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sábado, 28 de junio de 2025

Se cumplen 261 años de la fundación de la primera aldea alemana en el Volga en el Imperio Ruso

 El 29 de junio, los descendientes de alemanes del Volga conmemoran el 261 aniversario de la fundación de la primera aldea alemana en la vasta estepa del río Volga, un acontecimiento que marcó el inicio de una colonización que modificaría para siempre el destino de miles de familias cuyos descendientes, más de 100 años después, migraron a la Argentina.

 Para comprender la magnitud de esta conmemoración, es esencial transportarse a una Europa asolada por conflictos interminables. Las guerras, como la Guerra de los Cien Años (1337-1453), la Guerra de los Treinta Años (1618-1648) y la Guerra de los Siete Años (1756-1763), habían dejado los territorios del Sacro Imperio Romano Germánico devastados por la miseria, la pobreza y la muerte. Los campos estaban yermos, sin jóvenes para cultivarlos, y la desesperanza reinaba en un continente sumido en la inestabilidad política y social.
Fue en este contexto desolador que cientos de familias alemanas tomaron la difícil decisión de migrar al Imperio Ruso. Enfrentaron un viaje extenuante, cruzando enormes distancias en precarios buques, carros y a pie, soportando climas hostiles, nieves y fríos extremos. Una vez iniciada la marcha, no había vuelta atrás. En esta travesía de valentía y resiliencia, un grupo de migrantes fundó el 29 de junio de 1764 la primera aldea en las cercanías del río Volga. En esa estepa desolada, donde todo estaba por hacerse, comenzaron a forjar una nueva sociedad. Fundaron aldeas, construyeron iglesias y levantaron escuelas, transformando un páramo en un vergel y dejando una huella imborrable en la historia. Más de cien años después, esta misma historia de perseverancia sería continuada por sus descendientes en la República Argentina.

Un viaje hacia un nuevo horizonte

La epopeya de los alemanes del Volga comenzó en 1763, cuando un grupo de familias, respondiendo al Manifiesto de Catalina II La Grande, partieron principalmente de los actuales estados alemanes de Hesse, Renania-Palatinado, Baden-Wurtemberg y Baviera. Su destino: colonizar las tierras del bajo Volga.
Embarcaron en el puerto de Lübeck, navegando por el Mar Báltico rumbo a Oranienbaum, Rusia, para finalmente dirigirse a San Petersburgo. Allí se toparon con la primera decepción: a pesar de sus diversas profesiones de origen (había farmacéuticos, médicos, abogados, ingenieros, maestros, zapateros, herreros, panaderos), se les informó que todos debían dedicarse a la agricultura y rendir fidelidad a la Corona. Desde San Petersburgo, la comitiva continuó su arduo viaje hacia el bajo Volga, buscando un nuevo horizonte para escapar de los conflictos religiosos y las incesantes guerras que habían diezmado sus tierras de origen, dejando un rastro de cosechas arrasadas, hambrunas, enfermedades y muerte.
En los primeros diez años de esta migración, unas 30.000 personas partieron de la actual Alemania. Sin embargo, como consecuencia de las inhumanas peripecias del viaje, sólo alrededor de 23.000 lograron llegar a su destino. El resto encontró su tumba bajo una cruz de madera y una cubierta de nieve, víctimas del frío, el hambre y las enfermedades.
El viaje completo, desde su tierra natal en el Sacro Imperio Romano Germánico hasta la "tierra prometida" en la región del bajo Volga, duró aproximadamente un año. Pero una vez allí, les aguardaba una desagradable sorpresa. Catalina II no solo los había elegido para colonizar campos inhóspitos y desolados, lejos de las grandes urbes y rodeados de siervos analfabetos, sino también para servir como una barrera humana de contención contra las tribus nómades que asolaban la región.
Fue en este contexto de desafíos y promesas incumplidas que, el 29 de junio de 1764, fundaron la primera aldea: Dobrinka. Este acto de fundación, que hoy se conmemora, fue el punto de partida de una historia de tenacidad y progreso, una historia que, más de un siglo después, sería continuada por sus descendientes en la Argentina (Julio César Melchior).

lunes, 9 de junio de 2025

El inolvidable hule de la abuela

La fotografía es meramente ilustrativa y es de: mistermotley.nl
 El hule de la mesa de la abuela era mucho más que una protección para la madera. Era un símbolo de hogar, de tradición, de las comidas ricas y del cariño incondicional. Era un pedacito de historia familiar que seguramente todos recordamos.
Ese hule con flores grandes y coloridas, o un patrón geométrico, o incluso un estampado de frutas que ya ni se ven. Recordar ese diseño es como una huella dactilar de la cocina de la abuela, algo que nos transporta directamente al pasado.
Allí compartimos desayunos apurados antes de la escuela hasta largas sobremesas después de un almuerzo los domingos. A veces, con restos de manchas de café, restos de salsa, migas de pan y quizás hasta alguna que otra lágrima o risa.
Sobre ese hule no solamente se comía sino que también se jugaba a las cartas, se hacían las tareas, se charlaba mientras se preparaba la comida.
Era tan fácil de limpiar con un trapo húmedo, resistente a las manchas y a los líquidos derramados, algo fundamental en una cocina donde siempre había movimiento.
A lo largo de los años, el hule permanecía en su lugar, convirtiéndose en un elemento constante y familiar en el paisaje de la cocina. Verlo era como ver un viejo amigo, algo que siempre estaba ahí.