
Completaba su atuendo una camisa, también remendada aquí y allá, con algún
parche de tela, recreando el mismo contraste entre colores avejentados por el
uso y el color de la tela recién estrenada, como en el pantalón, y alpargatas
agujereadas, en las que asomaban, curiosos, los dedos gordos del pie.
Era
la vestimenta que don Pedro usaba para trabajar en el campo. Doña Elisa
aprovechaba a lavarla los domingos, cuando su marido se cambiaba de ropa para
asistir a misa. Durante esa jornada lucía un atuendo especialmente reservado
para cumplir con los preceptos de adorar a Dios por la mañana, almorzar en
familia durante el mediodía e ir de visita por las tardes, a visitar a sus
suegros.
Don
Pedro caminaba siguiendo la huella que el arado mancera, tirado por un caballo,
abría en la tierra, en el potrero ubicado detrás de la vivienda, donde vivía
junto con su esposa y sus nueve hijos.
Iba
pensativo. Reconcentrado. Pensando que ya habían transcurrido más de veinte
años desde el día que llegaron al lugar y comenzaron a fabricar los adobes para
levantar el humilde rancho en el que todavía vivían. Un rancho que iba a ser su
vivienda temporaria y terminó siendo su hogar definitivo. El trabajo para
roturar la tierra virgen había llevado más tiempo del esperado, las tres
primeras cosechas resultaron un fracaso muy duro para sobrellevar y los hijos
habían llegado demasiado rápido y en demasiada cantidad.
También
pensaba en sus padres y en sus hermanos, que permanecieron allá en el Volga, en
la aldea, seguramente esperando una carta que nunca llegó, porque él no se
atrevió a escribirles para contarles de su nostalgia, de su honda tristeza y de
lo mal que lo pasó durante los primeros años. Incluso en la actualidad, siendo
dueño de un pedazo de tierra, su situación no había cambiado demasiado. La
última cosecha fracasó. La helada se la llevó. Y hacía meses que no llovía. La
tierra, además de estar cada día más seca, se iba endureciendo como una piedra.
Ya pronto sería inútil intentar arar. Sin arada no habría cosecha y sin
cosecha, no habría futuro. Y don Pedro lo sabía. Autor: Julio César Melchior.
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