He
llegado a la vejez y en tardes de soledad y nostalgia me siento junto a la
ventana a ver como pasa el invierno -la gramilla quemada por la helada, las
hojas secas que el viento lleva a volar, el cielo nublado, difuminado en grises
de plata… todo se combina para amortajar de tristeza mi pobre espíritu
atribulado de soledad-. Y recuerdo fantasmas de personas que se fueron y ya no
volverán jamás. Rememoro a mi pueblo, ese pueblo de antaño que ya no existe.
Esa colonia que solamente sobrevive en mi memoria y llena mi alma de nostalgia
y melancolía: por las cosas que desaparecieron bajo el peso del progreso y los
seres que perecieron bajo el peso de los años.
De
mi pueblo recuerdo infinidad de escenas. Tal vez cotidianas y comunes; pero
profundamente mías.
Recuerdo
las tardes de sol y de recreo jugando al fútbol; el campo donde se trillaba y
se aventaban las parvas en el estío. ¿Dónde fue todo aquello? ¡Cómo ha cambiado
todo esto en tan corto tiempo! Cómo se ha desmoronado y destruido la memoria.
¿Por qué muy pocos rememoran aquellos años y por qué aún menos le rinden
tributo a aquel hermoso pasado?
Qué
armonioso y original me parecía el pueblo en otro tiempo, con sus campos de
trigales. Hoy la maquinaria ha invadido el terreno, borrando los vestigios de
muchos sitios y muchas costumbres. Qué difícil es recordar cómo era todo aquello
cuando ya nada existe. Qué difícil es recomponer lo que no está. Qué difícil es
dar marcha atrás en el tiempo y volver a poblarlo y reconstruirlo. ¿¡Cómo se
pudo destruir la memoria viva de semejante manera!?
¿Dónde
queda el recuerdo de la infancia perdida? Mirar atrás es como un sueño. Cerrar
los ojos y ver con el alma. ¿Será esto la nostalgia, mirar al fondo de las
cosas y no encontrar nada más que imágenes de lugares y seres que no existen en
la realidad?
Allá
lejos y en torno al arroyo o a lugares amados, se nos fueron pasando las tardes
de domingo y de infancia. Se nos fueron yendo del nido de las manos las
alondras y los gorriones. Marcharse del lugar donde uno ha nacido supone seguir
habitando los santuarios de la memoria. Por eso estoy aquí, en esta tarde gris,
reviviendo estos recuerdos.
En verano pasábamos las tardes en plena libertad. En las quintas de verduras,
en el campo, en el arroyo, en potreros jugando al fútbol. ¡Éramos tan niños! Y
era toda nuestra diversión, toda nuestra alegría. ¡Los grillos ponían su acorde
de sueño y melodía en la tarde. El aire impregnado de aromas frescos y
frutales... el campo sereno. Las estrellas brillantes surgían silenciosas e
impensables en el cielo...!
Sé
que era algo así, pero ya no recuerdo... Han cambiado tantas cosas, tantas
costumbres. El campo, el aire, el cielo. ¿Nosotros, los de entonces, somos los
mismos? Debo reconocer que todo es lo mismo y nada es lo mismo.
¡Inexorablemente, el tiempo ha pasado! Los pájaros de la niñez se
han marchado, se han extraviado en el adiós de los años que me condujeron a
esta vejez y esta soledad. ¿Qué me queda? ¿Olvido y destierro? Las
costumbres, las culturas y los pueblos cambian. Triste y lamentable. Así
terminan las crónicas. Así termina mi vida.