Una leve brisa. Unas hojas secas. Un
jardín machito en una casa vacía. Ventanas clausuradas. Puertas cerradas para
siempre. Y un hombre con dos valijas saliendo a la calle, bajo una llovizna tenue
como lágrimas que caen del alma mientras deja atrás el hogar paterno.
Se marcha. A cada paso que da va
naciendo la nostalgia, entre una espesa bruma de melancolía.
En la casa quedan su vida de niño, las
alegrías, tristezas, travesuras, y el cielo de los ojos de su madre que se
cerraron para toda la eternidad hace dos días. De la misma manera que se apagaron
los ojos de su padre hace tres años. En la cocina permanecen aromas a café con
leche, chorizo casero, frituras de Kreppel… Horas de estudio, de conversación,
de risas, de llanto, de palizas, de arrullos, de miedos, de esperanzas…
El hombre se marcha. Deja la casa
clausurada y el corazón abierto en una herida que no cicatrizará jamás. Todavía
no sabe que terminará sus días lejos de allí, viviendo en un lugar abandonado, en
una habitación sin otro mueble que una cama vieja y un sentimiento de olvido que
lo llevará a la muerte.