Durante el Viernes
Santo la vida cotidiana de las familias prácticamente se detenía, se apagaban
las radios, las demostraciones de alegría quedaban suspendidas, los niños
tenían prohibido hacer bullicio en sus juegos, las ventanas de las
viviendas se mantenían entornadas, había que asistir a misa a la mañana, a las
tres de la tarde, hora de la crucifixión de Jesús, y a la noche. Todo en la
aldea estaba teñido por el duelo, por demostraciones de luto.
Nadie quedaba eximido del ayuno, ni los jornaleros, ni los ancianos, ni los niños de más de doce años de edad; tan sólo para los enfermos había una excepción, que debía ser refrendada por el sacerdote. A estas penitencias añadían otras privaciones, tales como la continencia conyugal, la supresión de las bodas y fiestas.
Los fieles concurrían a la iglesia vestidos de colores oscuros o de negro. Era un día totalmente dedicado a la penitencia, el ayuno y la oración.
También se realizaban procesiones por las calles, en las que los niños iluminaban su camino llevando en las manos farolitos (Fackellier), adornados con papel crepé, entonando cánticos religiosos y orando devotamente. En muchas esquinas se instalaban pequeños altares preparados por los vecinos.
Se santificaba no solamente el templo sino también los hogares y los lugares de trabajo y diversión. El espíritu del Viernes Santo tutelaba la vida cotidiana de la sociedad coloniense.
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