Cuando íbamos de
visita a la casa de abuela, ella se tomaba tiempo para tostar semillas de
girasol. Llenaba hasta desbordarla una enorme fuente y la introducía al horno
de la cocina a leña. Luego de unos minutos la casa se impregnaba del olor
característico del tostado de las semillas. De vez en cuando sacaba la fuente,
revolvía su contenido, probaba alguna que otra semilla para comprobar si
estaban crocantes y listas para ser comidas.
Una vez tostadas,
abuela se sentaba a la mesa, junto a nosotros, sus nietos, que éramos aún muy
pequeños para abrir las semillas de girasol con los dientes como hacían las
personas mayores, y las pelaba una a una, con suma paciencia, sacando la pepita
con los dedos.
Nosotros la
mirábamos “trabajar” con ternura, esperando con ansias que el montón de pepitas
creciera y abuela dijera: “Bueno… ¡Ahora se las pueden comer!” ¡Y vaya si las
comíamos! ¡¡¡Las espolvoreábamos con mucha azúcar, revolvíamos el montón y a
comer!!!
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