La noche comenzaba a vestir de
negro el atardecer. Una a una iban asomando las estrellas. En el horizonte
surgía la luna, blanca, redonda y hermosa. Y en la calle de tierra de la
antigua colonia, los vecinos se iban sentando en la vereda, trayendo sillas y
banquitos de madera, a medida que las familias terminaban de cenar. Algunos
integrantes traían consigo una fuente de semillas de girasoles recién tostados
en la cocina a leña y otros, más allá, llegaban con
la pava y el mate. Todos dispuestos a tomar fresco después de soportar una
tórrida jornada de verano, calurosa e interminable en quehaceres domésticos y
rurales.
Los
niños salían en tropel rumbo a los baldíos, frascos en mano, a cazar bichitos
de luz. Que eran la mayoría. Mientras otros, un grupo más pequeño, permanecía
en la calle, jugando al fútbol con una pelota, que no era otra cosa más que una
vieja media rellena de telas y papeles, o jugando a los Koser, la rayuela, la
mancha, el huevo podrido, o un sinfín de juegos más.
Al
transcurrir las horas, quizás algún anciano se retiraba a buscar su acordeón,
para animar la noche con melodías y canciones que había traído consigo en el
barco, cuando llegó del Volga.
Se
comían girasoles, se tomaba mate, se hablaba en alemán, a veces, alguien
compartía algún Dünne Kuche, Strudel o alguna otra torta tradicional que había
sobrado el domingo, se contaban chistes, se reía, se cantaba, se era feliz,
inmensamente feliz.
Hoy
todo eso tal vez nos parece poco. Demasiado poco. Pero si nos ponemos a
reflexionar un momento, nos daremos cuenta que era mucho. Que era todo. Que
nuestros padres lo tenían todo. Por eso fueron tan felices. Por eso también
nosotros, fuimos tan felices durante nuestra infancia. (Autor: Julio César
Melchior).
(Para
los que deseen leer más sobre el tema, consultar mis libros "La infancia
de los alemanes del Volga" y "Lo que el tiempo se llevó de los
alemanes del Volga". Para más detalles escribir al siguiente correo electrónico:
juliomelchior@hotmail.com).
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