreppel para la hora del mate mientras algunas de nosotras empezábamos a bajar la ropa de los tendales y a plancharla con las pesadas planchas a carbón. Las planchas eran más pesadas que nosotras. Además había que agitarlas para que funcionaran bien. Cuántas veces me quemé los dedos y los brazos! -suspira.
Mientras las más pequeñas planchaban, otro grupo tenía que ayudar a regar la quinta. Un trabajo que no solo llevaba horas sino que también estaba compuesto de varias tareas, además de regar, había que trasplantar y carpir. La quinta siempre debía lucir pulcra.
Y al atardecer, otra vez, algunas a la cocina, a preparar la cena, agrega mi abuela paterna Ana.
Y eso no era todo -acota mi abuela materna María. Las niñas, desde muy chicas, también teníamos que remendar la ropa, empezar a aprender a coser, bordar y cocinar. Ya nos iban educando para el matrimonio. La mayoría de mis hermanas y primas se casaron entre los catorce y dieciocho años.
(Para los que conocer más sobre la vida de nuestras abuelas y madres o sobre nuestros antepasados mujeres, les recomiendo leer mi libro "La vida privada de las mujeres alemanas del Volga"). (Autor: Julio César Melchior).

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