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martes, 13 de octubre de 2015

“Mi vida no fue fácil pero no me quejo” –cuenta la abuela Clara Schmidt

“Mi vida fue muy dura pero no me quejo” revela Clara Schmidt. “Mis hermanos y yo apenas tuvimos tiempo para jugar porque a los nueve años ya trabajábamos ayudando a mamá y papá en la cocina, en la quinta, ordeñando vacas, aprendiendo a cocinar, coser, bordar y tejer. Para conseguir un buen marido” agrega.

“A los catorce- cuenta Clara- mi papá me llamó a la cocina para decirme que me tenía que casar con Luis, un hombre que apenas había visto de lejos y en la iglesia, diez años mayor que yo. Y así fue como me casé con él después de noviar durante un año. Me visitaba los domingos a la tarde, mientras tomaba mate con mis padres. Ese fue todo el noviazgo que tuvimos. Antes no era como ahora. Los novios no podían estar solos, sin la compañía de los padres o algún familiar.
“Me casé antes de la cosecha de trigo. En verano. Me acuerdo que nos casamos y a la semana mi marido se fue a la cosecha y no volvió hasta dos meses después en que terminó el trabajo. No había viaje de boda, no había nada. Sí tuvimos una gran fiesta, con muchísimos invitados“– evoca Clara y acota detalles de los parientes que asistieron, de los regalos, del baile del vals. Notas de color de una época que solamente se mantiene vigente en su recuerdo.
“Al siguiente año nos fuimos a trabajar al campo- continúa contando Clara- “Dejar a mis papás y a mis hermanos fue muy duro. Lloré mucho. Pero tenía que hacer lo que mandaba mi marido. El tenía un carácter difícil. Enseguida me gritaba. Bebía mucho y se ponía bravo. Le tenía miedo. Mucho miedo. Nunca me pegó pero repetía una y otra vez: un día te voy a dar una paliza que te vas a acordar de mí para toda la vida.
“No la pasamos bien. Nuestros patrones pagaban muy poco. En realidad solamente le pagaban un sueldo a él. En aquellos años a las mujeres no se las tenía en cuenta. Tenían que sentirse afortunados si recibían una cama y comida para ella y sus hijos, siempre y cuando no tuviera demasiados, y que se diera mañana para tener quinta, animales domésticos, ordeñar, elaborar manteca, queso y todos los derivados de la leche, hornear el pan diario y todas las cosas que se esperaban de una mujer- afirma resignada.
“Tuvimos doce hijos. Cinco nenas y siete varones. Casi todos también tuvieron que empezar a trabajar de muy pequeños. No quedaba otra. Había que ayudar a parar la olla. Primero la comida y después la escuela. Ninguno de mis hijos terminó la primaria. Pero están todos casados y tienen hijos hermosos- se justifica Clara.
“Estuvimos en el campo más de veinte años. Después nos mudamos a la ciudad porque el patrón murió y sus hijos repartieron el campo. Nosotros nos quedamos en la calle sin nada. Ni siquiera nos dejaron llevar los animales domésticos que criamos nosotros. Ni una gallina para comer. ¡Ni una!- remarca ofuscada.
“Alquilamos una casa que después compramos. Una casita vieja que tuvimos que hacer toda de nuevo. Mi marido trabajó otra vez en el campo y yo de sirvienta en una casa de familia. Mis hijos también -suspira agobiada.
“Mi marido murió hace diez años- resume. Desde entonces estoy sola. Todos mis hijos se casaron. Voy a visitarlo casi todos los meses al cementerio a llevarle flores y a conversar con él. Tengo ochenta y cuatro años- confiesa.
Calla. Baja la mirada. Se levanta y nos mira con esos ojos profundamente verdes que tiene. Toda su alma se refleja en sus ojos.
“Mi vida no fue fácil, pero no me quejo” concluye. 

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