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jueves, 25 de septiembre de 2025

El jardín de la abuela

 Pasa el tiempo, los meses y los años, y todavía la veo a mi abuela arrodillada en la tierra, al frente de su casa, trasplantando plantines de diferentes variedades de flores. Rodeada de rosas, margaritas, petunias, amapolas, en una escena multicolor. El zumbido de las abejas y algún colibrí yendo de flor en flor.
Mi abuela tenía un cuchillo gastado, para realizar  los hoyos en la tierra donde ubicar los plantines, una azada vieja para carpir y un rastrillo antiguo, porque no solamente trasplantaba sino que mantenía una ardua lucha con los rebeldes yuyos que se atrevían a invadir su jardín, que siempre  lucía limpio, ordenado y sumamente pulcro.
Mi abuela regaba con una regadera y un balde, mientras sacaba agua con la bomba, que ella misma bombeaba. En su casa no había motores, mangueras ni regadores o rociadores artificiales. Todo eso vino después, cuando ella ya no estaba.
Se levantaba bien temprano a la mañana, pasaba por el baño, encendía la cocina a leña, calentaba agua y preparaba mate. Y sorbiendo el primer mate, salía al patio, a recorrer su jardín, a controlar si durante la noche no había habido una invasión de hormigas, o alguna otra plaga. Cortaba las flores y las hojas secas. Las guardaba en el enorme bolsillo de su delantal, para no ensuciar el patio. Luego retornaba a la cocina y terminaba de tomar mate, mientras comía un poco de pan con manteca y miel, para finalmente salir a regar. Porque abuela regaba a medida que amanecía y cuando anochecía, cuando el sol comenzaba a irse a dormir. Mi abuela, como ya se habrán dado cuenta, adoraba su jardín y amaba las flores. 

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