De tanto merodear la estación y
escuchar relatos de sueños que se cumplían si uno juntaba coraje, hacía las
valijas y partía rumbo al progreso, yo también junté valor, armé mis maletas,
me subí a un vagón, me senté junto a la ventanilla y partí rumbo a Buenos
Aires. De tanto pasar cerca de la colonia, el tren un día me llevó a la ciudad
de Buenos Aires. La ciudad que mis ancestros señalaban como el antro de la
perdición para los jóvenes y la misma ciudad de la
que en todos los lugares huían, yéndose a vivir a sus propias comunidades, las
que fundaban, empezando siempre de nuevo, en el medio de la nada.
Y me fui. Sin saber que al
partir, no solo dejaba a mi madre en la estación agitando su pañuelo húmedo de
llanto y a mi padre mirando el horizonte, serio, adusto y preocupado hasta el
final de sus días, sino que también dejaba atrás, en la colonia, mis raíces,
sin saber ni comprender que cada día que pasara, iba a olvidar un poco más mi
lengua, mis costumbres y mis tradiciones. No por propia decisión, por supuesto
que no, sino por la simple razón de que cada jornada que pasara iba a asimilar
más y más los hábitos de los habitantes de la ciudad, hasta terminar
integrándome plenamente a su estilo de vida. Y de tanto compartir esta nueva
cotidianidad iba a terminar asimilándola como propia.
La colonia y su gente se irían
diluyendo en el pasado, en un ayer lejano, cada vez más difuso, que sólo la
nostalgia, muy de vez en cuando y muy de tarde en tarde en tarde, acompañada de
cierta dosis de melancolía, mantendría latente en la memoria. Para recordarme,
al escuchar el eco de alguna voz, sentir el aroma de alguna comida, que mi
identidad no estaba allí, sino en otro lugar.
La vida pasaría. Los años se
sucederían, unos tras otros, vertiginosos. Sin días libres. Corriendo detrás
del trabajo y las responsabilidades cotidianas. Primero tras el deseo de tener
una casa. Luego una esposa. Después hijos. Luego la familia. Después los
nietos. Siempre surgía un objetivo nuevo. Siempre un paso más. Primero un
deseo, luego otro y otro y otro. Hasta que llegó la vejez.
Ahora, en mi casa, anciano ya,
con mi esposa fallecida, mis hijos casados, me descubro solo. Solo en medio de
la ciudad inmensa. Profundamente solo. Solo y a la vez, rodeado de millones de
personas. Y se me da por pensar en el pasado, en recordar a mi gente, a mi
colonia, a añorar mi terruño. A tratar de recordar las antiguas canciones que
cantaba mi padre y a rememorar los antiguos sabores de las comidas que cocinaba
mi madre en la cocina a leña. Se me da por sentir una profunda nostalgia. Tan
profunda que duele.
Tanto duele que, muchas veces, me
surge el hondo deseo de volver a mi pasado, a ese lugar del que nunca debí
partir. (Autor: Julio César Melchior).
(Para los que deseen leer más historias, consultar mi libro "Lo que
el tiempo se llevó de los alemanes del Volga).
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