
La mayoría de los
padres accedían complacidos felices de que sus hijos manifestaran tanto
alborozo en mantener viva esta ancestral tradición aunque tuvieran que dejar de
lado actividades más apremiantes de su cotidiano quehacer, generalmente
relacionado a las labores rurales; pero los había también, unos pocos, es
cierto, que se negaban a perder el tiempo fabricando una Raschpel para que sus
hijos anduvieran por la colonia alborotando a los perros y las gallinas, y por
qué no, a algún anciano desprevenido. Los vástagos de estos padres
desaprensivos, birlaban un serrucho, martillo y clavos de la herrería y unas
maderas de la carpintería, y en secreto comenzaban a fabricarla ellos. Qué tan
difícil puede ser fabricar una Raschpel se preguntaban unos a otros mientras
ponían manos a la obra, sin distinguir, en cada martillazo, entre dedos y
maderas.
Cuando faltaban dos o
tres días para que entrara en funciones este original batallón, el sacerdote
los convocaba a la casa parroquial para instruirlos en sus tareas. Ahí los
niños que participaban por primera vez tomaban conocimiento de la actividad que
se esperaba tenían que llevar a cabo durante Semana Santa y los que ya venían
con experiencia de años anteriores, escuchaban sin oír, pergeñando
travesuras.
La labor de los
Klapperer o die Klapperer, así se llamaba a este batallón de niños, consistía
en suplir el mutismo de las campanas durante Semana Santa, cuando se “volaban”
en la noche del Jueves Santo, regresando recién en la noche del Sábado Santo,
con el sonido de sus Raschpel o matracas.
Los Klapperer
recorrían tres veces las calles de la colonia previo al comienzo de cada misa,
reemplazando el repicar de las campanas con el estruendoso sonido de sus
Raschpel, que rompía el pacífico silencio de la localidad asustando a los
perros que les ladraban furiosos y a los gatos, gallinas, pavos, vacas
lecheras, que disparaban despavoridos hacia campo abierto.
Cuando llegaba el
momento en que debía escucharse el primer repicar de las campanas de la torre
de la iglesia llamando a misa, los Klapperer salían a suplir su silencio, al
grito de Zum ersten mal o la primera vez, acompañando su pregón con el
atronador ruido de sus Raschpel.
Ceremonia que se
repetía cuando tenían que sonar por segunda y tercera vez las campanas de la
iglesia. En estos casos los Klapperer vociferaban a los cuatro vientos zum
zweiden mal o la segunda vez y zum dritten mal o la tercera vez,
respectivamente.
Acto seguido, el
sacerdote daba inicio a la ceremonia.
Los niños que cumplían
la función de Klapperer, se la pasaban en la calle, Raschpel en mano,
recorriendo la colonia en Semana Santa, volviendo locos no solamente a los
animales sino, a veces, generando alguna pequeña diablura, porque, entre tan
numeroso grupo de infantes, nunca faltaba uno al que se le ocurriera una
brillante idea.
Las campanas
enmudecían el Jueves Santo por la noche cuando se decía que die Klocken fliegen
fort o se vuelan las campanas, y regresaban el Sábado Santo, también por la
noche, pero esto no significaba que no hubiera misas, todo lo contrario, las
ceremonias religiosas que se desarrollaban por aquellos años en Semana Santa
eran muchas, a la mañana, a la tarde y a la noche, y el anuncio de todas estaba
en manos de los Klapperer, que, a toda esta tarea de tener que hacer tres
recorridos previos a cada misa, reemplazando el repicar de las campanas de la
iglesia con el sonido de sus Raschpel, también debían levantarse de madrugada para
recorrer las calles de la colonia cantando el Ave María Gracia plena,
repitiendo el mismo canto a las doce del mediodía y al atardecer, porque las
colonias de los alemanes del Volga, a lo largo del año, desarrollaban sus
tareas al ritmo del toque de las campanas, momento en que hacían una pausa en
sus labores y rezaban el Ángelus. Y como si todo esto no fuera suficiente, el
Klapperer asimismo recorría las calles de las colonias anunciando el programa
completo de ceremonias religiosas que se iban a llevar a cabo durante la Semana
Santa.
Semejante trabajo
religioso tenía su recompensa el domingo de Pascua, cuando este batallón de más
de veinte niños se congregaba en la casa parroquial, para desde allí empezar a
recorrer la colonia, ingresando a todos los hogares solicitando su recompensa
al ritmo de sus matracas y entonando un poema ancestral afín para esa
circunstancia.
Mientras tanto las
familias los esperaban con alegría recompensándolos con Huevos de Pascua,
elaborados por las madres, en realidad huevos de gallina bellamente decorados,
algunas masitas, porciones de Dünne Kuchen o Strudel, y, muy de vez cuando,
alguna familia pudiente, les obsequiaba una monedita de un centavo, todo un
dineral para un niño de aquella época. (Autor: Julio César Melchior).
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