Pedro y
Andrés nacieron el 21 de marzo de 1925 en un hogar pobre, bajo el amparo de una
casita de adobe y una familia numerosa que ya contaba con diez vástagos. Se criaron a la buena de Dios, aprendiendo de
sus hermanos mayores lo que sus padres no podían enseñarles por carecer de la
preparación cultural necesaria y por falta de tiempo de tan ocupados que
estaban pariendo y criando hijos. No obstante eso la experiencia les inculcó
enseguida que para sobrevivir con dignidad en un ambiente hostil y competitivo,
hay que luchar por los propios derechos sin fijarse en pequeñeces. Averiguaron
pronto que el que se resigna a la suerte nunca recibe un buen pedazo de pan
cuando la dicha es próspera o el mendrugo más grande cuando la cosa viene mala.
Supieron dejar de lado los pruritos y olvidaron el sentimiento de hermandad y
pelearon por lo que creyeron merecían de la vida. A veces, sin importarles si
eran justos o no en sus actos. Ellos actuaban, jamás pensaban: eran puro
instinto.
A los veinte
años se enamoraron de la misma joven y descubrieron que poseían un corazón y
que a causa de él podían llegar a sufrir. Porque ese órgano vital era capaz de
sentir un sentimiento llamado amor. Y la revelación no les agradó. De todos
modos no lograron evitar que el amor los devorara.
Ambos
cortejaron a la joven y desde ese momento se volvió frecuente que la gente del
pueblo comentara escandalizada alguna que otra pelea de los mellizos que, en
varias ocasiones, concluían en tremendas golpizas o con los dos en la
comisaría.
La muchacha,
harta del escándalo, eligió a Pedro para casarse. Lo amaba. Andrés, indignado,
prometió vengarse. Algunos vecinos de la colonia tomaron en broma este
juramento; otros, sin embargo, conociendo la tenacidad y el amor propio del
joven, le creyeron y la noche de la celebración de la boda temieron que
desencadenara una desgracia. Pero no. Todo se resolvió en paz. Los novios se
casaron, se trasladaron a vivir a la casa de los padres de la flamante esposa,
donde residieron durante un año hasta que adquirieron su propia vivienda.
El tiempo
pasó y llegaron los hijos: una nena y un nene. Pedro trabajaba en el campo, en
cercanías del pueblo: se marchaba los lunes al amanecer y regresaba los sábados
al atardecer. Amaba a sus hijos y adoraba a su esposa. Era feliz y se sentía
feliz.
Pero un
martes cualquiera esa dicha desapareció bajo el holocausto de una revelación. A
la chacra donde trabajaba llegó una carta para él. La recibió perplejo. La
abrió y leyó. Contenía apenas unas palabras escritas con torpeza pero cuánto
dolor le causaron. “Tu mujer te engaña. Si querés saber con quién andá esta
noche a tu casa. A las doce”.
Destrozó la
hoja. Sus labios temblaron. Dio unos pasos sin atinar adónde dirigirlos. Un
fuego interno lo consumió. Un monstruo llamado venganza comenzó a desarrollarse
dentro de él.
Como en todas
las circunstancias cruciales de su vida, dejó que el instinto decidiera cómo
resolver el conflicto. Al anochecer ensilló el caballo y al galope lento marchó
hacia el pueblo, llevando un revólver escondido bajo las ropas. Al llegar a
cercanías de la localidad ató el animal a un poste del alambrado y a pié, se
dirigió a su casa, ingresando por la parte trasera del patio, acurrucándose
detrás de un montoncito de leña, cerca de la vivienda. No sabía qué esperaba,
pero esperaba. Por momentos, no obstante, se sentía ridículo por desconfiar de
su mujer, precisamente de ella, que nunca le había dado motivos.
A medianoche
cuando ya empezaba a cabecear a causa del sueño, una sombra se aproximó a la
ventana del dormitorio donde dormía su esposa. Todos sus sentidos se irguieron
expectantes. Empuñó el revólver. El corazón latió angustiado temiendo que lo
que expresaba la carta fuera verdad y se desvaneciera para siempre su
felicidad. La sombra, al llegar a la ventana, dio unos golpecitos susurrando
con dulzura el nombre de la dueña de casa.
Pedro ya no
soportó la humillación y sin mediar palabra vació el cargador del revólver
sobre el desconocido, que cayó exhalando un agónico suspiro de dolor. Aún
absorto y confundido, se acercó y con estupor descubrió que era su hermano, que
había matado a su propio hermano, a Andrés. Su alma gimió desahuciada. Furioso
derribó la puerta e ingresó a la casa, enfrentó a su mujer que, sorprendida en
la cama y al parecer ajena a lo que sucedía, sonrió aliviada al ver a su
marido; y aunque enseguida se percató del rostro desencajado y las intenciones
asesinas que irradiaban sus ojos, fue demasiado tarde para escapar o
defenderse. La destrozó a golpes sin pronunciar una sola palabra.
Concluida la
venganza, se sentó en una de las sillas de la cocina y no se movió de allí
hasta que la policía se lo llevó. Murió varios años después de cumplir con la
justicia sin volver a ver a sus hijos que nunca le perdonaron lo que hizo.
La sensación
de tragedia fue aún mayor entre los habitantes del pueblo cuando con
posterioridad supieron que todo se había desencadenado a raíz de lo que
pretendió ser una inocente broma de Andrés que, mediante una carta falsa y una
puesta en escena acorde a lo que expresaba la misiva, le quería hacer creer a
su hermano que la esposa lo engañaba con él, para cumplir mediante un chiste de
pesado gusto la venganza que prometió llevar a cabo el día de la boda de ambos,
sin imaginar que Pedro no se detendría a pedir explicaciones sino que, como
siempre lo había hecho a lo largo de toda su vida, actuaría instintivamente y
sin reflexionar.