Rescata

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martes, 6 de octubre de 2020

¡Cómo olvidar nuestra niñez!

Como olvidar esos juegos, en esos fondos inmensos que tenían los patios de nuestros padres, con el Nuschnick a 30 metros de la casa, el gallinero, el chiquero, para trepar los techos cuando papá no nos veía, la huerta para hacer alguna travesura durante la siesta, los árboles frutales, para trepar buscando nidos de pájaros, y un universo inmenso de fantasía. Nosotros jugando en la tierra, abriendo caminos, construyendo puentes, fabricando carros y automóviles con maderitas, latitas, chapitas, clavos y un martillo que le birlábamos a papá, sin que se diera cuenta. También corríamos por los pastizales jugando a los vaqueros, imitando los sonidos de sus pistolas, montados en palos de escoba; o marcando la Z del Zorro por doquiera. De vez en cuando buscando lombrices cerca del canal por donde corría el agua que salía de la pileta de la bomba, para ir a pescar al arroyo que queda a pocos metros de la colonia, para terminar casi siempre pescando cantores o algún pececito ínfimo, que terminábamos llevando a casa en algún tarro con agua del arroyo. A veces nos “perdíamos” en algún potrero arrancando choclos para llevarlos a casa y cocinarlos en alguna olla oxidada que, también, encontrábamos por ahí. Haciendo una fogata que otra que los piratas del Caribe. Juntábamos todas las ramas secas que había, troncos, lo que encontrábamos para que las llamas fueran abundantes. Todo eso en pleno verano. Terminábamos colorados, medio cocinados de frente. Siempre había alguien a quien se le ocurría correr a casa y buscar una pava, sin que su madre se entere, otro que salía corriendo a buscar yerba, otro azúcar, otro el mate, algún otro pan, y terminábamos merendando. A veces éramos más de una docena de niños. Podrán imaginar ustedes la sorpresa de esa pobre madre cuando veía su pava nuevamente: negra quedaba, ni limpiándola con detergente, lavandina y virulana y la esponja de acero juntos, volvía a quedar como antes. Por supuesto, que también estaba el fútbol, y cualquier pelota venía bien: de trapo, de plástico, de goma pero casi nunca, de cuero. Eso sí, algún balón o terminaba dentro del pozo ciego del baño, porque alguno de nosotros olvidaba cerrar la puerta, o terminaba dentro de la cocina de algún vecino, tras ingresar sorpresivamente por la ventana, rompiendo un vidrio, y yendo a caer sobre la mesa de las mujeres que tomaban mate. Imagínense ustedes el escándalo de estas inocentes señoras. Tantos pero tantos recuerdos que es imposible resumirlos a todos en este breve escrito. Por eso es que escribí el libro “La infancia de los alemanes del Volga”, para perpetuar la memoria de nuestra niñez. Autor: Julio César Melchior.

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