Los naipes
quedaron sobre la mesa, bajo la luz mortecina de un farol a kerosén, que
oscilaba como la campana de una iglesia tocando a difunto. Las sombras
reverberaban como reverberan en el viento el eco de la voz de un badajo que
llora la muerte de un ser querido. Perplejos y asustados, nos quedamos parados
frente a la mesa, oyendo el chistar de la lechuza en la noche, mientras el
cuerpo de José se enfriaba sentado en la silla, con la cabeza reclinada hacia
atrás, el rostro desencajado, los ojos desmesuradamente abiertos, la boca
ahogando un grito que no fue más que un tardío arrepentimiento de prematuro
suicidio.
José, en su
desesperación por recuperar lo perdido, lo que se le había ido de entre las
manos esa noche y madrugada de juego, alcohol, desenfreno y locura, apostó lo
único que le quedaba por apostar: la chacra. Y la perdió. Y con ella también
perdió la vida. Todo en una partida de naipes. Una sola y definitiva partida de
naipes.
Murió en un
ahogo súbito. No hubo angustia ni tuvo consciencia de que se estaba muriendo. Morir
fue para José un alivio, un desahogo, un huir de las consecuencias familiares
que sabía le esperaban al regresar a casa, con su esposa y seis hijos, para
comunicarles que ya no les quedaba nada, absolutamente nada, y que a partir de
mañana, con el nacimiento del nuevo día, pasarían de ser chacareros con plata a
pobres, más pobres que el más pobre de la colonia.