Por María Rosa Silva
Eterna
compañía de mi madre. Único refugio donde calmaba sus angustias y las entregaba
a Dios. Así transcurrían sus días, su vida. Rogando, suplicando. Por ella, por
nosotros, por su esposo, que siempre estaba lejos del hogar. Prácticamente
crecimos sin conocer a nuestro padre. Y mamá rogando que vuelva, sano, con el
dinero que tanta falta hacía en casa. Casa que cobijaba hijos que se iban muy
pronto: al cielo, a trabajar, a emprender cada uno su viaje. Y mamá rezaba, con
su libro de misa, por todos nosotros. Por nietos que tenía que criar pues sus
hijas los tuvieron de soltera. Los ruegos eran permanentes así como las
angustias. Mamá rezaba, clamaba al cielo. Y su único paseo era ir todos los
días a misa, con su libro. Su eterno y fiel confidente. El único que conocía lo
que encerraba su alma. Y así murió, con el libro de misa entre sus manos.
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