Autor: Juan José
Sebreli
“El tiempo de una vida”
Mis padres, que
se habían casado al desencadenarse la gran depresión mundial de 1929, debieron
de haber tenido una vaga noticia del derrumbe de la Bolsa de Nueva York; ese
suceso estaba muy lejos en sus preocupaciones y, cuando comenzaron las
desgracias, no sabiendo establecer de dónde ni por qué venían, las atribuyeron
a la mala suerte personal.
Eran una pareja
con módicas expectativas: mi madre acababa de obtener un puesto de maestra. Mi
padre, que trabajaba en una marmolería, había sido designado responsable del
local de ventas, apenas inaugurado. Instalados en la casa adjunta al negocio se
dedicaron a arreglarla pensando que sería una residencia duradera, dispuestos,
con conmovedora ingenuidad, a disfrutar de la sencillez y la calma, sin
advertir que estaban cultivando el jardín sobre pantano. Nada hacía sospechar
los peligros que los acechaban. No se preocupaban por la política pero la
política se preocupó de ellos. Dos meses antes de mi nacimiento todo se
derrumbaba: había estallado el golpe militar y la dictadura de Uriburu dejó
cesante a mi madre. Al mismo tiempo, la crisis obligó a cerrar el negocio que
atendía mi padre. De la noche a la mañana, ambos se quedaron sin trabajo y sin
casa, al borde de agregarse a la numerosa fila de los “sin techo”.
El paternalismo
que regía las relaciones laborales en algunas pequeñas empresas resolvió,
momentáneamente, el problema: el empleador de mi padre le permitió habitar en
un departamento de su propiedad, sin pagar el alquiler, a cambio de los
salarios adeudados. Ese arreglo circunstancial impidió que yo naciera en medio de la calle; nací pues, en una casa, a
medias prestada, de la calle Brasil.
El miedo al
descenso social, compartido por tantos inmigrantes o hijos de inmigrantes, era
la otra cara de la rápida movilidad ascendente de los años de prosperidad; el
pasado de pobreza del que se había logrado escapar amenazaba con retornar en un
futuro siempre incierto. La crisis del treinta fue superada y la situación de
mis padres mejoró a los pocos años pero, a pesar de no haber pasado nunca por
la miseria extrema, esos sinsabores les dejaron una sensación permanente de
inseguridad que me fue transmitida y todavía conservo, realimentada por otras
sucesivas crisis económicas que debí atravesar y por el desalentador ejemplo de
mis padres. Siento una profunda pena cuando pienso en ellos. Se sacrificaron
toda su vida, fueron cumplidores, respetuosos, humildes, pero no les sirvió de
nada y terminaron sin un centavo; sus magros ahorros habían sido devorados por
la inflación, las devaluaciones y otras estafas legales. Formaron parte de la
inmensa legión de víctimas anónimas de un sistema perverso que premia a la
especulación y castiga la honestidad y el trabajo.
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