Rescata

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sábado, 16 de noviembre de 2019

Una antigua historia de amor

-No te vas a casar con él -gritó el padre parado frente a su hija que, sentada junto a la mesa de la cocina, lloraba desconsoladamente. Nunca! Me escuchaste? Tenés que buscarte un novio de la colonia. Tantos muchachos que hay en la colonia y justo te venís a fijar en el amigo de Pedro. Sos ciega o qué? No ves que es un vago bueno para nada. Todo el día de farra. Cuánto baile hay en el club, el señorito está presente, bailando y chupando. Vive de joda en joda. Te querés morir de hambre? Y que va a hacer de tus hijos? Pensaste en ellos? -levantó la voz el padre. Claro que no! Que vas a pensar en tus hijos. Solamente pensás en tu calentura. Nada más que en tu calentura -repitió furioso e indignado. Me das vergüenza. Nunca pensé que una hija mía me saldría tan desviada. Qué te enseñaron en las clases de religión cuando tomaste la comunión? No te enseñaron que es pecado correr detrás de los hombres como una hembra alzada? Eso lo hacen los animales, Sakerment!
Una lágrima rodó por el rostro del padre. Su indignación lo superaba. Deseaba golpear a su hija. Sacarse el cinto y meterle las ideas a golpes, como cuando era chica y no quería entender que las ciruelas del vecino no se pueden robar.
A su lado estaba la madre, llorando desconsolada, el rostro escondido entre sus manos. -Ojalá Dios la perdone, pobre hija mía -pensaba. Ojalá Dios no nos castigue por tener una hija descarriada. Qué hice mal para merecer semejante castigo?
La hija tenía la cabeza baja. Su cuerpo temblaba de miedo. Temía el castigo paterno y también el castigo divino. El padre seguramente la iba a castigar físicamente y Dios? Ella no lo sabía. Pero imaginaba que la castigaría con una maldición con la que tendría que cargar toda la vida por poner los ojos en un muchacho ajeno a la colonia. Un muchacho de apellido González. Que no era alemán. Que no era unsere leute. Que según todos, jamás sería como los demás habitantes de la localidad y que seguramente, terrible profanación, ni siquiera creía en Dios porque nadie lo había visto asistir a misa jamás. Tampoco nadie lo había visto participar de las procesiones.
-No vas a salir de la casa hasta que no haya hablado con ese degenerado. Me escuchaste? -preguntó el padre. La vas a ayudar a tu madre pero siempre dentro de la cocina. Después de que haya hablado con él, se le van a ir las ganas de andar seduciendo jovencitas. Degenerado de porquería. Eso pasa por dejar entrar a esa clase de gente a la colonia.
Luego de la escena, el padre salió. La madre se sentó junto a la mesa a llorar amargamente. La hija se retiró a la habitación.
Cuatro horas después, cuando el padre ya había regresado, con el gesto adusto y la satisfacción del deber cumplido, llegó la hora de cenar, la madre descubrió que su hija no estaba en la habitación: había huido por la ventana.
El padre, la madre, los hermanos, tíos, abuelos, todos salieron a buscar a la hija por toda la colonia. No la encontraron. Como tampoco encontraron al tal González.
-Seguro que huyeron juntos -opinó un vecino.
-Lo único que nos falta! -gritó la madre. Que los vecinos hablen de nosotros.
No volvieron a saber de su hija hasta que diez años después, cuando alguien que llegó de un largo viaje, le contó al padre que la había visto en Bahía Blanca, en una zona donde vivían varias familias alemanas y que estaba casada con González y tenía cuatro hijos.
El padre no dijo palabra. Como tampoco le contó la novedad a su esposa. Para él, su hija había muerto el día que tomó la decisión de huir. (Autor: Julio César Melchior).
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