
Los primeros
dos años los vivió recluido en un galpón de chapa trabajando en mil y una
tareas rurales, casi como esclavo, para un patrón inmigrante perteneciente a la
misma etnia que llegó a la región veinte años antes e hizo fortuna olvidando
pronto las penurias pasadas y la ayuda recibida para comenzar a abrirse camino
por cuenta propia como propietario de una chacra comprada con créditos y
favores del gobierno. Para él no hubo nada de eso. La fiebre colonizadora había
concluido. Los emigrados de las aldeas del Volga que continuaron llegando se
instalaron dónde y cómo pudieron, haciendo surgir en los aledaños de las colonias nuevas calles en lugares
insólitos, algunas con salida a ninguna
parte, donde construyeron precarias viviendas de adobe que la realidad
social trocó en sinónimo de pobreza y conformaron un conglomerado de habitantes
que fueron conocidos con nombres despectivos, formando una comunidad marginal y
casi independiente dentro del mismo pueblo.
-La
discriminación siempre aparece -reflexionó el inmigrante rememorando los
primeros años en la
Argentina-. En Rusia porque éramos alemanes, por nuestra irrenunciable
fe en Dios y porque queríamos preservar nuestra forma de vida. Aquí, como no
podía ser de otra manera, ya que el creerse superior o mejor que un semejante
es algo inherente a la condición humana, también hubo discriminación. De parte
de los criollos porque no nos comprendían y nos miraban con aversión dejando
traslucir en sus actos despóticos todos sus prejuicios sociales y culturales.
Nos despreciaban, sí, nos despreciaban, sin molestarse en tratar de entender
nuestras costumbres. Claro, fue más sencillo mofarse de nosotros y hacernos
sentir poca cosa que tomarse la molestia de tratar de aceptarnos tal como
somos, retrasando con esta actitud soberbia nuestra integración plena a la
sociedad argentina que tanto sufrimiento nos costó y por la que debimos
renunciar a la mayoría de las tradiciones que conservamos durante centurias.
Queríamos ser iguales a ellos sin entender que la diferencia nos volvía
interesantes, únicos y nos daba identidad. Sí, siempre hubo y habrá
prejuicios y discriminación. Hasta entre
nosotros.
¿Para qué negarlo? La división
entre aristocracia y
plebe existe en todos los
pueblos y todas
las etnias y culturas. Ricos que menosprecian a los
pobres, lindos que desvalorizan las virtudes de los feos, cultos que se creen
sabios y desprecian al que no tuvo oportunidad de estudiar porque desde pequeño
agachó la espalda para arar, sembrar o trabajar en lo que sea. Personas que le
dan más trascendencia al parecer que al ser y denigran al humilde que se
conforma con lo que posee. Qué importa lo que ocurra puertas adentro de la casa
si hacia fuera mostramos un hogar ordenado, un hermoso coche y tenemos dinero
suficiente para gastar en cosas superfluas. Qué importancia tiene la felicidad.
Interesa lo que piensan y digan los demás-, ironizó remarcando la sentencia sin
advertir en ningún momento que, como todos los ancianos, dialogaba consigo
mismo desarrollando una infinidad de ideas a la vez sin prestarle la más mínima
atención al meollo de la cuestión que originaba la reflexión: sus monólogos
concluían siendo un enorme pulpo con varios tentáculos.
Sin embargo
él sabía perfectamente de lo que estaba hablando porque soportó el martirio en
carne propia como muchos de sus hermanos de sangre que nunca lograron una buena
posición económica o social. Conservaba en el alma las cicatrices de varias
heridas recibidas en ultrajantes circunstancias que humillaron su orgullo y
lastimaron su amor propio. Aprendió a callar pero no a olvidar. Bajaba la
cabeza y soportaba. Sabía que los pobres siempre son pobres y nunca tienen
derechos, tanto en Rusia como aquí, sobre todo en los comienzos del siglo XX.
Cumplidos los
dos años de trabajo en la chacra del inmigrante avenido a rico, inició una vida
errante que lo condujo a seguir la huella de las cosechas de trigo, maíz y
girasol. Vivió como los gitanos, mudándose de campo en campo, formando parte de
un numeroso contingente de personas que, con sus carros, enseres y familias,
vagaban por la provincia ofreciendo sus servicios de cosecheros.
La existencia
trashumante que llevó lo privó del amor y tuvo que conformarse con disfrutar de
camas ardientes de sexo pero vacías de sentimiento. Ninguna mujer le dejó un
recuerdo perdurable, todas fueron como el fuego que arrasa un rastrojo y no
deja más que ceniza que el viento arrastra a ninguna parte.
Cuando se
cansó de esa existencia (porque existir no es lo mismo que vivir) alquiló una
vivienda en la colonia. Pero era tarde ya para empezar por donde debió haber
empezado cuando arribó al país y las circunstancias adversas que halló no se lo
permitieron o –pensaba ahora- tal vez fue demasiado débil para luchar por sus
ideales y se dejó vencer enseguida, porque es más sencillo y menos conflictivo
abandonarse ciegamente a la corriente arrolladora del Destino que jugarse por
lo que uno cree. Nunca exigió nada –reconoció avergonzado. Siempre aceptó la
decisión de los demás aun cuando estaba en desacuerdo y creyera lo contrario.
Los años
pasaron y envejeció. Hoy reside en el hogar de ancianos, sin jubilación para
mantenerse, sin parientes que velen por su salud, y sin amigos que lo visiten
porque los poco que tuvo se los fue llevando el tiempo.
-Linda
mañana, dijo señalando el horizonte como excusa para escapar de los malos
recuerdos.
La anciana
que estaba sentada a su lado coincidió con su opinión. Ambos se miraron y sus
manos se buscaron como dos pájaros necesitados de afecto. Sus pupilas brillaron
de ternura.
Encontró el
cariño de una mujer cuando no lo esperaba y cansado de una existencia de
soledad y miseria aguardaba la muerte. Comprendía que no le quedaban disponible
años para forjar una ilusión y proyectar un destino diferente pero al menos
tenía el consuelo de conocer el amor y amar y ser amado aunque más no sea una
sola vez en su vida. (Julio César Melchior).
Qué hermoso, al menos al final de su vida encontró el amor...
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