Mis tías, luego de mucho batallar
con mi abuela, de ochenta y nueve años, lograron obtener la llave de la casa de
mis bisabuelos, cerrada hacía más de veinte años. Para limpiarla –adujeron.
Para hacer orden –sostuvieron. Ni lo uno ni lo otro. La verdadera razón de
tanto interés repentino por la vivienda en la que habían desarrollado su vida
mis bisabuelos, era arrasar con su memoria. Borrarlo todo. Tirar a la basura,
quemar, destruir. Abrir todo. Violentar todo. Buscar. Husmear. Encontrar cosas
útiles y tirar lo inútil. Que, según ellas, significaba tirar todo,
absolutamente todo. Salvo, claro está, dos o tres nimiedades que tuvieran algún
valor económico. Ni siquiera se salvaron los retratos de mis bisabuelos. ¿Para
qué los querés si no sabés quiénes son? –me reprocharon cuando quise salvarlos.
Los vi consumirse en el fuego angustiado. Lo único que remedaba sus facciones,
desaparecía para siempre. Era como si nunca hubieran existido.
Mis tías y mis tíos sacaban y
sacaban más y más cosas de la casa. Papeles amarillos, ropa, sábanas bordadas,
cortinas tejidas a crochet, almohadones de plumas, colchones de lana de oveja…
todo iba a parar sobre una gran fogata que ardía en el fondo de la casa.
Emanaba humo negro, oscuro. De luto.
Yo era apenas un niño y presencié
cómo arrasaron con todo. Destruyeron mis raíces. Mis recuerdos. Me dejaron las
manos vacías. Lo que para mí hoy tiene un valor incalculable para ellos no
significó nada. Todo les pareció vetusto. Viejo. Desechable. Lo pasado pisado
–me dijo una de mis tías al descubrir mi mirada devastada que observaba
horrorizado como tío Luis hachaba, haciendo pedazos, un ropero antiguo, una
mesa gastada, sillas heredadas de generación en generación.
Era la época en que había que
deshacerse de todo vestigio que nos remitiera a nuestro pasado alemán del
Volga. Estaba mal visto. Era doloroso soportar como nos trataban. El prejuicio,
la discriminación, la ignorancia de los demás, dolían mucho –se disculpó muchos
años más tarde una de mis tías, anciana ya, que participó de la quema.
No pararon hasta que la casa
estuvo vacía. Solo quedaron las manchas de humedad y los rectángulos oscuros en
las paredes, dónde hubo cuadros colgados. Y un eco devastador repitiendo
nuestras voces ajenas. Y detrás de ese eco, un silencio de tumba profanada.
-Así está mejor –exclamó
satisfecha tía Bárbara, al recorrer la casa pasando revista.
Cumplida la misión decidieron que
había llegado el momento de venderla. Todos tenemos nuestras propias casas
–adujo tía Clara. ¿Para qué la queremos? ¿Para juntar mugre? –preguntó
satisfecha de haber encontrado una excusa que no iba a discutir nadie.
Con tesón inquebrantable fueron
horadando la resistencia de abuela. Ella no quería vender. Y era lógico que
fuera así. Después de todo era la casa de sus padres, la casa dónde había
nacido y había sido feliz. Pero, tanta insistencia, tanto martirizarla
diariamente con “la casa se viene abajo”, que abuela terminó accediendo.
Y la vendieron. Y se repartieron
el dinero.
Los nuevos propietarios la
reformaron. Los que vinieron después también. La modernizaron –dijo tía Marta.
Y así
fue como la casa de mis bisabuelos desapareció para siempre. Al igual que todo
lo que había dentro. (Autor: Julio César Melchior).
Estimado, muy buenas sus páginas que recién encuentro. Si quiere saber un poco más de sus bisabuelos quizás pueda encontrarlos con mi primo lejano (tan lejano como 150 años)
ResponderEliminarted Gerk de Canadá al cual encontré en la web. Hizo un libro de mi familia y de los Wolgadeutschen. Tiene muchos datos de las colonias del Volga, por ahí aparecen sus bisabuelos
https://www.facebook.com/ted.gerk
tgerk@shaw.ca
Puede contactarlo en inglés o posiblemente alemán , hoy en día con los traductores no hay muchos problemas.
Quedo de Vd.
Juan Alberto Saccomani Gerk
La Tablada Bs. As.
sirequis@yahoo.com