En este amanecer nublado y gris donde,
de vez en cuando caen gotas de lluvia, la parturienta mira los cristales de la
ventana y llora con lágrimas que se parecen a las perlas de agua que resbalan
en el vidrio.
Se siente sola. Está lejos de su hogar.
De su tierra natal. Sin sus padres. Sin sus hermanos. Totalmente sola en la
Argentina. Tiene un esposo pero no es lo mismo. La soledad la desgarra. No
tiene con quien compartir la alegría de haber dado a luz a su primer hijo.
A nadie parece importarle. Todos
continúan con las tareas rurales: hay que apurarse a levantar la cosecha de
trigo antes de que llegue el otoño. ¿Y el amor? ¿Y la felicidad? Ella imaginó
que la situación iba a ser diferente cuando diera a luz y no que la dejarían
tan sola con su hijo, después de ayudarla a parir.
Y ahí está, sola, en el cuarto, dándole
de mamar a su bebé, mientras ve llover. Los hombres están fuera, en los
galpones, arreglando cosechadoras, reparando hierros, para no perder ni un
minuto de tiempo. Hasta sus cuñadas
ayudan. La llegada de una nueva vida es algo tan cotidiano como el trabajo
diario.