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La imagen es meramente alegórica. |
Doña Águeda desea contar su historia de
vida pero sin revelar su apellido. Tiene temor de que los vecinos la señalen
con el dedo y que sus hijos la consideren una mala madre, explica. Cuenta que guarda un secreto que la atormentó
a lo largo de toda su existencia. Un hecho que la marcó profundamente y
destrozó sus sueños de casarse virgen y de, según afirma, “poder mirar a mi
esposo y a Dios a los ojos”. En esta historia quedan en evidencia no solamente los
prejuicios y las severas normas morales, religiosas y sociales que gobernaban
la época sino también cómo las personas de dinero y poder se aprovecharon de la
necesidad de los más humildes.
“Tenía catorce años –relata-, cuando mis
padres me entregaron como empleada doméstica a una familia rica de Buenos
Aires, que tenía mucho campo por la zona de Bahía Blanca. Me subieron a un tren
con mi atadito de ropa, sola, y me mandaron a Buenos Aires, donde, en la
estación, me estaba esperando uno de los empleados de mis patrones. Me llevó a
una casa inmensa, en el barrio de Palermo, donde me presentó a mis compañeras
de trabajo, que eran tres. Me entregó un uniforme y las chicas me enseñaron lo
que tenía que hacer y cómo comportarme. El trabajo empezaba a las seis de la
mañana y terminaba cuando el último integrante de la familia se iba a dormir o
decía que ya no necesitaba nada de la cocina. Tenía que hacer de todo en la casa. Desde
ayudar en la cocina, lavar, planchar, limpiar las habitaciones, hasta lustrar
los pisos arrodillada para sacarles brillo. El sueldo que pagaban era una
miseria pero había que aguantar, no quedaba otra. La plata se la mandaban todos
los meses a mi padre que la necesitaba mucho, porque la estaban pasando muy
mal. Había que mantener a una familia con quince hijos. La pobreza era tan grande
y había que cuidar tanto los gastos, que yo solamente iba de visita a la casa
de mis padres una vez al año. El viaje era muy caro. Y como yo no tenía
familiares ni amigos en Buenos Aires, también tenía que trabajar sábados y
domingos” –evoca.
“Los primeros días me la pasé llorando
en secreto y llamando a mi mamá” -agrega. “Le pedía a Dios que mi papá me
viniera a buscar; pero nunca vino. Con el tiempo me fui acostumbrando a estar
siempre sola. Hasta que un día el hijo menor del patrón me empezó a hablar y a
visitarme en la cocina. Tenía dos años más que yo. Me regalaba la ropa que ya
no usaban sus hermanas, una cadenita y una pulsera. De a poquito nos fuimos
conociendo. A veces me tocaba las manos y yo las apartaba enseguida. Me daba
mucha vergüenza. Después empezó a robarme besos. Así hasta que un día, en que
los patrones no estaban en la casa, se apareció en mi pieza para preguntarme si
quería ser su novia para casarme con él.
Le dije que sí. Era muy tonta en aquel momento. Nunca había salido de la
colonia. No sabía nada de la vida. Fuimos novios en secreto hasta que quedé embarazada
y el patrón se enteró. Se enojo mucho, me gritó, me dijo que yo tenía la culpa,
me insultó y casi me pega. Al otro día, al hijo lo mandó a Córdoba, a la casa
de unos parientes, y a mí me subió a un tren y me mandó de vuelta a la casa de
mis padres. Fue terrible. Mis padres se enojaron mucho también. Mi papá me dijo
que había cometido un pecado muy grave y que, por eso, Dios me iba a castigar.
Mi mamá lloraba y gritaba. Me repetía una y otra vez ‘y ahora que va a decir la
gente’. Me encerraron en la pieza y no me dejaban salir para que nadie me
viera. Fue terrible. Tuve mucho miedo. A la semana mi papá me mandó al campo en
compañía de mi madre, a casa de unos tíos, para que nadie se enterara en la
colonia de que estaba embarazada. Mi papá también pasó unos días en el campo.
Me escondieron hasta que nació mi hijo. Cuando regresamos a la colonia mis
padres le dijeron a todo el mundo que mi mamá había tenido un hijo. Nadie se
enteró jamás de la verdad, ni siquiera el día en que mi hijo murió en un accidente
en un campo en el que trabajaba de peón, a los cuarenta y cinco años” –confiesa
llorando.
“Al regresar del campo con el bebé me
dijeron que tenía que casarme enseguida para no volver a cometer el mismo error.
Así que a los pocos meses me casé con uno de los hijos del vecino, que era un
hombre muy bueno y fue un buen esposo y un padre excelente. Tuvimos seis hijos.
Siempre estuvimos unidos, trabajando en el campo pero nunca pude recuperarme
del todo. Al principio mi marido me preguntaba qué me pasaba porque siempre me
veía triste y llorando. Me lo preguntó varias veces, hasta que una noche se enojó
y me dijo que me dejara de llorar por los rincones porque si no lo hacía él me
iba a dar un buen motivo para llorar.
“Con el tiempo
aprendí a ocultar lo que me pasaba pero fue muy duro. Mi vida fue una tortura y
empeoró con los años. Sentí tanto dolor que es imposible de contar. Dicen que
el tiempo lo cura todo. Eso es mentira. El tiempo no cura nada. Al contrario.
Empeora las cosas. Porque con los años me fui quedando sola. Otro de mis hijos
murió y los demás se casaron y se fueron de casa. Y mi esposo también murió y
me dejó sola. Y yo me quedé viva para sufrir y llegar a vieja como castigo”
–sentencia doña Águeda, que hace unos días cumplió ochenta y nueve años.
La historia de esta pobre mujer,es muy repetida en casi todas las familias de inmigrantes ,era muy común también el castigo que recibian,y era frecuente hacer pasar ese niño como hijo de su abuela. y las pobres muchachas que ya habían sido victimas de un engaño ,eran despojadas,de su bebé para completar su dolor y a esto le sumaban el desprecio ,de su familia ,todo muy triste.
ResponderEliminarViolencia de género total,de parte de extraños y de su propia familia...que triste.
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