La abuela está presente en mi
memoria de niño feliz. Su rostro surcado de arrugas son pliegues de ternura;
sus ojos celestes: cielo de afecto y estrellas de besos; sus manos callosas:
cuna de afecto en las que me arrullaba cantando “Tros-Tros-Trillie”. Su regazo:
consuelo de mis primeras lágrimas, amparo de mis primeros desencantos. Su alma
de infinito amor: lo comprendía todo y lo sabía todo.
La abuela está presente en mi
memoria de niño feliz. Su casa con cocina a leña, una mesa de madera grande, un
banco contra la pared, con aromas a Krepel, Dünne Kuche, Sauerkraut: aromas que
perduran en mi mente. Los Wicknudel, los
Klees, el Kalach, y mil delicias más que preparaba para los almuerzos y las
cenas, para esas comidas de domingo en las que mimaba a sus nietos mientras
reía y cantaba: “Wen ich komm,wen ich wider wider komm”, radiante de poseer una
familia grande y orgullosa de que todos sus descendientes la amaran.
La abuela está presente en mi
memoria de niño feliz. Es un ángel que me cuida; un hada madrina que me concede
todos los deseos; una estrella que me guía y protege en la vida. Es, fue y
será, la persona que me enseñó a ser quién soy y a saber a dónde voy. Es quién
me inculcó el valor de ser descendiente de alemán del Volga y sentirme
orgulloso de serlo.