Los niños tenían a sus pies inmensos baldíos, montes de árboles frutales en los fondos de los patios, un horizonte sin fronteras para soñar y llevar a cabo travesuras que pergeñaban durante las siestas, cuando los adultos dormían, descansando en las calurosas sobremesas de verano, para después continuar con las arduas tareas domésticas y rurales, tanto masculinas como femeninas.
A veces, dejaban la honda de lado, o se colgaban la gomera al cuello, y desafío mediante, trepaban hasta lo más alto de un árbol, donde anidaba una calandria o una bandada de gorriones que, chillones y estruendosos, buscaba asustar al invasor, acompañado sus gritos de vuelos rasantes, intentando lastimar a los niños de la misma manera que la maraña de ramitas, en las que quedaban atascados, rasgando, más de una vez, sus prendas. Lo que, irremediablemente, significaba un reto en forma de sermón, acompañado de una paliza, por no haber estado durmiendo la siesta, primero, y segundo, por no cuidar la ropa.
"Lo que el tiempo se llevó de los alemanes del Volga" y "La infancia de los alemanes del Volga" son dos libros en los que sobreviven nuestro pasado y nuestra memoria, dos cosas que nunca debemos olvidar.
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