Los grises
del atardecer alargaban las sombras, diluyendo las formas, borrando los
contornos, amortajando el horizonte de sedas violáceas: sudario de nubes
cubriendo el sol que agonizaba en la lejanía del horizonte.
Weis Mary observando el prodigio miraba
asociándolo con escenas vividas en los últimos días: acontecimientos signados
por la tragedia que habían sumergido su alma –y con ella su existencia; su
ahora incierto futuro- en un caos.
En la mente
se reproducía sin orden ni contexto fiel de espacio-tiempo, el dramático
instante en que acaeció el fallecimiento de su esposo, el velorio –tan
doloroso-, y el entierro de sus restos
–otra tragedia tremendamente desgarradora y apocalíptica. Aún no comprendía,
habiendo transcurrido una semana ya, de dónde había sacado tanto valor para
soportar tanta desazón.
Pero la vida
siempre continuaba. Siempre continúa. Pese al dolor... ¡pese a todo! Incluso, a
la muerte misma.
Vestida
completamente de luto, lo que, según la costumbre, significaba estar ataviada
de negro de pies a cabeza, se retiró de la ventana, desentendiéndose del
horizonte y su hechizo.
Suspiró
profundamente y sentó, acongojada, junto a la cocina a leña. Era invierno y
hacía frío. Un frío tan intenso que le parecía helaba también el alma.
El hondo
silencio se deshizo bruscamente con la llegada de su cuñado que ingresó a la
vivienda sin preámbulos: apenas golpeando la puerta y sin esperar que le
abrieran o le permitieran ingresar, sentándose a la mesa, enfrente de la
anciana. Quizás los ruidos que producía no eran excesivos, tampoco grosera la
actitud, pero en el marco de casi beática serenidad en que se desarrollaban,
semejaban un cataclismo.
Luego de un
breve, difícil y tenso intercambio de palabras, la conversación ancló en el
tema central de la reunión: las diez vacas que el cuñado debía restituirle.
Diez cabezas de ganado que Weiss Mary y
su marido en alguna ocasión criaron en una estancia donde hacía dos tres años
trabajaron y, habiendo sido despedidos, y no teniendo lugar donde conservarlas
y alimentarlas, habían, acuerdo mediante, trasladado a los campos de su cuñado,
quien se responsabilizó de las mismas. Fallecido el marido, ésta creyó oportuno
venderlas para hacerse de dinero en efectivo para pagar unas deudas, entre
ellas, las que ocasionó el funeral.
Con una
mirada penetrante, pretendiendo dar a entender que no aceptaría ningún
comentario ni queja, el cuñado explicó de manera autoritaria y elocuente:
-Gott, Mary, todas las vacas murieron a causa de una
peste!
-¡¿Las
diez?!, exclamó Weiss Mary sorprendida
mientras sentía en el pecho que una amarga sensación de dolor e impotencia le
oprimía el corazón.
Su cuñado
permaneció impávido, mirándola fijamente. Apenas si pestañó.
-Bueno, ¡está
bien!, alcanzó a murmurar Weiss Mary con
voz trémula, próxima al llanto. E invocando el conjuro de un deseo, surgido
desde lo más profundo de su ser, balbuceó: ¡Con ese dinero obtenido con la
venta de las vacas podés comprarte hoy o mañana tu ataúd! Al tiempo que le
acercó la mano cerrada a la cara de su cuñado, con el dedo pulgar entre los
dedos índice y medio.
Afuera había
oscurecido. La noche anunciaba una tormenta que ya se vislumbraba en el
horizonte, donde se dibujaban intermitentemente los espectrales garabatos de
algún que otro rayo.
Dentro de la
casa, Weiss Mary y su cuñado se despedían fríamente, sin mediar palabra.
Desde ese
momento, la anciana consideraría a su cuñado fallecido el mismo día que su
esposo. Nunca más volverían a hablarse... ¡y todo por diez vacas locas!