El
atardecer humedece tus ojos. Tu mirada se vuelve tristeza. Tu rostro se nubla
de melancolía. Tu alma se hunde en el recuerdo. Y tu voz susurra el nombre de la
abuela: Anna. Tu querida y amada Anna que se fue hace un mes. Se marchó bajo un
cielo gris, con nosotros acompañándola a su última morada.
Lloraste
como un niño. No podías creer que te dejara después de cincuenta años de estar
juntos, siempre juntos. “Pero Dios así lo quiso”, repites una y otra vez como
un consuelo inútil que no alcanza para borrar el profundo dolor que arde en tu
corazón.
Con
el atardecer te desvaneces en devaneos y pérdida de la realidad. Te concentras
en las vivencias que compartiste con la abuela. Desde que murió ya no eres el mismo.
Estás siempre de mal humor, rezongando, cabizbajo, buscando el consuelo del
abrazo de la abuela. Esperando, como también repites una y otra vez, que Dios
te lleve junto a ella.
Pero
las horas pasan, los días transcurren, las semanas también, y tú sigues aquí,
solo, infinitamente solo, a pesar de que estás con tu hijo y tus nietos, que te
amamos. Sin embargo, nada alcanza para llenar el terrible vacío que dejó la abuela.
Y
ahí estás, mirando la nada. Solitario. Llorando desconsolado. Como todos los
abuelos viudos del mundo.
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