La casa de la abuela en la aldea no era una casa cualquiera; era un pedacito de tiempo detenido, anclado en el corazón de un pequeño pueblo donde el asfalto no existía y el aire olía a tierra mojada y leña quemada. Se alzaba, humilde pero sólida, en el medio de la pampa argentina, con el río murmurando su canción eterna a lo lejos y las montañas custodiando su espalda.
Sus paredes, de un blanco encalado que el sol había acariciado por décadas, guardaban historias de generaciones. Los techos cubiertos de paja parecían sonreír bajo la lluvia, prometiendo refugio y calidez. Y la puerta de madera, gastada por el roce de innumerables manos, era una invitación silenciosa a un mundo de paz.
En la cocina, con su gran mesa de madera y la vieja cocina a leña siempre encendida, la abuela, con su pañuelo en la cabeza y sus ojos chispeantes, amasaba el pan que sabía a infancia, preparaba comidas tradicionales que reconfortaban el alma mientras le contaba al abuelo las novedades del pueblo. El aroma a pan recién horneado y a verduras y especias frescas era el perfume constante de la casa.
Pero el verdadero tesoro de la casa era su patio trasero. Un oasis verde donde el tiempo se diluía. Unos árboles frutales ofrecían sombra generosa, y una bomba de agua fría, con su balde de hierro, era el secreto de los veranos más refrescantes. Allí, abuela cultivaba su pequeña huerta: tomates jugosos, pimientos brillantes y flores silvestres que atraían a las mariposas. Era el lugar donde los nietos aprendían a diferenciar una maleza de una planta útil, y a respetar los ciclos de la naturaleza.
Con cada visita, la aldea y la casa se grababan más profundo en el alma. La gente del pueblo, los sonidos de sus calles, el canto de los gallos al amanecer, las conversaciones tranquilas de las mujeres que compraban carne junto al carro del carnicero. Todo era parte de ese universo particular que era la casa de la abuela en la aldea.
Hoy, incluso cuando la abuela ya no está y la casa ha cambiado de manos, el recuerdo de ese lugar permanece intacto. Es un eco en la memoria, una sensación de arraigo y pertenencia. Es la imagen de un refugio donde la simplicidad era la mayor de las riquezas, y el amor, el cimiento más fuerte.
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