La fotografía es gentileza de Claudia Lorena Stoessel |
“La casa
es el lugar primero y principal de la formación femenina Pero cuando se toma
conciencia de la necesidad de que las hijas tengan cierto conocimiento, se
presentan alternativas: convento, escuela elemental, internado. Son paralelas
la voluntad de ensanchar el horizonte educativo femenino y el nacimiento de lugares específicos para la adquisición de una ciencia netamente diferenciada
de la de los varones”.
Lugar
evidente de educación para las mujeres —y para muchas el único—, la casa es,
desgraciadamente, un sitio demasiado silencioso para el historiador. Las
enseñanzas que se transmiten de madres a hijas, de generación en generación,
dejan pocas huellas tangibles. De la inmensa mayoría de las niñas que aprenden
en sus casas, a la sombra, lo que van hacer a su alrededor —vivir y trabajar,
sencillamente—, sólo se recordarán algunas educaciones notables.
En las casas
pudientes tienen lugar enseñanzas más elaboradas y completas. Ninguna
institución femenina ofrece mejores oportunidades de aprender que una casa a
la que padres ilustrados llevan maestros escogidos con gran cuidado. Las
familias tocadas por la gracia que concede la fortuna transforman de buen grado
sus hogares en verdaderos laboratorios pedagógicos.
Desde el
amanecer hasta el anochecer, el destino de la mayoría de las mujeres consiste
en aprender en la casa, en el regazo materno, todo lo que incumbe a la
cotidianidad de una madre de familia: la cocina, los cuidados de los hijos
menores, la conservación de la ropa blanca y de la vestimenta de la casa, el
manejo del hilo, las agujas, la lana, los tejidos. A menudo, la imaginería ha
ilustrado estas lecciones domésticas que proporcionan agilidad a los dedos de
las pequeñas. En el campo, a estos trabajos femeninos de interior hay que
agregar los de puertas afuera, como el cuidado de las aves, que
tradicionalmente se encomendaba a la campesina. Tanto en el campo como en la
ciudad, cuando la pareja se moviliza para la misma tarea —sea ésta agrícola,
comercial o artesanal—, la pequeña se inicia en la actividad familiar. Para
algunas, la casa se convierte en centro de aprendizaje profesional: de la
granja, la tienda o el taller del padre, aportarán ellas su habilidad y su
experiencia en la casa de un marido del mismo ramo. Mientras, durante los años
de adolescencia, la formación que comienza en el domicilio paterno puede
completarse en una casa de amigos o de parientes.
Las niñas de
orígenes más modestos abandonaban la casa paterna, para pasar unos años en la
ciudad, como sirvientas. Al servido de los demás, en casas ajenas, aprendían a
dirigir la propia casa.
Los padres de
medios privilegiados conservan sus hijas con ellos, a la vez que les proponen
una formación cuidadosamente organizada. Cuando tienen la competencia, la
disponibilidad y el gusto suficientes, imparten personalmente la enseñanza; en
caso contrario, recurren a profesionales que van a mostrar su arte a domicilio.
A las damiselas que, de esta manera, no abandonan el techo paterno, tener uno o
varios hermanos igualmente instruidos en su casa les parece todo un triunfo. Las
hermanas aprovechan siempre algo de las clases que se dan a los varones, ya sea
que recojan algo de las sobras, ya que se las declare formalmente alumnas.
Marginadas
culturalmente, el universo femenino recibe en la esfera de lo doméstico la
atención de la Iglesia. Es necesario educarla para que sea una buena esposa. El
programa educativo formal queda reducido a la escritura, a unas reglas
aritméticas esenciales y, sobre todo, a la instrucción religiosa. Así, el hogar
se perfila en muchos aspectos como un claustro paralelo al ámbito conventual.
El encierro y el alejamiento de lo mundano –con el fin de preservar la honra-
se llaga a aliviar con las conversaciones y las lecturas devotas que procuran
una alegría y un refresco para el espíritu. La vivencia religiosa de la mujer
casada se limitará, por tanto a la lectura de libros devotos, de meditación y
catecismos.
Al margen del
hogar, del mero claustro doméstico, quedan por cumplir los oficios divinos, los
deberes con la Santa Madre
Iglesia. Un cumplimiento que obliga a ampliar, al menos esporádicamente, el
horizonte fijado. Esta libertad momentánea que encuentra la mujer bajo la
excusa de acudir con los mandamientos eclesiásticos, en algunas ocasiones han
sido señalados como una vía de escape de la casada. Aunque hay una gran dosis
de tópico, es cierto que el carácter festivo y espectacular que tiene la Iglesia ofreció una
coartada para el permanente juego de la moralidad. El desparpajo con que se
abrazan lo mundano y lo sobrenatural, las actitudes devotas con las
genuinamente humanas producen asombro a propios y extraños.
De esta
forma, las mujeres viven una religión polarizada. Lo privado se resume en la
clausura piadosa e interiorizada, la lectura de autores religiosos o la
meditación de determinados pasajes, revelan Georges Duby y Michelle Perrot. En
el caso de las clases altas, el oratorio ofrece una intimidad extra y permite
unas vivencias próximas al misticismo aunque, como denuncian muchos, la
religión de oratorio más parece un juego de muñecas. En las capas más bajas es
indudable que el único polo existente era el público, el que ofrece el templo y
un calendario litúrgico mitad pagano, mitad folclórico. Entre lo privado y lo
público a las mujeres les queda un escaso margen de actuación religiosa espiritual,
han de conformarse con vivir devotamente, de acuerdo al modelo de la Virgen. Ellas no
pueden, al menos mientras están sujetas a la autoridad marital, emprender otra
aventura religiosa. Sí lo harán las que escogen el claustro conventual.
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