Los pueblos
alemanes, en otros tiempos, otros días, otras horas, allá lejos en la historia,
eran localidades totalmente diferentes. Con otras tradiciones. Otras
costumbres. Las personas vestían y vivían de otra manera. La existencia se
desarrollaba apacible y tranquila. Por las calles de tierra trajinaban su
pregón el vendedor de pan, carne, verduras, frutas y otros productos
domésticos, cada uno con su carro característico: el carro lechero, carnicero,
verdulero, etc. Se conversaba en alemán a toda hora y en todo momento. En los
hogares, en la escuela, en la iglesia, en las calles... Para comprar; para
vender; para celebrar; para reír contando un chiste; para llorar relatando un
recuerdo; siempre se recurría a la lengua alemana. No había otra; no se
precisaba ni era necesario otra.
Sí, eran
pueblos diferentes. Pueblos en los que la familia se reunía en torno a la mesa
después de la cena a compartir los actos y trabajos que habían realizado
durante la jornada, para después rezar en comunión y unidad; o cantar canciones
tradicionales al ritmo de la verdulera;
saborear Kreppel; en fin, vivir la vida con sencillez y profundidad,
disfrutando de cada momento. Sin tanto lujo, tanto consumismo, sin pretender
tener más que el vecino, sin tantos utensilios innecesarios que sólo llenan el
hogar de artefactos eléctricos y lujo material pero lo vacían de lo esencial:
la solidaridad.