
Mamá y papá no supieron o no quisieron
aprender a vivir sin la presencia y la compañía de sus hijos. Los extrañaban
demasiado. Por lo que decidieron llenar la casa de recuerdos y la convirtieron
en un santuario dedicado a venerar el ayer. Desempolvaron antiguos objetos que
habían sido descartados por el uso y el paso de los años y los atesoraron como
reliquias. Buscaron en el desván y en vetustos baúles, hasta dar con los
juguetes del nene: sus soldaditos de plomo, la vieja pelota de fútbol, los
autitos de lata, las ya amarillentas revistas Patoruzú; los chiches de la nena:
sus muñecas, sus trapitos que simulaban ropa de bebé. El traje que usaron el
día que tomaron la Primera Comunión; los útiles escolares, manchados de tinta y
gastados por el tiempo; las primeras cartas de amor cuando adolescentes soñaban
con el mañana compartido con un querer que pronto olvidaron. Y tantas cosas más
que los regocijaba en el recuerdo y los hundía cada vez más en el olvido del
presente,
Mamá y papá
envejecieron sin darse cuenta ni importarles el transcurso de los años y de la
vida. Su ciclo vital había concluido con la marcha de los hijos. Les dieron
vida, los criaron, los educaron, les entregaron lo mejor de sí mismos, y les
dieron alas. Y los hijos volaron. Se fueron como todos los hijos, sin volver la
mirada, dejando a los pobres padres soñando un regreso que nunca se produjo.
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