Hans-Peter
era un viejo cascarrabias. Protestón y de pocas pulgas. Solterón, vivía en una
casa de adobe que en cualquier momento podía caerle encima. Pero no le
importaba. Dormía con la puerta abierta porque era imposible cerrarla y porque
compadreaba que no le tenía miedo a nada y a nadie.
Boca
sucia como pocos. Borracho como muchos. Vivía de pelea en pelea, repartiendo y
recibiendo palizas. Hasta que una noche de copas, un negro grandote, le lavó la
boca de insultos y le curó las ganas de emborracharse para toda la vida.
Desde
ese momento fue otro. La humillación modificó sus hábitos. Comenzó a asistir a
misa. Se hizo amigo del cura. Se alejó de los bares y se acercó al club.
Frecuentó los bailes y a los sesenta se casó con una viuda. La viuda terminó de
amansarlo por completo. Lo hizo trabajar en la chacra y en la cama. Y veinte
años después, a los ochenta, Hans-Peter, murió feliz en la gracia de Dios y
seguramente fue al cielo y está sentado
a la derecha de Dios Padre.
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